COLUMNISTA INVITADA | “Manos (el dibujo de la vejez)”, de Sandra Lorenzano

27/01/2018 - 12:04 am

La semana pasada le pedimos a varios escritores que eligieran libros sobre la vejez y entre ellos estuvo Sandra Lorenzano, la novelista y docente que en su próximo libro Herencia (Vaso Roto). Este es un adelanto de ese material impresionante y que habla de las manos, el dibujo de la vejez.

Ciudad de México, 27 de enero (SinEmbargo).-

1.

Cada vez que pone las manos sobre el teclado de la computadora se descubre una nueva herida. Son pequeñas, algunas casi imperceptibles. De pronto se da cuenta que tiene una gota de sangre seca en el borde de las uñas. Como si durante la noche se hubiera estado arrancando los pellejos. ¿Hace eso por las noches? ¿En sueños? ¿Será una sonámbula obsesionada con las manos?

Le preocupa ese ir arrancándose la piel de a poco, sin conciencia de hacerlo, y descubrir las marcas al día siguiente al apoyar las manos sobre el teclado. Tiene la certeza de que esas heridas contaminarán de alguna manera lo que escriba. Ha llegado a pensar incluso en ponerse guantes para escribir. ¿Guantes de cirujano para no perder la sensibilidad en la yema de los dedos? Un bisturí cada palabra. Y la gota de sangre. Seca.

2.

Antes de tus ojos suave hermana, las moscas se resecaban sobre la tierra. Eso es lo que dicen los cubos con los que juega a hacer poesía. “Haikubes”, se llaman. No le interesa hacer versos de cinco y siete sílabas, sino dejar que las palabras fluyan confiando en el azar y en el misterio de las imágenes. ¿”Suave hermana”? Le molesta un poco el adjetivo. Sacude cuatro dados a ver si el nuevo resultado es mejor: tortura, superficie, clamor, agua. (…) Tampoco. Se queda con la suave hermana. Combinar “reseca” con “agua” es demasiado obvio. “Tortura” es una palabra que no le gusta. Leyó alguna vez los testimonios del Nunca más. Ayer alguien le contaba que también a los migrantes centroamericanos les arrancan las uñas. Uno de ellos – apenas un adolescente – no se atreve a salir del albergue. Lleva meses encerrado ahí. Llora en las noches. Cuando duerme. Grita. Empezó muy chico a ganarse unos pesos asesinando en su país a quien le señalaran. Dice que cuando cierra los ojos se le aparecen los rostros de esos muertos. Quiso llegar a Estados Unidos para reencontrarse con su hermano mayor. Lo detuvieron en la frontera. En la del sur. Lo torturaron. Y ahora grita por las noches.

Ella se mira los dedos y las pequeñas gotas de sangre. Otra herida en la muñeca izquierda. La tiene desde hace varias semanas. Le había parecido que ya estaba cicatrizando. Pero hoy vuelve a ser de un rojo encendido. ¿Se quitará la costra en sueños?

3.

Se extasía mirando las manos ilustradas que ha fotografiado Shirin Neshat. Historias infinitas narradas en las palmas de alguien frente a una pistola. Caligrafía exacta. Imagina un pincel que, mojado en henna, dibuja los sueños amenazados por no sabemos qué afán de borrar a los tejedores de historias. Podrían ser también imágenes esbozadas con sutiles puntadas sobre la piel. Un camino de sangre apenas insinuado llevaría al origen del relato. Ritual de mujeres que sella así las complicidades de la memoria. Caricia, golpe, cuna, cuenco.

4.

Hoy despertó con una nueva herida. En la muñeca derecha. ¿Contra qué se golpea cuando duerme? Sus manos parecen independizarse del resto del cuerpo. Recuerda la historia de un soldado cuyas manos ignoraban lo que hacía la compañera. Como si pertenecieran a dos personas diferentes. Una llevaba la comida a la boca. La otra se la arrebataba. La herida de la muñeca derecha es más profunda que las demás. La izquierda la acaricia sorprendida. Las apoya sobre el teclado: el haikú tendría que hablar de algo diferente. Ni tortura ni tierra reseca, hermana. El azar le regala “nunca”, “lugares”, “inventar”. Ella sólo percibe una imposibilidad, pero no se atreve a descartar ninguna de las palabras. Acomoda los tres dados junto a la computadora. Intenta ignorarlos. Como si no hubieran llegado ahí convocados por ella misma. Como si el juego aún no hubiera comenzado. Siete sílabas. Cinco. Siete.

los lugares del nunca

del caracol

inventan serpentinas

Guarda los dados. Podría dibujar esa imagen sobre las palmas de las manos que alguien le ofreciera. Con un delicado pincel mojado en henna. O con suaves puntadas que apenas atravesaran capas de piel transparente. Un caracol avanzando despacio entre los dedos.

5.

La persigue la imagen perturbadora de un bebé con las manos cubiertas. Alguien le ha contado que les ponen medias para que no puedan chuparse los dedos. ¿O lo ha leído? Tal vez ella dejaría así de lastimarse. Imagina las pequeñas gotas de sangre sobre la media que no podría ser sino blanca.

6.

También le han aparecido algunas manchas. Pecas, dicen. Por la edad. Le da vergüenza sentirse más joven que sus manos. Le da vergüenza recordar el horror que le provocaban las manos de las tías viejas de su madre. Llegaban cada tanto: altas, gritonas, y ella les miraba las manos pecosas. Eran los puntos a unir para dibujar la vejez. Como los puntos que unía en la revista infantil que el repartidor les dejaba cada sábado. La vejez llegaba con gritos y manchas. Con olores en los cubos oscuros de los edificios. Prefiere arrancarse las costras. Dibujar otro mapa posible con el bisturí del insomnio.

“Manos” es un fragmento del libro Herencia de próxima publicación en Vaso Roto Ediciones.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas