LECTURAS | “Alias Grace”: más allá de la serie, de Margaret Atwood

27/01/2018 - 12:04 am

Grace Marks. ¿Un demonio femenino? ¿Femme Fatale? ¿O una víctima débil y dispuesta? Alrededor de la historia real de una de las mujeres más enigmáticas y notorias de la década de 1840, Margaret Atwood ha creado una historia extraordinariamente potente de sexualidad, crueldad y misterio.

Ciudad de México, 27 de enero (SinEmbargo).-Primero fue El cuento de la criada, protagonizado por Elizabeth Moss para HBO y ahora es Alias Grace, especial para Netflix, en donde Margaret Atwood cumple funciones como productora e incluso aparece como cameo en una misa, diciendo una frasecita.

En Alias Grace, cuyo libro ahora está en español por Océano (y del cual ofrecemos el primer capítulo), la novelista nos invita a compartir la vida íntima de una de las figuras femeninas más populares del siglo XIX en Canadá.

EL BORDE DENTADO

En el momento de mi visita sólo había cuarenta mujeres en el penal. Eso dice mucho en favor de la formación moral del sexo más débil. El principal objetivo de mi visita al departamento era ver a la célebre asesina Grace Marks, de la que no sólo había oído hablar en los periódicos, sino también por boca del caballero que la defendió en su juicio y cuyo hábil alegato la salvó de la horca en la que su desventurado cómplice terminó su carrera delictiva.

Susanna Moodie, Life in the Clearings, 1853

Ven a ver las verdaderas flores de este doloroso mundo.

Basho

En la grava crecen peonías. Brotan entre los sueltos guijarros grises, sus capullos otean el aire como si fueran ojos de caracoles, y después se hinchan y se abren hasta convertirse en unas flores grandes de color rojo oscuro, tan brillantes y relucientes como el raso. Finalmente estallan y caen al suelo.

En el instante que precede a su desintegración son como las peonías del jardín delantero de la casa del señor Kinnear, sólo que aquéllas eran de color blanco. Nancy las estaba cortando. Lucía un vestido de tono pálido, con un dibujo de capullos rosados y falda de triple volante, se cubría la cabeza con una cofia de paja que le ocultaba el rostro. Llevaba una cesta plana para poner las flores y se inclinaba desde las caderas como una señora, manteniendo el talle erguido. Al oírnos, se volvió a mirarnos y se llevó la mano a la garganta como si se hubiera sobresaltado.

Agacho la cabeza mientras camino siguiendo el ritmo de mis compañeras que, con la vista fija en el suelo, recorren en silencio, de dos en dos, el perímetro del patio dentro del cuadrado que forman los altos muros de piedra. Cruzo las manos delante; las tengo agrietadas y con los nudillos enrojecidos. No recuerdo ni una sola vez en mi vida en que no las haya tenido así. Las punteras de mis zapatos asoman y se esconden por debajo del dobladillo de la falda, azul y blanco, azul y blanco, mientras las suelas hacen crujir la tierra del sendero. Esos zapatos se me ajustan mejor que ningún otro par que haya tenido.

Estamos en el año 1851. En mi próximo aniversario cumpliré veinticuatro años. Llevo encerrada aquí desde los dieciséis. Soy una reclusa modélica y no causo problemas. Eso es lo que dice la esposa del alcaide, yo misma lo he oído. Escuchar sin que lo adviertan se me da muy bien. Si me comporto y no rechisto puede que al final me dejen salir, pero no es fácil portarse bien y no rechistar, es como quedarse agarrada al borde de un puente después de caer al vacío; parece que no te mueves, que simplemente estás allí colgada, pero tienes que emplear toda tu fuerza.

Contemplo las peonías con el rabillo del ojo. Sé que no tendría que haber ninguna; estamos en abril y las peonías no florecen en abril. Ahora hay tres más que han brotado en el camino justo delante de mí. Alargo furtivamente la mano para tocar una de ellas. Es seca al tacto y me doy cuenta de que está hecha de tela.

Después veo allí delante a Nancy, de rodillas, con el cabello alborotado y la sangre bajándole hacia los ojos. Lleva alrededor del cuello un pañuelo de algodón estampado con flores azules, arañuelas las llaman; es mío. Levanta el rostro; extiende las manos hacia mí implorando compasión; en los lóbulos de las orejas luce los aretes de oro que yo le envidiaba, pero que ahora ya no le envidio. Nancy se los puede quedar, pues esta vez todo será distinto, esta vez yo correré en su auxilio, la levantaré del suelo y le secaré la sangre con mi falda, rasgaré mi enagua para hacer una venda y nada de todo eso habrá ocurrido. El señor Kinnear regresará a casa por la tarde; lo veremos acercarse cabalgando por la avenida de la entrada; McDermott se hará cargo de su caballo, él entrará en el salón y yo le prepararé el café y Nancy se lo servirá en una bandeja tal como a ella le gusta servirlo y él dirá: qué café tan bueno, y por la noche saldrán las luciérnagas en el huerto y sonará música a la luz de la lámpara. Jamie Walsh. El chico de la flauta.

Ya casi he llegado junto a Nancy, al lugar donde está arrodillada. Pero no cambio el paso, no echo a correr, sigo caminando en fila de a dos; después Nancy sonríe pero sólo con la boca; sus ojos están cubiertos de sangre y cabello. Acto seguido se desparrama en manchas de color, como un montón de rojos pétalos de tela sobre la grava.

Me cubro los ojos con las manos porque ha oscurecido de repente y un hombre permanece ahí de pie con una vela, bloqueando los peldaños que conducen arriba; los muros del sótano me rodean y sé que jamás saldré de aquí.

Eso es lo que le conté al doctor Jordan cuando llegamos a esta parte de la historia.

«Alias Grace», la voz de Margaret Atwood, ese grito femenino

II EL CAMINO PEDREGOSO

El martes sobre las doce y diez, en la Cárcel Nueva de esta ciudad, James McDermott, el asesino del señor Kinnear, sufrió la máxima pena prevista por la ley. Hubo una gran concurrencia de hombres, mujeres y niños que esperaban con ansia la ocasión de presenciar los últimos estertores de un congénere pecador. No podemos adivinar qué suerte de sentimientos se apoderaron de las mujeres que acudieron en tropel, de lejos y de cerca, a través del barro y la lluvia, para presenciar el horrendo espectáculo. Nos atrevemos a decir que no fueron unos sentimientos muy delicados o refinados. El desventurado criminal hizo gala en aquel terrible instante de la misma frialdad y arrogancia que había caracterizado su conducta desde su detención.

Toronto Mirror, 23 de noviembre de 1843

Delito-Castigo

Hablar y reír: 6 azotes; látigo de nueve colas

Hablar en el lavadero: 6 azotes; látigo de cuero sin curtir

Amenazar con machacar el cerebro de un recluso: 24 azotes; látigo de nueve colas

Hablar con los carceleros sobre asuntos no relacionados con su trabajo: 6 azotes; látigo de nueve colas

Quejarse de las raciones al ser requerido por los guardias a sentarse: 6 azotes; látigo de cuero sin curtir y régimen a pan y agua

Mirar alrededor con aire distraído en la mesa del desayuno: Pan y agua

Abandonar el trabajo e ir al retrete estando allí otros reclusos: 36 horas en la celda de castigo a pan y agua

Libro de castigos, Penal de Kingston, 1843

Los asesinatos del señor Thomas Kinnear y de su ama de llaves Nancy Montgomery en Richmond Hill y los juicios de Grace Marks y James McDermott y el ahorcamiento de James McDermott en la Cárcel Nueva de Toronto el 21 de noviembre de 1843

Grace Marks era criada,

dieciséis años tenía,

con McDermott, mozo de cuadra,

a Thomas Kinnear servía.

Thomas Kinnear era un caballero,

llevaba una vida muy desahogada,

y mucho quería a su ama de llaves.

Nancy Montgomery se llamaba.

Oh, Nancy, no desesperes,

a Toronto he de ir,

saco dinero del banco

y vuelvo enseguida a ti.

Nancy no es de noble cuna,

no es princesa ni es reina,

pero viste de raso y seda

lo mismo que si lo fuera.

Nancy no es de noble cuna,

pero como esclava me trata,

tantas tareas me impone

que he de morir agotada.

Grace amaba al señor Kinnear,

McDermott prendado estaba de ella.

Los amores que aquí se cuentan,

los llevaron a la tragedia.

Quiéreme a mí, amada Grace.

Ay, no, que no puede ser,

a menos que mates por mí

a Nancy Montgomery.

El mozo con una gran hacha

a Nancy la bella golpeó.

Abrió la puerta del sótano

y hacia abajo la arrojó.

No me mates, McDermott,

no me mates, por Dios.

No me mates, Grace Marks,

mis tres vestidos te doy.

Que no es sólo por mí,

ni por el hijo que llevo,

es por mi amor, Thomas Kinnear,

que el sol quiero ver de nuevo.

Del cabello la agarró McDermott,

Grace Marks de la cabeza.

Juntos la estrangularon,

juntos pudieron con ella.

¿Qué he hecho? ¡Ay de mí!

¡Perdida mi alma, voy a morir!

Si la vida queremos salvar,

a Thomas Kinnear debemos matar.

¡Ay, no, te lo ruego!

¡Ay, no me causes ese dolor!

Yo te lo niego.

Recuerda, me hiciste promesas de amor.

McDermott, en la cocina

al señor Kinnear aguardaba.

Allí le atravesó el corazón

con un solo tiro de bala.

Resonó la voz del buhonero:

vendo un vestido de lino irlandés.

Mejor no te acerques,

que ya tengo tres.

A su hora llegó,

el carnicero a la casa.

Mejor no te acerques,

que carne hay demasiada.

Le robaron a Kinnear la plata,

el oro también le quitaron,

le robaron el carro y el caballo,

y a Toronto con ellos se marcharon.

Era ya noche cerrada,

cuando su rumbo cambiaron,

y camino de los Estados Unidos,

en barco el lago cruzaron.

De la mano de McDermott

y con una audacia ejemplar,

Grace en el hotel de Lewiston

Mary Whitney se hizo llamar.

En el sótano los cadáveres hallaron,

el de ella con la cara renegrida,

bajo una gran cuba acostado,

el de él, tendido boca arriba.

El alguacil Kingsmill

salió en su busca,

y en otro barco zarpó,

cruzó veloz el gran lago,

y en Lewiston se plantó.

Llevaban seis horas durmiendo,

tal vez seis horas o más,

cuando llegó el alguacil,

y a su puerta fue a llamar.

¿Quién es?, preguntó Grace,

¿qué queréis de mí?

Mataste al buen Thomas Kinnear

y a Nancy Montgomery.

Grace Marks ante el juez,

todos los cargos negó.

No vi que la estrangulara,

ni que a su amigo derribara.

Él a todo me obligó.

Y dijo que si lo denunciaba,

con su fiel escopeta de caza,

sin dudarlo me mataba.

Dijo McDermott al juez:

solo no actué yo,

todo fue por Grace Marks,

pues ella me lo pidió.

Jamie Walsh testificó

y toda la verdad juró decir.

El vestido de Nancy

lleva hoy Grace,

¡hasta su cofia se atreve a lucir!

En lo alto del patíbulo,

a McDermott ahorcaron.

Y en una oscura prisión,

a Grace encerraron.

Horas estuvo el mozo colgado,

hasta que bajaron su cuerpo

y se lo llevaron.

Y en una sala de la facultad,

en muchos pedazos lo cortaron.

De la tumba de Nancy

nació un rosal,

de la de Thomas Kinnear,

una enredadera.

Altos y recios ambos crecieron,

y entrelazados permanecieron.

Grace Marks por sus pecados

a cárcel fue condenada.

Su vida habrá de pasar,

en Kingston encerrada.

Y si algún día Grace se arrepiente

y expía sus pecados con dolor,

en la hora de su muerte

verá en su trono al Redentor.

Lo contemplará en su trono

y sus males se disiparán.

Él lavará la sangre de sus manos,

que blancas y puras se tornarán.

Blanca como la nieve,

ya liberada y camino del cielo,

en el Paraíso,

Grace al fin hallará su consuelo.

La autora firmando libros. Foto: efe

Margaret Atwood, (Ottawa, Canadá, 1939) es autora de más de treinta y cinco obras de ficción, poesía y ensayo con las que ha obtenido un enorme reconocimiento internacional. El cuento de la criada, Ojo de gato, Alias Grace y Oryx y Crake fueron finalistas del Premio Booker, que ganó con su décima novela, El asesino ciego. Otros premios incluyen el Governor General’s Award, el Premio Montale en Italia, el Premio Giller en Canadá, y el National Arts Club Literary Award en Estados Unidos. También escribió Penélope y las doce criadas.

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