Chinampa, chinamitl, o sea “seto vivo de cañas”, o sea “terreno cercado de varas entretejidas”, es la barrera contra lo desconocido, es un terreno construido sobre el agua, que la borró, reduciendo poco a poco su lisura, su extensión amenazadora.
Por Dominique Duffetel
Ciudad de México, 27 de febrero (SinEmbargo).- El paisaje de las chinampas era un paréntesis de tierra y agua que se situaba en los confines del mundo de la aldea y el mundo silvestre de la laguna. ¿Qué podía significar la laguna para los primeros hombres que colonizaron sus riberas? Mar de fertilidad, fuente de vida. Pero también espacio inquietante —inmensidad y profundidad, lo desconocido—, espacio doblado de peligros y temores, cargado de sacralidad, fuente de oscuras leyendas como las que recorrían la antigua Europa cuando la cubría el bosque original, la silva de Dante. En Europa, el bosque fue humanizado poco a poco, labor titánica de deforestación de los clérigos medievales. A la silva acuática de la cuenca de México el hombre primitivo opuso una obra: la chinampa.
Chinampa, chinamitl, o sea “seto vivo de cañas”, o sea “terreno cercado de varas entretejidas”, es la barrera contra lo desconocido, es un terreno construido sobre el agua, que la borró, reduciendo poco a poco su lisura, su extensión amenazadora. Pero el agua no estaba realmente abolida (no era ella lo que inquietaba, sino su extensión, su libertad, el temor siempre vivo del ribereño a la inundación): entre terreno y terreno se abrían intervalos húmedos. No se trataba, como en los pantanos marítimos de Europa, de ganar terreno al mar a toda costa: polders de los Países Bajos, Flandes, Picardía, Bretaña… Aquí hubo un compromiso, un diálogo entre el agua y la tierra porque los canales amaestraron el agua aprovechándola como medio de comunicación. Deslizamiento gozoso de lo pesado con el menor esfuerzo en un mundo que no conoce más animal de carga que el hombre. El resultado fue esa transición o paréntesis, ese espacio anfibio y ambiguo por naturaleza, como el ajolote que puebla sus aguas, su animal emblemático. Esta forma de colonización del Valle de México no fue exclusiva de los xochimilcas en los bordes sureños de los lagos. Por las riberas del inmenso lago de Texcoco y más tarde alrededor del islote de la fundación mítica de Tenochtitlan, era práctica habitual la construcción de tierra sobre el agua para ampliar la aldea, hacer la ciudad. Cada chinampa era una propiedad que encerraba una casa, un jardín, y sobre todo árboles, aquellos sauces blancos, los ahuejotes, que son los setos vivos del chinamitl y que junto con la red acuática dibujaban el paisaje de la ciudad lacustre.
Hasta los años cuarenta gran parte de las casas de Xochimilco se construían sobre chinampas. Poco a poco, con el torbellino de la modernidad, decreció el ritmo de la circulación acuática, los canales fueron rellenados y todo se volvió tierra firme. Pero en el paisaje urbano subsistió la huella de aquella red acuática, como la que aprisionaba a la antigua Tenochtitlan, que sedujo al solado Bernal Diaz: red, tejido, hoy huella, reliquia, el laberinto de callejones que serpentean en los viejos barrios, laberinto de agua petrificada, asfaltada, muerta.
Las chinampas urbanas han desaparecido del Valle de México y con ellas toda una concepción de la ciudad —la ciudad lacustre contra la ciudad terrestre española. Sin embargo, las chinampas encontraron su máxima expresión en su modalidad rural. Ese paisaje rural formado por las chinampas que conocemos. Ese paisaje convertido en estampa trivial de Xochimilco es la parte visible de un mundo complejo de saber e imaginación, originado hace cientos de años en una naturaleza bienhechora, un mundo que agoniza apenas en estos momentos.