Sandra Lorenzano
27/01/2019 - 12:03 am
¿Qué queremos que nos cuenten?
El mar al fondo, la familia en primer plano, los abrazos, las manos entrelazadas.
El mar al fondo, la familia en primer plano, los abrazos, las manos entrelazadas. “Todas las familias felices se parecen”, escribió Tolstoi al comienzo de Ana Karenina. Aunque no hay familias felices, agregaría el psicoanálisis, solemos construir toda nuestra vida en torno a esta quimera.
Pasé las vacaciones de diciembre de la mejor manera: con las personas que amo, y con tiempo para leer, caminar e ir al cine. ¡Un festín! Entre las películas que vi está una de las nominadas, junto con “Roma”, al Oscar como mejor film en lengua extranjera. Se trata de “Un asunto de familia” (“Shoplifters”) de Hirokazu Kore-eda (Tokio, 1962) que ganó en 2018 la Palma de Oro en Cannes y el Premio Donostia en San Sebastián. En ella el director japonés busca profundizar en una pregunta que suele rondar sus obras (recordemos, por ejemplo, “De tal padre, tal hijo”, “Still walking” o “Nuestra hermana pequeña”): ¿qué es una familia?, ¿qué une a las personas?, ¿qué hay más allá de la sangre?
Tanto “Roma” como “Un asunto de familia” arman núcleos familiares en los cuales los lazos amorosos son tanto o más fuertes que los lazos sanguíneos.
En la primera, Cleo, la joven de origen mixteco que trabaja con/para la familia protagonista, creada por Alfonso Cuarón sobre el modelo de su propia familia, resulta una suerte de imán en torno al cual se reúnen los distintos miembros: fundamentalmente los cuatro niños y su madre. La escena del abrazo en la playa que ha sido elegida como imagen publicitaria de la película, pareciera fortalecer esta idea. Es Cleo quien logra salvar la unidad de ese grupo familiar –o por lo menos, de quienes deciden seguir perteneciendo a él; el padre queda fuera por propia decisión- como salva a Sofi, la niña que es arrastrada por las olas. Más allá de las reflexiones sobre las injusticias y violencias asociadas al trabajo doméstico en México desde hace siglos, y que lo mantienen como una suerte de vergonzosa herencia colonial, lo cierto es que los lazos afectivos que se crean pueden ser fuertes a la vez que sumamente complejos. El afecto no borra ni el clasismo ni el racismo que esas relaciones implican. ¿Qué historia reciben quienes han visto “Roma”? Me sigue sorprendiendo la respuesta de mucha gente que casi toma como ofensa cualquier desacuerdo con la película. “Es que así es”, me contestan. “Yo sigo adorando a mi nana”. O respuestas por el estilo que no implican ningún tipo de cuestionamiento. Sabemos que la memoria es un territorio casi intocable: ver la ciudad en la que uno vivió en la infancia, recordar las calles, los rituales, la cotidianeidad, siempre emociona. Ésa es una de las razones del éxito de la película. Historias parecidas las vivimos “todos”. Un todos que incumbe a sectores con el privilegio de tener una nana, claro.
¿Qué ven en “Roma” las trabajadoras del hogar? La primera película del cine mexicano que muestra el mundo triste y sórdido en que ellas suelen vivir. Como lo escribió Marcelina Bautista, fundadora de la primera organización sindical en su tipo, el Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar,
“De alguna forma soy Cleo. Pasé 22 años de mi vida cuidando niños de otra familia, en algunas ocasiones las familias fueron amables conmigo y en otras no. Lo que nunca cambió fue mi falta de derechos, en ningún lugar se me trató como una trabajadora, ni se me otorgaron los derechos que cualquier otro trabajador por ley debe tener. ‘Roma’ nos permite volver a hablar de estos temas. (…) me hizo llorar por su belleza, por su profundidad, porque vuelve a poner este tema en la mesa, pero también porque me mostró que en casi 40 años en México nada ha cambiado para nosotras.”[1]
Se calcula que hay casi 2.4 millones de mujeres en nuestro país que realizan trabajo doméstico remunerado; el 4.21% de la población económicamente activa. “Tenemos una deuda histórica con ellas”, ha dicho Cuarón. “Me conmueve que estén tomando ‘Roma’ como plataforma.”
La película permite la lectura nostálgica o la lectura crítica. ¿Cuántos logran hacer ambas lecturas? Más allá de su belleza visual –subrayada por el uso del blanco y negro- , de la excepcional actuación de Yalitza Aparicio, de la trascendencia de que sea una indígena por primera vez la protagonista de una película mexicana, ¡y la primera en ser nominada a los Oscares! (¡cuando lo gane iremos al Ángel a celebrar!), pienso que son estos distintos niveles de lectura lo que la convierten en una obra que vale la pena. ¿Pueden nuestros nostálgicos amigos ver las injusticias que muestra la película? Alguna vez platicando en la radio con el queridísimo Mardonio Carballo, me dijo: “Soy el primer indígena que tiene un programa de televisión. Eso no habla bien de mí, habla mal de nuestro país”.
Vuelvo a Tolstoi y a su frase que es ya lugar común: “Todas las familias felices…”. ¿Pero forman las seis personas que se abrazan en la playa –la madre, los cuatro hijos y Cleo- una familia? Quizás sí desde la perspectiva de los niños, y sobre todo del niño que fue Alfonso Cuarón; pero ¿y desde la perspectiva de Cleo?
También la película de Hirokazu Kore-eda se publicita con una imagen de la familia protagonista a la orilla del mar. En este caso es una fotografía a color que muestra a dos adultos, una adolescente y dos niños, todos tomados de la mano, vistos de espaldas y brincando. Una hermosa imagen de la felicidad. Extraña familia la que forman: viven junto a una abuela en un casa muy pequeña y precaria; el padre y los niños realizan pequeños robos en negocios para poder comer, la madre trabaja en una fábrica, y la adolescente en una especie de sex-shop en el que se muestra, pero sin mantener relaciones con los clientes, la abuela recibe una pensión que no pueden darse el lujo de perder. La niña es encontrada en la calle y deciden quedársela, el niño no es hijo biológico de la pareja; los vínculos entre todos no están demasiado claros, pero no les contaré más para que puedan verla y disfrutarla.
“Me interesa sobre todo la idea de cómo es posible construir una unión paterno o maternoflial sin la necesidad de que exista un vínculo sanguíneo”, ha dicho el director.
La marginalidad en la que viven no impide que la relación que entablan los personajes sea de enorme dulzura y cuidado. Se trata de una película muy bella y sumamente delicada, incluso en su crítica feroz al funcionamiento de las instituciones y políticas sociales en el Japón contemporáneo.
En los mismo días en que vi “Un asunto de familia” estaba leyendo la novela más reciente de Emiliano Monge. Sin duda, uno de los mejores escritores mexicanos actuales. Cada uno de sus libros ha sorprendido a los lectores y a la crítica, por su rigor, compromiso, y su maravillosa pluma, pero creo que no me equivoco si digo que es No contar todo, publicada en 2018, la que mayor éxito de público ha alcanzado. Nuevamente estamos ante una historia familiar, como en el caso de las películas comentadas. En este caso, Emiliano es también personaje, junto con su padre y su abuelo. A partir de estos relatos, la novela explora las violencias de nuestra sociedad. Con la agudeza que lo caracteriza, el escritor ha dicho:
“Las violencias se originan, en primer lugar, en la mirada familiar, que las reduce, potencia, elimina o descompone. (…) Buena parte de lo que sucede en México se entiende en reversa, llegando a esta descomposición de la familia, a este machismo enquistado, arraigado en las personas. Las violencias de la intimidad prefiguran las de un territorio.”
La historia que cuenta Monge, con la agudeza y el sarcasmo que lo caracterizan, parte de la falsa muerte de su abuelo, y explora las huidas y abandonos que han marcado a su familia, incluido él mismo.
Dejo para otro momento un comentario mayor sobre No contar todo, un libro que está ya entre mis novelas de cabecera, porque lo que quisiera ahora es compartir con ustedes algunas preguntas que me rondan desde hace tiempo, y que han reaparecido a partir de los ejemplos que les he contado. Me refiero en primer término a esta pasión por las obras con tintes autobiográficos –reales o ficticios-, como “Roma” o No contar todo; pasión por las pequeñas historias familiares, que recuperan el mundo de los afectos, y desde ahí piensan el mundo.
El auge de la llamada “autoficción” pareciera tener a las obras de Karl Ove Knausgard a la cabeza, pero a ellas podríamos sumar las de decenas y decenas de autores; entre los más cercanos pienso en Margo Glantz, pionera en estas lides de la primera persona, en Guadalupe Nettel, en Myriam Moscona, por lo que a México se refiere; en Patricio Pron y en Marta Dillon entre los argentinos; en el colombiano Héctor Abad Faciolince, por mencionar sólo a algunos. Recuerdo un artículo de Cristina Rivera Garza en el que contaba que se dio cuenta de que sus estudiantes de escritura creativa estaban leyendo a Knausgard porque reclamaban libros que fueran a la vez un reto intelectual y un refugio afectivo. Ambas cosas como complementarias, no como contrapuestas. “Nos hace volver a las emociones, hablar de lo que sentimos, sin avergonzarnos”, decían.
Y ésas son las historias que hoy queremos que nos cuenten, las que nos permiten vernos en ellas, nos conmueven, nos llevan de regreso al mundo de los afectos. No como celebración de los brillos autocomplacientes de las redes sociales y su canto al yo, sino como posibilidad de encontrar –al mirar a los ojos al otro, a la otra, al otre- una forma de volver a nosotros mismos y a la vez de salir al mundo.
Quizás con esa vuelta a la intimidad, aun cuando pueda ser melancólica o dolorosa, estemos reivindicando una afectividad que desde una ética solidaria, desafíe al individualismo con el que las voces de las sirenas neoliberales quieren seducirnos.
Frente a ellas, me quedo con el retrato de las familias –con o sin lazos de sangre- a la orilla del mar, abrazadas o tomadas de las manos, a pesar de saber que Tolstoi no tenía razón, y que la felicidad es sólo la quimera que perseguimos toda la vida.
[1] Marcelina Bautista Bautista, “Roma’ nos une”, en El Universal, 5 de diciembre de 2018.
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