Las comunidades de la región amazónica de Brasil se enfrentan continuamente a desafíos por actividades industriales agresivas, hoy alentadas por el nuevo gobierno. Un grupo de hombres elegidos por las aldeas se han constituido en vigilantes del Territorio Indígena Maró frente a los madereros y recorren su perímetro regularmente. Ednei es uno de ellos.
Por Francesc Badia I Dalmases
Ciudad de México, 27 de febrero (OpenDemocracy).– Un viejo motor de barco, un Yanmar diésel de dos cilindros, de fabricación brasileña, instalado a la vista sobre un chasis de camión, unas cuantas chapas de acero, soladas a modo de cabina, y una sólida caja trasera de buena madera, conforman un vehículo en apariencia precario, pero poderoso en toda su simplicidad.
Valiéndose de él desde hace poco más de un año, los habitantes de las tres aldeas de indígenas borarí y arapiun de la Tierra Indígena Maró (TI Maró), en Brasil, pueden recorrer el perímetro completo de su territorio en algunos días. Esto es algo que a pie, como se hacía antes, toma bastante más tiempo: unas dos semanas largas.
El grupo de indígenas borarí llegó hasta este territorio remoto, poblado desde hace siglos por los arapiun, hace relativamente poco tiempo. Huían de la pobreza desde Alter do Chao, tierra predominantemente borarí, en el Pará brasileño. Remontaron todo el río Arapiuns hasta su cabecera, y de ahí se adentraron en el pequeño río Maró, que es el que da nombre al territorio. El grupo es modesto, compuesto por unas 300 personas repartidas en tres aldeas: Novo Lugar, Cachoeira do Maró y Sao José. Pero el territorio es relativamente grande: abarca unas 42.000 hectáreas de bosque primario, es decir, selva amazónica intacta, en el sentido de que nunca fue derribada.
Para un observador inexperto, toda la selva parece igual, pero hay una diferencia fundamental entre esta selva virgen y la que ya ha sido explotada. En una primera fase de explotación maderera, se derriban los árboles que contienen las maderas tropicales más valiosas, que cotizan en los mercados internacionales.
En Brasil, el avance devastador de la deforestación ilegal parece imparable. Pero comunidades como la del Maró son las que oponen todavía resistencia, y su presencia ha sido una garantía de conservación.
La segunda consiste en explotar la madera restante; y una tercera y última, en la eliminación total de la vegetación, generalmente con fines de agricultura industrial o de ganadería extensiva. Aunque con el paso del tiempo la selva pudiera llegar a recuperar el espacio destruido, la biodiversidad original se habrá extinguido para siempre.
En Brasil, el avance devastador de la deforestación ilegal parece imparable. Pero comunidades como la del Maró son las que oponen todavía resistencia, y su presencia ha sido una garantía de conservación. Aun con dificultades y movilizaciones frente a la agresión. Pero la llegada de Jair Bolsonaro al poder en enero de este año está ya cambiando las cosas muy rápidamente.
Ante esta nueva realidad, hay que prepararse para enfrentarse a una amenaza aún mayor: aquellos que se sienten amparados por las palabras agresivas del Presidente contra los indígenas, y contra la Amazonia. Muchos de sus seguidores creen que por fin pueden hacer lo que les venga en gana, tomándose al pie de la letra el hecho de que Bolsonaro considere a los indígenas un “obstáculo para la agroindustria y el desarrollo”.
Bolsonaro fue elegido con un discurso racista, atacando a las minorías, a los negros y a los indígenas, diciendo de ellos que hay que “integrarlos” a un distópico Brasil uniforme y “productivo” que él imagina. Se acabó con la idea de preservar territorios indígenas, demarcar sus tierras y respetar sus derechos, más allá de que estén recogidos en la Constitución brasileña de 1988. En el paquete, Bolsonaro incluye también a ambientalistas y activistas de derechos humanos y civiles. En su famoso discurso electoral grabado en un pretendido vídeo casero, desde el patio trasero de su casa, dejó claras sus intenciones: “O se van fuera, o se van a la cárcel.”
Hasta qué punto ciertas personas se sienten amparadas por el discurso de Bolsonaro y actúan por su cuenta se puede constatar en el territorio indígena Maró. Pilotado por Dadá Borarí, el segundo cacique tributario de su tío abuelo, quien es el primer cacique del territorio, el vehículo improvisado recorre el camino que marca el perímetro del territorio indígena, una ruta llena de obstáculos y peligros que, sin embargo los vigilantes afrontan con entusiasmo y determinación.
Hace unos pocos años, desde que las incursiones de los madereros se hicieron más agresivas, y siguiendo una recomendación de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), organismo público encargado de los pueblos indígenas del Brasil, un grupo de hombres elegidos por las aldeas se han constituido en vigilantes del territorio, y recorren su perímetro regularmente, en rondas que suelen durar unos 10 días.
Estos hombres expertos, que conocen la selva desde pequeños, palmo a palmo, integraron hace poco a Ednei, un joven de etnia arapiun, perteneciente a Cachoeira do Maró, la aldea vecina a Novo Lugar, que también ha resultado elegido recientemente como coordinador del Consejo Indígena Tapajós-Arapiuns(Cita), representante legítimo de 45 aldeas de 13 pueblos indígenas diferentes, pertenecientes a los pueblos indígenas del Bajo Tapajós, del Río Arapiuns, del Río Maró y del Planalto Santareno.
Ednei, con 20 años recién cumplidos, es persona de pocas palabras, pero muestra una gran determinación. Tiene muy claro el rol que se le adjudica y está dispuesto a asumirlo con todo el arrojo de su juventud.
La incorporación de jóvenes al grupo de vigilantes es fundamental para la continuidad de su misión en el tiempo. Es esencial que adquieran el conocimiento y la experiencia necesarios para la labor de defensa de un territorio sometido a la presión de un entorno hostil y codicioso, que pretende extraer sus múltiples riquezas.
La presión, sobre todo, viene de los madereros que operan en la región y de algunos cazadores furtivos, que se acercan a robar madera o a dar caza a la rica diversidad de animales que forman parte del sustento de las aldeas. Estos últimos son, muchas veces, pobladores de tierras vecinas que vendieron sus bosques y que ahora, empobrecidos, no tienen otra opción que intentar procurarse alimento en la Tierra Indígena Maró, aún intacta.
Las rondas de vigilancia son prolongadas y las condiciones en la selva duras, pero las creencias de estos indígenas les proporcionan a la vez la sabiduría y la valentía necesarias para asegurar el éxito de sus expediciones. La Tierra Indígena Maró, cuenta Dadá, además de sustento, alberga lugares sagrados, fuentes de agua dulce (conocidas como igarapés) que alimentan al río Maró, hierbas y plantas medicinales y, sobre todo, es el lugar el que habita el espíritu de la curupira.
Quizás el concepto curupira podría traducirse como el espíritu protector de la selva, aunque evidentemente, para ellos, tiene un sentido mucho más profundo. Y enigmático. Como entidad sagrada, guardaría poderes mágicos que determinan lo que acaba ocurriendo a los que penetran en la selva.
La misión que se proponen estos indígenas es respetarla y protegerla y, de esta manera, respetarse y protegerse a sí mismos. Aprender a defender el territorio es uno de los retos importantes a los que se enfrenta el joven Ednei, que además está cursando el primer año de Ciencias del Clima en la universidad de Santarém, la metrópoli, a medio día de viaje en barco desde la aldea.
Dadá, junto a Ednei y el grupo de vigilantes de la TI Maró comandan un viaje de reconocimiento. En la ruta se ven restos de madera robada, 26 grandes y valiosos troncos ya numerados que una compañía no pudo acabar de retirar: es un triste cementerio de árboles derribados antes de que el territorio consiguiera avanzar en la demarcación como tierra indígena y verse protegido por ley.
Esa madera hoy abandonada, que lentamente se descompone para servir de nutriente a la misma tierra en que creció, es el testimonio trágico de una depredación real y bien cercana. El paso de un camión de gran tonelaje que carga troncos majestuosos y que atraviesa la pista limítrofe con el territorio, llevando su tesoro derribado probablemente a los mercados internacionales, recuerda que la amenaza no es virtual.
Los indígenas de Maró tienen gran interés en denunciar un descampado donde una antigua maderera abandonó maquinaria inservible y otros desechos de su actividad depredadora en el territorio.
Para ellos significa una herida, un rastro execrable que exigen borrar, y parece que su concepción sagrada del bosque le conceda al vertedero el carácter de una profanación.
Pero el conflicto adquiere una dimensión explícita cuando la disputa territorial se materializa en una propiedad inmobiliaria.
Este es el caso de una casa que en un tiempo perteneció a un maderero pero que, desde que el territorio empezó a ser demarcado y la construcción quedó incluida en el interior del territorio indígena, pertenecería por ley a Maró. Pero el antiguo propietario ha insistido en marcar su poder contratando a celadores para habitar la casa y enfrentarse a los indígenas, que aspiran a darle a esa propiedad un uso comunitario.
Desde que se reanudó el proceso de demarcación en 2016, la casa permanecía deshabitada. Pero recientemente aparecieron unas pintadas amenazadoras en una pared lateral: “Indio ladrón”, rezaba una. “Vete al infierno. Bonsonaro" [sic], rezaba otra. La apelación al Presidente había sido ya una premonición de lo peor, un mal augurio.
La sorpresa en esta ronda fue que la casa cerrada, vigilada desde dentro por dos perros. Cuando el grupo de vigilantes consiguió abrir la puerta atrancada y entrar finalmente en la vivienda, encontró comida fresca y signos evidentes de que la casa volvía a estar invadida. El presunto propietario había regresado a su política de enfrentamiento.
Ayudados por un equipo de jóvenes indígenas activistas que acompañaba la expedición, y liderados por Ednei, también miembro de ese colectivo, decidieron pintar en dos pancartas un mensaje muy claro: “Aquí es tierra indígena”. “MARÓ”, decía en letras mayúsculas, la segunda.
Tomaron su tiempo en pintar las telas. Se entretuvieron en adornarlas con grafismos indígenas, dejando patente su voluntad de reafirmar la propiedad sobre el territorio y todo lo que él contiene. Y hacerlo, además, con dignidad y orgullo. Ednei se esmeró personalmente hasta el último detalle, cuidando la combinación del rojo y el azul en las cenefas geométricas, signo de identidad indígena.
Justo en el instante en el que posaban para la foto, mostrando con satisfacción y orgullo las dos vistosas pancartas antes de colgarlas definitivamente, apareció por el camino una joven de aspecto muy humilde, cargando en su cabeza un macaco y acompañada de un cerdito, que parecía escapado de la granja de George Orwell.
Tras un momento de desconcierto general, Dadá se dirigió a ella, con una mezcla de autoridad y solemnidad que le da su condición de cacique. Dadá explicó que la acción reivindicativa no iba contra ella, sino contra quien la mandaba a ocupar la vivienda.
Le exigió que avisara al maderero de que quería hablar con él y que lo citaba el viernes siguiente, para contarle personalmente que carece de cualquier derecho sobre esta propiedad al encontrarse en tierra Maró, y que no piensan ceder a sus acciones de amedrentamiento.
Tras la conversación, la joven pudo entrar de nuevo, acompañada del macaco y del cerdito. Fijaron entonces las pancartas en la fachada de la casa. Al dar el último golpe al último clavo que las sostenía, Dadá lo hizo con la fiereza y la determinación de quien sabe que se enfrenta a una amenaza real, amparada ahora por ese Bon-sonaro al que apela el maderero como garantía de impunidad.
Esta comunidad de no más de 300 indígenas, que defiende su territorio ante el poder potencialmente avasallador de cualquier maderera o industria extractora que se vea suficientemente empoderada al amparo del bolsonarismo que tiene congelados los procesos de demarcación, representa la enorme vulnerabilidad de estos pedazos de selva virgen.
De regreso al campamento, de pie en la caja del vehículo, sosteniendo bajo una lluvia tropical intensa su carabina de caza, Ednei encarna una nueva generación de afirmación y resistencia que, habiendo asumido con orgullo los valores de sus padres y abuelos, se dispone a enfrentarse a los retos de un futuro amenazado por todas partes.
Herederos de una lucha de generaciones, aprenden a defender estos pequeños territorios de la enorme devastación de la selva. Y saben que su lucha contribuye también a la defensa de una causa más global, la preservación del pulmón y la biodiversidad del planeta, la lucha contra el cambio climático, aunque Trump, Bolsonaro y tantos otros ahora nieguen que eso realmente exista.
Esta nueva generación, educada ya en la autoafirmación, empieza a usar las herramientas del activismo para luchar por sus derechos. Está por ver si con la eficacia necesaria para resistir el envite que se viene encima. Desafiando la noche del bosque primario, bajo un cielo brillante de estrellas que no conocen la contaminación lumínica, el vehículo imposible devuelve al grupo a la aldea, justo a tiempo para embarcar en una vieja barcaza de vuelta a lugares más poblados.
Ednei y los suyos saben, junto a tantas otras comunidades indígenas brasileñas, como supervivientes que son de devastadores genocidios, que el mero hecho de existir es resistir. De gente como ellos dependen demasiadas cosas como para que el resto de la humanidad mire hacia otro lado.
Este artículo pertenece a la serie Rainforest Defenders, un proyecto de democraciaAbierta en colaboración con Engajamundo Brasil, con el apoyo del Rainforest Journalism Fund del Pulitzer Center. Fue originalmente publicado por El País aquí.