Mi cerebro es un depósito de chatarra que los encargados renunciaron a ordenar. Está abandonado, a merced de la lluvia ácida que daña el viejo barniz de los autos, camiones y fragmentos indefinidos que hace tiempo esperan su turno en la máquina compactadora. El terreno está bardeado y la violencia del alambre de púas me impide escalar y huir. Estoy atrapada aquí, mirando desolada el interruptor de la máquina, que dejó de funcionar hace unos días. Al principio intenté arreglarla, pero comprendí pronto que lo que faltaba era una pieza, y no tengo a quién llamar para que la traiga. Entonces brinqué sobre el cadáver más cercano, pensando que podría aplastarlo yo misma y sería un trozo de chatarra menos en mi depósito. La cosa no salió bien: no logré más que un par de abolladuras y un parabrisas roto. Los cristales me lastimaron los pies y tuve que sentarme a esperar que cerraran las heridas para volver a intentarlo, ahora con un viejo camión escolar. Estuve acostada sobre él por horas, esperando que mi peso venciera al techo de lámina, pero no se movió en absoluto.
Me puse a caminar por el bosque mecánico. Quería encontrar belleza en alguna parte pero los coches me veían con sus ojos de focos delanteros, impasibles. Entonces decidí nombrarlos a todos, como hacen los prisioneros con las rocas de sus celdas. Tú eres Tetris, tú eres Trámites Burocráticos, tú eres La Canción Que No Sale De Mi Cabeza. Allá está Examen De Sangre Pendiente, Frenos Que Chillan y Pago De Tarjeta De Crédito. Todos estos olían a aceite fresco: no habían llegado hacía tanto tiempo. Seguí caminando y llegué hasta una oscura esquina que evidentemente no había sido visitada por el equipo de limpieza hacía mucho, mucho tiempo. ¿Por qué no habían compactado todo aquello años atrás, cuando la máquina servía? Enormes telarañas flotaban entre los vehículos, aferrándose a las antenas oxidadas, y las enredaderas se habían posesionado de los interiores de piel de un par de autos deportivos que yo había destrozado cuando, en mi adolescencia, manejaba sin la menor precaución.
Entre más me internaba en el bosque mecánico, más oscuro estaba y más temerosa me sentía. Todo lo que estaba ahí había sido mío, pero algunas de aquellas carcachas estaban irreconocibles y parecían salidas de un libro de Stephen King, listas para engullirme con sus cofres abollados y aplastarme el cráneo contra sus motores. Pero no se movían. Estaban muertas, acabadas, pero nadie se había atrevido a desecharlas o, al menos, compactarlas para guardarlas de una mejor manera. Con razón no puedo pensar, vivir, me dije. Con todo esto acumulando polvo, reproduciendo hierbas malas, dando refugio a insectos y plagas. Furiosa, azoté la puerta de una vieja carroza funeraria a la que decidí, en ese momento, llamar Fantasma Que No Avanza Hacia La Luz. Algo se movió dentro y retrocedí de un salto. “¿Quién es?”, pregunté con voz temblorosa. La carroza tenía un quemacocos (o lo había tenido, más bien. Ahora era un hueco, nada más) y de ahí emergió, como si fuera un topo, la cabeza del encargado principal del depósito. Me preguntó, entre bostezos, qué quería. “¿Cómo que qué quiero?”, le grité, envalentonada de pronto. “¿Por qué no has arreglado la compactadora? ¿Por qué está todo tan sucio y desordenado?”. Son las órdenes, respondió. “¿Las órdenes? Que, ¿no trabajas para mí?”. Sí, respondió, y volvió a recostarse en el asiento trasero de la carroza. Sus órdenes. Y antes de dormirse me recordó cómo, hace tiempo, yo había interrumpido el trabajo de los encargados, diciéndoles que no se atrevieran a tocar nada, que me dejaran en paz a los cadáveres. Había arrancado la pieza crucial de la máquina compactadora y me había ido, corriendo como una loca.
Entonces recordé. El encargado tenía razón: esas habían sido mis órdenes. Me alejé de Fantasma Que No Avanza Hacia La Luz y llegué, saltando por sobre una colección de cochecitos, hasta la cumbre de una montaña de chatarra sobre la que descansaba un viejo vagón de tren que también había sido mío. Me asomé por una de las ventanas; desde ahí podía verse la extensión de mi imperio de chatarra y polvo. Ahí estaban Mi Primer Amor, Traición Que No Se Perdona, Novela Que No Se Deja, Miedo Constante A La Muerte y Futuro Que Ya No Será, entre muchos otros. Suspiré y me recargué en el marco de la ventana.
Y aquí sigo, encerrada en el depósito, poniéndole nombres a los cadáveres y con la pieza crucial en la bolsa. No me he atrevido a ponerla en la máquina y empezar la labor. No estoy lista. Siento los contornos de la pieza con los dedos. He decidido llamarla Dejar Ir.