El martes pasado tuve la oportunidad de formar parte de una mesa de diálogo entre escritores y booktubers en la Feria del Libro del Palacio de Minería. Uno de los temas a discutir era, como de costumbre, la importancia de las redes sociales y cómo han modificado la experiencia tanto de escritores como de lectores. ¿Qué es lo mejor y qué es lo peor? Para ser de vanguardia, uno tiene que hablar de cómo internet ha sido una plataforma maravillosa para nuevos autores y, sobre todo, para tener contacto con los lectores. En mi caso esto es cierto, claro: como autora de la denominada “literatura juvenil”, el contacto con los chicos es crucial, pues me mantienen actualizada en cuestiones de intereses, lenguaje y preocupaciones. Es un trabajo más que hay que hacer, eso sí, y lleva tiempo. Cada tanto los lectores me preguntan por qué no tengo una cuenta en esta o aquella red social cuya existencia yo ignoraba, felizmente. Reenvían los correos electrónicos dos o tres veces si no han recibido respuesta al cabo de un par de días, publican emoticons desconsolados por twitter si su existencia no es reconocida de inmediato, y en presentaciones o encuentros hacen fila para reclamar: “Te mandé mi novela para que me dieras tu opinión y nunca me contestaste”.
De modo que los panelistas hablamos de las oportunidades que ofrecen estas nuevas tecnologías, aplaudimos la creación de una nueva red social dedicada exclusivamente a la literatura y éramos un septeto de emoticons sonrientes. Nadie habló de “lo peor”: muchos escritores éramos los “raros” en nuestra infancia y/o adolescencia: tímidos, retraídos, introvertidos y demás sinónimos. Yo escribía para tener mundos que habitar, ya que los mundos circundantes parecían expulsarme. Escribía, a veces, para no hablar, para no estar, para irme, y resulta que escribir hoy tiene que ver con estar más presente que nunca, con existir, no sólo en el mundo de carne y hueso que a veces confunde tanto, sino en el virtual, que avanza a velocidad vertiginosa, sin abandonar jamás las letras, que son el elíxir de la supervivencia. Hoy uno tiene que ser popular, tiene que relacionarse, contestar, en-red-arse y mantenerse a la vanguardia cuando, quizá, escribía para que no pasara el tiempo, para detener los torbellinos, cerrar puertas y construir murallas.
Cada vez que un lector me trae un libro para que lo firme, le agradezco haber leído. Antes, hasta ahí llegaba el intercambio: alguien escribe, alguien lee, punto. Era un intercambio simple y voluntario por ambos lados: yo quiero escribir, tú quieres leer. Punto. A+B. Se trataba de una especie de dictadura, como dijo Edgar Allan Poe: “Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad del escritor”. Hoy la cosa se complica: un columnista (por ejemplo) redacta un texto, una persona lo lee, esa persona comenta y espera que el columnista responda, porque si no, el columnista es un mamón que no devuelve el favor, que no está abierto a la crítica, que no reconoce la existencia del lector y que quizá, por estas razones ajenas a la calidad de su texto, no merece ser leído nunca más (A+B+C+D). Otra fórmula: un autor escribe una novela (A), una persona la lee (B), esa persona escribe a su vez una novela (A) y espera que el autor inicial la lea (B) y comente (C). El A+B se ha vuelto un círculo infinito y, a riesgo de persistir en la impopularidad que me persiguió siempre, me pregunto: ¿realmente le debemos algo a los lectores?
Dicen que, al escribir, el autor debe pensar en su “lector ideal”: un ente perfecto que entenderá su torcido sentido del humor, que no necesita explicaciones que le darían al texto un tono condescendiente, que conectará con el texto porque está en la misma órbita. En el momento en que este lector ideal se convierte en uno de carne y hueso al que se mira a la cara mientras se escribe (A), que tamborilea, impaciente y listo para comentar (C) (muchas veces sin haber leído (B)), el autor se ve confrontado con un espejo y es obligado a dejar de ser letras, para ser persona. Es obligado a habitar en tres mundos a la vez, para entrar en este diálogo que a veces es compañía, a veces elogio, a veces crítica y a veces destrucción sin sentido. ¿Es este diálogo provechoso o aleja al autor de lo que debería estar haciendo (escribi)r sin pensar en quién leerá, que es la única manera de mantener cierta pureza)? ¿Debe el autor substraerse de todas estas fórmulas, quedarse sólo en A, ignorar el mundo palpitante de alrededor?
Y ¿qué hay de la pureza del lector? Esta, quizá, implica relacionarse sólo con las letras, dejar de buscar al autor entre los párrafos, perseverar en la búsqueda por el “texto ideal”, que es el verdadero espejo, el Texto Ideal, que de alguna manera está escrito sólo para él por un ente perfecto más allá de todos los mundos, y que flota en el espacio como una cápsula perdida esperando, también, encontrarse, hacerse el amor, enredarse los tentáculos hasta que las palabras, que fueron el inicio de todo, dejen de ser lo importante (1+1=∞).
Infinito: lo que está en perpetuo movimiento, lo que avanza y se enreda en sí mismo, se termina y se vuelve a comenzar. Pero el infinito es el antónimo perfecto de la pureza, que es inmóvil, que es lo intocado, lo incambiable, lo endurecido. Resulta, en esta fórmula, que no se puede ser infinito y puro a la vez. Que para ser, que para Ser, hay que seguirse moviendo, hay que vivir en los tres mundos que hay hoy, y los seis que quizá habrá mañana, fragmentándose y mezclándose, autor y lector y texto, hasta que de pureza no quede ni el sueño.
Y en fin: ¿quién quiere ser puro hoy en día? Así que dígame, lector, ideal, imperfecto, espejo y muralla: ¿Usted qué opina?