Fabrizio Mejía Madrid
27/03/2024 - 12:05 am
Semana Santa: una lectura política
“Lo que es de la política son las dos cosas que suceden en la historia de Jesucristo. Primero, su sacrificio público en la cruz y, después, las razones de su persecusión”.
Pensé escribir esta columna para acompañar a quienes están trabajando y a quienes se tomaron un tiempo de vacaciones. Mi idea es reflexionar políticamente sobre la Semana Santa, la de Jesucristo. No me meteré con las creencias de los católicos, los protestantes, los cristianos, porque eso pertenece a otro género, la fe y la religión. Lo que es de la política son las dos cosas que suceden en la historia de Jesucristo. Primero, su sacrificio público en la cruz y, después, las razones de su persecusión.
La Pasión no es otra cosa que la narración del linchamiento de una víctima. “Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen”, es justo la frase que toda víctima dirigirá a sus linchadores. Después de él, todos los perseguidos, desde las brujas quemadas hasta los seres humanos en los campos de exterminio, sacrificados por las leyes raciales, darán cauce al extrañamiento moral hacia quienes sienten que exterminar al otro, resuelve el dilema planteado por la diferencia. . En el linchamiento, en efecto, nadie sabe por qué lo que hace. Es un escándalo, en el sentido griego, es decir: tropezar o cojear. Chocamos con el escándalo como lo haríamos con una piedra pero no seguimos nuestro camino como si nada, sino que repetimos el movimiento de quien cojea, de quien va renqueando: vamos a venimos, nos alzamos y volvemos a caer. El escándalo es con lo que topamos pero que, al mismo tiempo que nos repugna, nos atrae. Pensemos en el martirio de Jesucristo en la cruz y la congregación de personas que lo mira agonizando. Hay de los dos escándalos: a quienes se han topado con eso, lo miran y les embelesa. La atracción del dolor ajeno. Pero hay quienes En esas dos actitudes están los dos significados que tanto el español como el inglés tienen para referirse a las concentraciones humanas. Por una parte hay una multitud, es decir en inglés una “crowd” y, por otro lado, está una turba, una “mob”, que disfruta del linchamiento y ha sido partícipe de él. Para la multitud hay una especie de espectáculo del mismo momento de congregarse. Para la turba es otra cosa. ¿Qué es lo que estimula a los linchadores a vitorear que se crucifique a alguien? Es la mentalidad de la guerra. Es pensar que yo estaré mejor si el otro desaparece. Que hay algo que compensa lo que sea que sufro en mi propia existencia si veo cómo torturan y eliminan a otro. Ni los espectadores ni los linchadores saben realmente “lo que hacen” porque la decisión de crucificar es de los gobernantes. Pero alientan la destrucción porque es lo único que los congrega. Es lo único en lo que están de acuerdo. Aquí estoy tentado a hablar del escritor Martín Moreno que propuso incinerar a los “morenistas” en el Zócalo o, incluso a quienes han propuesto volver al siglo XIX y que no voten los pobres o los que no enseñen un certificado escolar. Pero no lo haré porque estamos pensando en lo que ocurrió hace dos milenios, pero la mentalidad de guerra realmente no ha cambiado: yo estaría mejor si los demás desaparecieran. En nuestra era, la del neoliberalismo, es no ver a los otros, menos escucharlos.
Pero volvamos a Jesucristo. Por Lucas sabemos que Jesús nació durante un acto burocrático, el levantamiento de un censo, ordenado por el César Augusto y llevado a cabo en Siria por el gobernador, Quirino. Dice Lucas: “E iban todos a empadronarse, cada uno en su ciudad. José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David que se llama Belén, para empadronarse con María, su esposa que iba encinta. Estando ahí, se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón”. Están ahí, de paso, para cumplir con un requisito de los gobernantes de ser contados en un censo de población. El nacimiento de Jesús es un sometimiento a las leyes de los ocupantes romanos. Es pobre. Sus padres lo son y, también, son ancianos para la época. Viven en una zona, Galilea, convulsionada por rebeliones contra la ocupación.
Jesús representa un culto que no es institucional y que es aprobado antes por los sabios paganos —los reyes magos— que por los sacerdotes del Templo. En este punto es donde se da la novedad del liderazgo de Jesús. A los césares se les dotaba de un origen celestial, como el caso de Octavio, pero era la primera vez que se hacía con el hijo de un carpintero. Esto tiene una consecuencia política: Jesús, a diferencia de Juan El Bautista, no usa el agua para santificar el cuerpo de las almas ya purificadas, sino para borrar los pecados. Fuera del Templo, propone una alternativa de salvación radical: Jesús invoca las rebeliones campesinas de Moisés y Josué. En vez de la esperanza en una final apocalíptico que resuelva desde arriba —allá en el cielo— todos los sufrimientos, propone la acción en esta tierra. El historiador del siglo I, Josefo, lo escribe así en La Guerra de los judíos: “Hicieron que enloqueciese todo el vulgo y gente popular, porque se salían a los desiertos y soledades, haciéndoles creer que Dios les mostraba ahí indicios y señales de la libertad que habían de tener”. El viaje al desierto funciona como un experimiento de liberación. El mismo Josefo, en Antigüedades de los judíos, escrita en el año 94, relata así este ritual liberador: “Llegó por entonces a Jerusalén un sujeto proveniente de Egipto que decía ser profeta y aconsejaba al pueblo que lo acompañase al Monte de los Olivos pues, desde ahí, les mostraría cómo caerían las murallas de la ciudad y su entrada a ella”. Es, tal cual, la idea de Josué al tirar las paredes que circundaban Jericó. No hay que esperar el reino de los cielos, su advenimiento, sino forzar la entrada en su ciudad. En su intento, ese niño de Nazaret, queda aplastado por la represión del poder constituido: un Pilatos ambigüo que neutraliza su responsabilidad escudado en su puesto civil. Es el de la banalidad del mal, el empleado que cumple con las órdenes aunque éstas impliquen matar a otro.
No es difícil ver el mensaje radical de Jesús. Dice la Biblia: “¿Piensan que he venido a traer la paz en la tierra? Eso no, sino el disenso. Quien no odie a su padre y a su madre no podrá ser discípulo mío”. Estas palabras de los evangelios nos hacen pensar un movimiento político que se plantea como generacional. Luego, Jesús invoca a todos los marginales de la vida en Galilea: los mendigos, las prostitutas, los leprosos, y los niños. ¿Por qué los niños? Porque se opone a la potestad del padre de dejar vivir o asesinar a sus hijos. Esa potestad en la que se basa el Estado romano cuando la hace extensiva a todo el pueblo. Cuando Jesús habla de contra los padres lo hace contra el Estado romano que los somete. Cuando habla de los niños también habla de quienes son menores de edad, los colonizados. Invoca a la mostaza, una planta que crece sin control en los sembradíos y que, con su olor, atrae a los pájaros que arrasan las cosechas. Se ve a sí mismo sembrando esta planta que atrae la destrucción del Imperio romano.
Jesús es un carpintero con metáforas de una rebelión de campesinos pobres. Como en una película de Luis Buñuel, el Jesús de Lucas les ordena: “Salgan deprisa a las calles y plazas de la ciudad, y a los pobres, tullidos, ciegos, cojos, traélos aquí”. El resultado es un banquete para los marginales, para quienes no son bienvenidos en los templos. Se sientan a comer, esclavos y hombres libres, mujeres sin maridos —”prostitutas” para la misoginia en voga—, enfermos, niños. No hay ya deshonra en estar excluidos. Todos somos iguales en nuestra dignidad humana que no es otra que la vulnerabilidad. Es un mensaje y una acción muy radical. Es un ataque a las jerarquías dentro de la familia y los templos, en la sociedad misma.
Jesús venía de una tradición del dominio romano sobre los hebreos y de su contraparte, las rebeliones. Los zelotas —de los cuales, Judas era dirigente— descreían de las jerarquías dadas por el origen familiar o por la educación. Los zelotas rifaban el cargo de sacerdote. Josefo se escandaliza: “La suerte cayó en un hombre que no sólo no era del linaje de los pontífices, sino que no sabía lo que era un pontífice, de tan rústico y grosero que era”. Lo que Jesús hace es neutralizar las reglas de la exclusión a partir de abrazar a los que nadie quiere tener cerca. Es el caso de los leprosos. No me meto en si Jesús obró o no el milagro clínico de curarlos, sino que enfatizo algo que me parece políticamente más importante: los abrazaba, a pesar de que lo podían contagiar. El contacto físico con los leprosos les aminoraba su exclusión social, y Jesús mostraba con ello su capacidad para empatizar en el dolor con todos sus semejantes, con todos los seres humanos. Es el origen de los derechos humanos. Tocarlos, abrazarlos, invitarlos a la mesa, significaba violar los preceptos de la pureza sacerdotal.
En lo que en estos días conmemoramos, la Semana Santa, Jesús se convierte en Cristo —el martirizado— porque representa a los campesinos de Galilea contra los sacerdotes de Jerusalén que son cómplices de la ocupación romana. Lo que es del César y lo que es de Dios se convierte en motivo de disputa. Jesús se decanta, no por confrontar directamente al César, sino por la reforma de las mentalidades, por el cambio cultural, que es más profundo. Su libertad está exenta de deseos y de dolor. Sus creyentes se convierten por los caminos rurales en “curados”, en autosuficientes en un tipo de pobreza material que es consciente, no impuesta. En su caso, la muerte —la crucifixión era una medida usada contra rebeldes políticos castigados, además, con no permitir a los familiares sepultar el cadáver— no era un final de algo, sino una victoria cultural.
Una historia que se mimetiza con la de Jesús. La cuenta un contemporáneo de Josefo, Filón de Alejandría, en su crónica contra Aulio Avilio Flaco, un despiadado perseguidor de los judíos. Relata que existía en esa ciudad de Alejandría un hombre, llamado Carabas, que vivía desnudo en la calle y al que no le preocupaba ni el frío ni el calor ni las burlas de los transeúntes. Un poco como Diógenes, el creador de la escuela cínica de filosofía. Un día, los habitantes decidieron vestir a Carabas, el loco, como el rey Agripa, que Calígula les había impuesto a los judíos. Lo llamaron “Marín”, “señor” en sirio, porque de ahí era originario Agripa. A carabas, ahora llamado “Marín”, le pusieron un papiro a manera de cetro y una corona de espinas. “Salve, rey de los judíos”, se burlaron de él. Cuando la guardia pretoriana irrumpió en el gimnasio donde se aplaudía esta protesta teatral, los soldados se llevaron preso al loco Carabas. Por la noche, lo habían crucificado. Permaneció insepulto porque nadie reclamó su cuerpo. Unos días después, apareció un nuevo hombre desnudo sin hogar. Se preguntaron si Carabas había resucitado o, tan sólo, que los pobres eran todos iguales.
Y aquí quiero descansar este breve acompañamiento a su Semana Santa. En los pobres, en los excluídos. Desde un punto de vista exclusivamente político, Jesús es quien, desde su origen humilde, reivindica a los discriminados, descartados, sobrantes. Los abraza, los invita a partir el pan y a beber el vino en una mesa tan larga que no rechace a nadie. Por eso es perseguido. Porque su idea de la vida trastoca completamente las injusticias sociales. “Los últimos serán los primeros”. O, en nuestros días, “Primero los pobres”, son consignas que se exceden a sí mismas en los contenidos que podemos darles y, sobre todo, imaginarles. Y a eso los convoco, al menos, durante el tiempo que duró esta columna: a imaginar un mundo como el que abrió Jesús, el de Nazareth.
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