Antonio Ortuño suele tener un pie puesto en el análisis profundo de la realidad mexicana, ya sea que haga una crítica del comportamiento de las clases altas, ya que muestre los horrores que viven los migrantes que atraviesan nuestro país. Leerlo es acercarse a una de las propuestas literarias más sólidas de nuestros días mientras la indignación por la podredumbre social se acrecienta.
Ciudad de México, 27 de abril (SinEmbargo).– Antonio Ortuño es, sin duda, uno de los autores más relevantes de la literatura mexicana contemporánea. Sus más recientes novelas han estado en la boca de los lectores y de la crítica en varios países, dado que se han traducido a varios idiomas. Tal es el caso de Olinka, su más reciente novela, que se publicó simultáneamente en español y en alemán.
Alberto Blanco lleva quince años en la cárcel por un delito que no cometió. Su suegro le pidió el favor de que fuera él a prisión en su lugar, prometiéndole que serían apenas un par de años y que le pagaría una buena cantidad por el tiempo que estaría ahí dentro. Sin embargo, el poder acumulado por su suegro se diluyó al mismo ritmo en que Olinka, el fraccionamiento residencial de lujo de su propiedad, no consiguió integrarse a la zona urbana de Guadalajara. Así que, cuando Blanco sale anticipadamente de la cárcel, poco es lo que puede reclamar.
Ortuño suele tener un pie puesto en el análisis profundo de la realidad mexicana, ya sea que haga una crítica del comportamiento de las clases altas, ya que muestre los horrores que viven los migrantes que atraviesan nuestro país. Leerlo es acercarse a una de las propuestas literarias más sólidas de nuestros días mientras la indignación por la podredumbre social se acrecienta.
Fragmento del libro Olinka, de Antonio Ortuño: copyright: 2019. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
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Te van a chingar los Flores. En la salita del servicio médico de la prisión, mientras aguardaba a que recosieran y esterilizaran la puñalada que acababan de pegarle en los intestinos a otro de sus clientes, el abogado Piña le confirió a Aurelio Blanco la seguridad de que sería suprimido. Ni te ilusiones. Van a dejar que salgas dos, tres meses, y luego te caen. Blanco no había tenido tiempo, fuerzas o claridad, en quince años de encierro, para arriesgar esa simple reflexión, pero supo que era cierta apenas la escuchó vocalizada. Los Flores, su familia política: por su causa estaba preso. Lo fulminarían. La charla comenzó en torno a una mesita de lámina en el área general de visitas, bajo la luz de los neones, entre papeles sembrados de apostillas y separadores, y en compañía del usual contingente de moscas: presos aburridos, esposas afligidas, soñolientos pasantes en derecho penal. Olía a blanqueador de pisos, a cigarro, a comida a medio digerir. Allí se presentó el custodio para dar cuenta del atentado. El herido, por supuesto, no podía acudir a la compulsa de documentos, como estaba dispuesto. Apenas rubricó Blanco sus propios formularios con la estilográfica sobredorada del abogado y este embutió los legajos a toda prisa en el portafolio, ambos fueron escoltados a la sala junto a los quirófanos. Piña quería proseguir la admonición pero necesitaba también colectar la firma del agredido o, siquiera, constatar su muerte. Blanco llevaba encima el uniforme de color café con leche de los presos, pero no esposas en las muñecas o grilletes en los tobillos. Aquella era el ala de mínima seguridad, la destinada a timadores inocuos y con suficiente dinero como para pagar por sus comodidades, y no había temor de que intentara evadirse. Al llegar a un recodo, el tercero, le corrigió la ruta a la comitiva. Sabía moverse por allí. Había pasado el último decenio y medio en aquel enredo de pasillos fortificados. No me oyes, Yeyo. El abogado había sido compañero de escuela de su hermana y le hablaba con la autoridad y la irritación de un tutor. Esto no lo invento ni es cosa de que haya visto una pinche serie de tele y te ande dando lecciones. A los Flores no les ha ido bien y no van a darte un centavo. Y cuando la gente comienza a chingarse se vuelve peligrosa, como dice el Comandante Cuervo. Tienes que hacer algo, Yeyo, o ahí quedas. Ya comenzó noviembre. El juez nunca firma los papeles antes de las vacaciones de Navidad, pero en enero, calculo, te sueltan; a mediados, pienso. Y para mayo o así vas a estar muerto. El abogado llamaba Comandante a uno de sus asesores, un expolicía en la sesentena que se vanagloriaba de ser especialista en la vida del crimen local. A pesar del pavoneo, el dichoso Comandante sabía lo suyo. Bajo sus indicaciones, Blanco pudo negociar, en su hora, el traslado al ala de mínima seguridad, la única manejada por las autoridades y no por una banda de presos, lo que significaba que la podredumbre era la misma pero el terror resultaba casi manejable. La Casita, la llamaban con desprecio o cierta envidia los demás, en la Casita no pasa nada, comen lo que quieren, los dejan tener teléfono, hasta les llevan viejas y sin las broncas de acá.
Qué raro que picaran a Marquitos, dijo entonces Blanco sin entrar al tema al que le urgía el abogado. Acá nunca pasan esas cosas. ¿Marquitos? Tu cliente, cabrón. Y señaló la puerta del quirófano. Sí, pues, Marquitos. Piña tuvo que recurrir a una sonrisa para excusarse. Fue en el patio, se entrometió el custodio. Los tres se encogieron de hombros porque el dato no le arrojaba luz al asunto. No, no saben quién. Lo encontraron en un rincón, atrás de los botes de basura. Oyeron quejidos y pensaron que era un gato. Aguantó, eso sí: fue machito, no acusó a nadie. Piña resopló para imponer silencio y que el custodio no prosiguiera. Poco parecía importarle al abogado lo que sucediera con Marquitos, al que intervenían a cinco metros de distancia. Su indolencia molestó a Blanco. ¿Y si me hubieran picado a mí? Pero el suyo era un caso distinto.
El abogado había sido un tipo apuesto años atrás, cuando lo representó en el juicio. Pero lo estaba machacando el tiempo, y ahora se le notaba tripudo, mofletón, con manos temblorosas de borracho. Blanco entendía que era o supo ser amigo y hasta amante de Anita, su hermana, y por ello aceptó llevar su asunto: por solidaridad. Y por los honorarios correspondientes, desde luego, que nunca dejó de percibir. Con todo, habían logrado construirse algún apego con el paso del tiempo. Piña le daba ánimos. No eres un pinche criminal. Lo tuyo, en todo caso, fue delito de cuello blanco. Así insistía en decirlo: cuelloblanco. Tu sentencia es una aberración. Quince años te jodiste, Yeyo. Y tienes que escucharme, porque van a joderte más. Piensa, piensa, porque la sentencia se termina. Van a sacarte en cuanto pasen las fiestas. Y si los Flores te tuvieron aquí dentro, te obligaron a divorciarte y nunca te dejaron ver a la niña, no es porque se vayan a disculpar, cabrón. Van a chingarte. Yo, en tu lugar, me iría de aquí derechito. Piensa en un pariente o amigo, el que más lejos viva, y te largas con él. O crúzate a los Estates. Directo a la chingada. Blanco lo escuchaba sin comprenderlo a plenitud. Temía a los Flores y los reverenciaba también. Había pasado los primeros tiempos de encierro convencido de que su suegro lo sacaría de allí en unos meses. Un par de años, a lo mucho: eso le prometieron. Saldré, volveré con mi familia, mi mujer, mi hija, habré ganado en unos mesecitos lo que quizás habría tardado quince años en cobrar. Eso pensaba. Hablaba, con el resto de los presos, mediante monosílabos o en frases de una sola bocanada y estaba seguro de que intimar era innecesario. Tengo un arreglo, le dijo al único que llegó a preguntarle cuánto tiempo estaría enjaulado allí. Y se pasó los quince años con la maleta hecha, sentado detrás de mil puertas que nadie abrió.
Aburrido quizá por su exclusión de la charla, el custodio se largó sin murmurar un pretexto. Pero al minuto, como si existiera la obligación de no dejar a solas a Blanco y al abogado, asomó por el pasillo un enfermero con la cara picada de acné. Pastoreaba una silla de ruedas moteada de sangre y se instaló junto al acceso del quirófano. La mirada fija y el oído alerta. Eso le pareció a Blanco. Porque en una cárcel todo se sabía, al final. Los presos escuchaban, replicaban y masticaban las mismas historias, unos cuentos tan torcidos que ya no era posible deformarlos más. Un ritual de rumores, observaciones y susurros que sustituía a la franqueza. Mira y aprende, murmuró Piña, y Blanco prefirió no aplicar el seudoaforismo del abogado a nada concreto. Si te acomodas lejos y dejas pasar un tiempo, quién sabe qué pase y a lo mejor todo se arregla. Tu hija va a crecer y ya sabrá si te busca o qué. Pero lo primero, ahora, es poner tierra de por medio, Yeyo. Se abrió la puerta y un médico brotó a la luz de la salita. Dos círculos de sudor le aureolaban las axilas y maculaban de oscuro su bata color azul cielo. El masculino ya salió de peligro, dijo el cirujano con lenguaje de acta circunstanciada. Pero habría que esperar por la firma, de todos modos, porque Marquitos, el herido, estaba sedado y lo mantendrían, de momento, así. ¿Ya la libró? Entonces no iban por él, nomás querían avisarle, siseó, al fondo de la sala, el enfermero, como para demostrar que estaba al tanto del significado del diagnóstico. De haber querido, se lo chingan… El abogado asintió con un gesto dirigido a Blanco. ¿Ves? Así, justo así va a ser. Marquitos tiene un arreglo como el tuyo. Y mira para lo que le sirve: para una chingada. Piensa, Yeyo. Te queda mes y cacho. Piensa. Ya que ni te la jalas ni coges ni haces nada de valor en la pinche vida, piensa. Piensa. Piensa.
Vas y chingas a tu puta madre, gruñó el preso. Le había confesado a Piña el desespero ante su interminable celibato durante una reunión anterior, en un minuto de postración del alma, sin contar con la posibilidad de que la confidencia terminara en chisme. Uno de tantos que corrían sobre él en la Casita, a esas alturas. El detalle ridículo que provocaría que ya nadie lo tomara en serio. Estaba jodido de pies a cabeza. Ni lo habían rescatado, ni lo esperaba una vida de felicidad en la calle. No tenía siquiera una carne contra la cual frotarse a veces, como los demás. Quince son muchos años, adujo el abogado. Sin coger ni vivir, Yeyo. Y de la lana que te adeudan mejor no digo nada. Pero mira: ya pronto te avisamos qué onda con la fecha de salida, en cuanto nos diga el juez. Entretanto piensa, cabrón, piensa.
Blanco volvió a la celda. Lo recibió el usual perfume a orines. El vecino no acechaba en lo alto de su litera: andaría por el patio o el comedor. La cárcel, cuando consiguió pactar su transferencia a la Casita, durante el primer mes de condena, resultó muy diferente de los círculos infernales que temió encontrarse cuando lo apresaron. Lo que experimentaba encerrado allí era más cercano a la sensación de permanecer indefinidamente en una escuela, atrapado junto con los compañeros más soporíferos del mundo. Y sin mujeres. Eso lo resentía. Se tendió en el estropeado jergón y lo visitó, de nuevo, el malestar en las costillas. Por más cabriolas que daba, cada vez, la colchoneta se le incrustaba en el costado, inclemente, tal como la lanza que atravesaba a Cristo en la imagen de la capilla del bloque, a la que hacía tanto que no tenía la menor gana de asomar. Blanco sintió la tentación de escupir en el suelo pero optó por pasarse el gargajo. Practicaba la contención desde que su vida íntima había desaparecido. Primero, porque nunca le apeteció prestarse a las caricias de las celdas y en la Casita nadie solía echarse como un lobo encima del otro: allí se trataba de recobrar la galantería propia de una oficina o un gimnasio y había que comportarse seductor y nunca salvaje, bajo el riesgo de que alguien se disgustara y ofreciera recompensa para que los custodios te molieran a golpes. Pero a Blanco le repugnaban sus compañeros de encierro y ninguno llegó a parecerle apetitoso, siquiera por hastío. Segundo, porque no fue capaz, en quince años, de resolverse a utilizar los servicios de contratación de putas que promovía uno de los celadores y a los que recurrían los demás. Quizá por lealtad a la esposa, en los primeros tiempos, y luego de que ella le anunció que no volvería a visitarlo y se divorciaron, hacía mucho más de un decenio, por frustración, inapetencia y pereza.
No le quedó mejor remedio que servirse un café. La olla para hervir el agua y el frasco de polvo soluble formaban el corazón de sus consuelos. Eso y los cigarros. Sus placeres eran los de un ermitaño: unos pocos sabores amargos, una vida lenta, desierta. El café, como siempre, le supo a tierra seca. La máquina de suplicios que era aquella colchoneta rancia, y la acumulación de tres lustros tendido en ese potro del tormento, le arruinaban cualquier deleite. El placer, hasta la menor miga, lo eludía: aunque le gustaba masturbarse tanto como a cualquier otro antropoide, Blanco sentía la necesidad de hacerlo en un retiro que condecía mal con la muchedumbre de los reductos penitenciarios. Y menos allí: la celda la compartía con un vecino, un gordo, manso y sudoroso, que dos o tres veces a la semana se sacudía en su catre, de noche, sobre la cabeza de Blanco, hasta alcanzar el éxtasis y que se entregaba luego a los ronroneos del sueño. Siempre le parecieron inmundos los desahogos del tipo, celoso quizá de no encontrar un emplazamiento para los suyos. No tenía dónde, pues. Los baños de la prisión eran abiertos, colectivos, vigilados. Y solamente los presos que enloquecían luego de unos años de encierro se llevaban las manos a los genitales en las áreas comunes, incluso en aquella ala dócil donde rara vez llegaba a suceder nada como para preocuparse. De esos locos se burlaban todos. Y su destino era, por lo general, ineluctable: despertaban una mañana con la sábana alrededor del cuello y la cara negra, inflada, sofocados por mano propia con la complicidad de los barrotes.
A pesar de que Blanco había perfeccionado, año con año, la capacidad para recluir su cabeza en una serie de ensueños, que se repetía cada noche a falta de televisor, ese día se forzó a recobrar el foco: acomodó el esqueleto como pudo en la colchoneta y volvió al asunto de los Flores, ese laberinto insoluble. ¿Qué podría hacer? Era un tipo fatídicamente leal. Pensaba en ellos como en su familia, aún. Nunca permitió que Piña cuestionara o protestara ninguno de los términos del arreglo que lo había llevado al encierro, ni siquiera cuando lo reventaron, impidiéndole ver a su niña. Mantuvo, ante todo, la palabra dada: se tragó la culpa. Y los años de encierro también. No se suponía que fuera a ser así, pero así ocurrió. ¿Cuánto tiempo experimentó la arrogancia de creer que su paso por la cárcel sería efímero y hasta provechoso? Quizá los primeros meses. Luego se terminaron los mensajes de su hija, su esposa dejó de visitarlo y la presencia de los Flores se desvaneció. Salvo por el dinero que le hacían llegar al abogado para que su estancia en la Casita fuera pagada con puntualidad, se olvidaron de él. Un suéter dejado a resguardo en la paquetería de una tienda y que nadie vuelve a reclamar, porque resulta más sencillo conseguir otro que regresar por él. La tarde ya helaba. Se encimó una manta polvorienta que, como siempre, lo incomodó, y que hedía aunque acabaran de lavarla. El frío en la celda era perpetuo, moderado si se quiere, pero tenaz, y lo jodía: se sentía cinco grados por debajo de lo que hubiera preferido. Y apenas el sol de mediodía, absorbido como una verdolaga en el patio en momentos de desesperanza, cada vez más habituales, era capaz de atenuarlo. Y eso que la idea original, se remachó Blanco mientras forcejeaba consigo mismo para no perder la cabeza en las fantasías que se recontaba al estar solo, a modo de consuelo, había sido muy simple: al echarse encima la responsabilidad del supuesto fraude en Olinka, un fraccionamiento propiedad de su suegro, tapaba el tema de las desapariciones de ejidatarios y protegía a los Flores. Y sí, se pasaría un par de años en prisión, pero solamente para guardar apariencias. Y a cambio recibiría una compensación fantástica. Dos millones por año, una cantidad cuatro veces superior a la que percibía como contador de la constructora familiar, y una mansión a su nombre en Olinka cuando terminaran de edificarla. Eso acordaron. Y también poner a su servicio al mejor abogado de Guadalajara y depositarle una asignación mensual que solventara los costos legales.
Pero los Flores no cumplieron apenas con nada: ningún despacho de prestigio quiso tomar el caso, le dijeron, y así fue como Blanco terminó en manos de Piña, un amigo de su hermana llamado a última hora. Y Piña interpuso cada recurso legal concebible pero, de cualquier modo, fue arrasado en el tribunal. Y, bueno, la mensualidad le fue depositada sin falta, pero no había modo de saber si la indemnización llegaría a ser liquidada alguna vez. Quince eran demasiados años, lo sabía de sobra, y el balance estaba ya por las nubes. Recontó con los dedos una suma muchas veces realizada y actualizada: treinta millones le debían. De putos pesos. Y nadie parecía urgido por pagar. Eran incontables las noches en que Blanco había dedicado los insomnios a imaginar lo que haría con el dinero si es que se lo daban. Su ilusión más profunda, reconoció, se limitaba a los bienes raíces. No le hacía gracia notarlo. A veces pensaba en una casa blanca a la mera orilla del mar; otras, en una cabaña guarecida en lo alto de una montaña boscosa y, de preferencia, nevada. Y no eran esos los delirios de un preso, sino, en realidad, las ensoñaciones de un empleado. En todos los escenarios, eso sí, se dedicaba a jugar con su niña. Aquello era absurdo, porque Carlita tendría ya más de veinte años y con la última persona que jugaría sería con su padre. Y aún más lastimosamente, en esos espejismos Blanco recuperaba a Alicia, su mujer.
Cuando su cabeza se entregaba a esos vagabundeos azucarados ninguna idea concreta podía enseñoreársele, pero él, cada mes, cada semana más abandonado, no tenía ánimo para nada más.
Cerró los ojos y se estiró en la colchoneta, que emitió el crujido esperable en cualquier objeto en aquel grado de decadencia. La soledad era tan visible como sus propias manos, que se miraba al menos treinta veces al día para comprobar que eran suyas aún. Estaba solo. Un cacto. Un neumático al fondo de una cuneta. Un ladrillo sin construcción alrededor. Alicia, su mujer, lo visitó apenas una docena de ocasiones y nunca en el área de citas conyugales. Dejó claro desde su primer encuentro, ante una mesa de lámina del área de visitas, que jamás se revolcaría en un cuartito que tuviera guardias tras la puerta, aunque fuera con el marido con el que la habían unido las leyes del municipio. Al principio, al menos, se le veía llorosa y conmovida, pero con el paso de los meses, y sobre todo después de que se emitió la sentencia de quince años sin posibilidad de fianza, se hizo evidente su hartazgo. A Carla, su niña, no la llevaron a visitarlo una sola vez. Alicia llegó a entregarle a Blanco dos o tres cartitas trazadas con la letra incierta de la nena, pero luego se encargó de romper el contacto. Y cuando el presidiario le exigió tibiamente el derecho a verla, respondió que Carlita sufría y sería mejor alejarla. Y se largó también. ¿Tu padre puede hacer algo? Eso fue lo último que Blanco preguntó y Alicia, en vez de responder, escupió al suelo y le dijo que guardaría sus cosas en cajas y que mandara por ellas si quería. Estaba