Ninguna vida ha quedado sin cambios. Para las dos familias, como para millones en Estados Unidos, hay ansiedades constantes y momentos tensos, pero su capacidad para lidiar con la situación es drásticamente diferente. Adicionalmente, hacen recordar que, aunque una epidemia global no tiene fronteras, cómo se sobrevive depende en gran parte de los ingresos.
Por Jocelyn Gecker y Olga R. Rodríguez
SAN FRANCISCO (AP) — Una semana en aislamiento. Dos familias. Apenas a unos pocos kilómetros de distancia, pero dos mundos diferentes.
Para Rebecca Biernat, abogada de San Francisco y madre de tres hijos, quedarse en casa le causó pánico al principio, pero su familia se está ajustando. Trabaja en casa. Sus hijos están atareados con clases por internet y charlas regulares en video con maestros y amigos. La familia descubre aspectos positivos en el ritmo de vida más lento y el tiempo que pasan juntos.
Para la mucama de hotel Sonia Bautista, el mundo se está descontrolando. Bautista y su esposo perdieron sus trabajos, no pueden pagar el alquiler de su apartamento y su hijo se siente aburrido y abrumado por las lecciones que su escuela está colocando en internet. La familia teme quedar desamparada.
Toda el área de la Bahía de San Francisco está bajo confinamiento desde hace más de una semana. Es la primera región de Estados Unidos que ordena a sus residentes que se queden en casa, trabajen remotamente y que los niños estudien desde casa, en un esfuerzo para frenar la diseminación del coronavirus.
Casi todo San Francisco se ve tan vacío como un pueblo fantasma de la Fiebre del Oro: las calles sin gente, los funiculares (“cable cars”) y otros vehículos están vacíos y un viaje en auto a la hora pico por esta ciudad de colinas se siente casi como una montaña rusa.
Ninguna vida ha quedado sin cambios. Para las dos familias, como para millones en Estados Unidos, hay ansiedades constantes y momentos tensos, pero su capacidad para lidiar con la situación es drásticamente diferente.
Son dos extremos en una región llena de extremos. Adicionalmente, hacen recordar que, aunque una epidemia global no tiene fronteras, cómo se sobrevive depende en gran parte de los ingresos.
EL DÍA A DÍA
En su espaciosa casa de dos pisos en un barrio arbolado, Rebecca Biernat experimenta una nueva sensación de cordura en medio del caos.
No hay apuro para llevar a los niños a la escuela.
No hay viajes al trabajo.
No hay premura para regresar a la casa del trabajo para preparar la cena.
“Todo lo que volvía tan difícil ser una madre trabajadora ha desaparecido”, dijo Biernat, una especialista en litigios civiles con un bufete de abogados en San Francisco que ahora está trabajando desde casa.
Biernat inicialmente sintió pánico cuando se ordenó quedarse en casa, el lunes pasado. Se apresuró a comprar productos esenciales en el mercado. Ha salido varias veces desde entonces y se siente tranquila al ver las provisiones del supermercado. Dice que planea hacer compras una vez a la semana, como solía hacer.
Su esposo, Frankie Keenan, contratista de plomería, es considerado trabajador esencial y sigue recibiendo su paga, pero pasa más tiempo en casa. Ahora participa más en las áreas escolares de sus hijos.
“Lo positivo es que estoy con ellos todo el tiempo”, dice acerca de sus hijos, Seamus, de 6 años; Rachel, de 9 y Jack, de 16. “Me siento más en control de mi vida familiar”.
La familia está junta en las tres comidas diarias y pasa más tiempo juntos que nunca.
“Somos extremadamente afortunados y me lo recuerdo todos los días”, dijo Biernat, de 47 años. “Somos afortunados de tener un lugar en el que vivir, tenemos dinero para comprar comida. Tengo un salario. No puedo imaginarme lo que es para personas que están pensando, ‘¿cómo voy a alimentar a mis hijos todos los días?'”.
EL ANUNCIO
Para Sonia Bautista, el peso enorme de la nueva realidad de la golpeó en el supermercado.
Ella y su esposo, como Biernat, salieron corriendo en cuanto escucharon la orden de aislamiento, pero los estantes en su supermercado ya estaban casi vacíos. No había huevos, ni pan, ni papel higiénico ni agua embotellada y mientras esperaba en cola para el cajero con lo poco que había conseguido, tuvo un ataque de pánico.
“Fue horrible. Empecé a llorar. En ese momento, pensé. ‘No tengo trabajo, ni comida, ni dinero. ¿Cómo alimento a mi familia?'”, dijo Bautista, de 43 años.
En los últimos seis años, Bautista ha trabajado como mucama en el Hotel Palace, uno de los más lujosos en San Francisco.
La zona había experimentado los impactos de una baja del turismo durante meses, desde que el coronavirus surgió en China y paralizó la floreciente industria de conferencias en la ciudad que mantiene llenos los hoteles. El 8 de marzo, el hotel, propiedad de Marriott, le dijo que debido a la situación ya no la necesitaban.
Una semana más tarde, su esposo, William Gonzalez, fue despedido. Gonzalez trabajaba en la cafetería de empleados en el hotel Marriott Waterfront en el aeropuerto de San Francisco, al sur de la ciudad, donde sus 40 horas semanales fueron reducidas a 15 en febrero debido a la pandemia.
La familia siempre ha vivido de cheque a cheque, pero con la ausencia de ingresos han acumulado deudas de tarjetas de crédito. No saben de dónde van a sacar los 2.800 dólares que pagan mensualmente por ocupar el pequeño apartamento de dos dormitorios en South San Francisco, apenas fuera de los límites de la ciudad.
“Estamos tratando de no caer en el pánico”, dijo Gonzalez. “Si esto dura solamente dos meses, quizás estaremos bien·”.
EL TRABAJO DESDE CASA
Para Biernat, trabajar desde casa tiene sus retos, pero ella mantiene su sentido del humor.
“No me he puesto maquillaje ni he vestido elegantemente en una semana”, dice en broma. Adicionalmente, añade que es una gran oportunidad para ponerse en forma: “Estoy usando ropa de ejercicios todo el día, todos los días”.
Por suerte, sus hijos se están acostumbrando a las clases desde casa. Su escuela privada está replicando el horario diario, que comienza con la asamblea matutina con el director, que ellos ven mientras desayunan. Entonces, Rachel, en tercer grado, se va para su dormitorio para un día de lecciones ofrecidas por sus maestros mediante Livestream, una plataforma de video en vivo que permite a los usuarios ver y difundir contenido de video utilizando una cámara y una computadora a través de internet.
“Incluso pueden alzar la mano, charlar y hablar”, dice Biernat. El especialista de la biblioteca está una vez a la semana. El maestro de música los viernes. Las lecciones de francés todos los días. Los niños ven las imágenes de sus compañeros de clases y se sienten conectados.
Seamus, en preescolar, requiere más atención.
“Me causa estrés hacer mi trabajo y enseñar a mi hijo en preescolar”, dice Biernat. Los maestros de Seamus mezclan clases en vivo en internet con videos grabados que explican las tareas, pero requieren ayuda de los padres.
Citas diarias en video ayudan a mantenerse en contacto con los amigos.
Para su hijo adolescente, no ver a sus amigos ha sido duro. Sigue preguntando si puede salir a reunirse con amigos y, Biernat dice, es duro seguir diciendo “no”.
El tiempo abunda ahora para la familia y para poder hacer cosas que no podían hacer antes: yoga, limpiar el garaje, organizar el ropero.
Biernat entiende que a medida que se extienda el aislamiento, será más difícil. Hacen esfuerzos para ejercitarse, jugar baloncesto en el patio trasero, ir a la playa, manteniendo una distancia de tres metros de otras personas. Por ahora, se sienten bien, seguros y por ello ella se siente enormemente agradecida.
¿OPTIMISMO?
Bautista y su esposo están tratando de mantenerse optimistas, pero se hace cada día más difícil.
Ambos han solicitado asistencia social por desempleo, pero aún no saben si será aprobada. Más de 1 millón de personas han solicitado esos pagos en las últimas dos semanas, un alza drástica en momentos en que muchos negocios siguen cerrando sus puertas.
Temen perder su seguro de salud, que sus contratos dicen será extendido solamente un mes después de sus despidos. El gremio está negociando una extensión con la compañía.
Bautista y Gonzalez tratan de mantener la calma delante de su hijo de 14 años, Ricardo, quien siente profundamente el estrés de la familia. Sus maestros no dan clases en vivo por internet, sino que colocan asignaciones y tareas, lo que él dice se siente como una cantidad abrumadora de trabajo.
Ricardo está durmiendo más y pasando más tiempo con videojuegos, a menudo con amigos en internet, dijo Gonzalez. El otro día sus padres le dejaron ir a la escuela a recoger almuerzo.
Tras su fallida incursión inicial al supermercado, la familia salió temprano al día siguiente con una estrategia. Llegaron al supermercado a las 6 de la mañana y fueron los primeros en entrar al abrirse las puertas a las 8. Bautista corrió por los huevos, Ricardo tomó el agua embotellada.
Hace días que la pareja no sale de la casa. Los ánimos se encrespan con frecuencia en el pequeño apartamento. Bautista dice que tejer le calma la mente, pero ven demasiado las noticias, lo que aumenta la ansiedad. Las promesas de los políticos _de que el país emergerá de la crisis más fuerte_ empiezan a sonar vacías.
Para mantener un sentido de normalidad, la familia cocina las tres comidas del día y come junta, algo que raramente hacía antes. Están pensando reducir a dos comidas al día, para ahorrar dinero, dice González.
La pareja creció en El Salvador y sobrevivió la guerra civil del país que culminó en 1992. Nunca le han contado a su hijo los detalles de esas penurias, pero ahora, durante la cena, el tema sigue aflorando. Ellos le recuerdan lo afortunados que son de tener electricidad, televisión e internet, entre otras cosas.
Pero ven los paralelos.
“Hay tanta incertidumbre, casi como estar en una guerra. Está el peligro de ser infectado y morirse, no hay trabajo, no hay comida y hay que quedarse en casa”, dice Gonzalez. “Pero tenemos fe en Dios y sabemos que, de una u otra forma, seguiremos adelante”.