Quizás todo se resuma a una frase del presbítero Adrián Alejandrez: “Culpa: porque nosotros, todos, coqueteamos, solapamos, permitimos y callamos lo que estaba pasando desde hace tiempo. Muchos de los que ahora son delincuentes consumados, también son cristianos que se bautizaron, confesaron y educaron en la fe; pasaron por las escuelas de aquí y eran niños y jóvenes que hacían travesuras; eran y son nuestros amigos y vecinos. Y luego, sin saber muy bien en qué momento, se arrojaron en contra de sus hermanos para matarlos, robarlos, golpearlos y descuartizarlos”. Terrible mea culpa que hace aún más dramática la espera de la paz en Tierra Caliente…
Apatzingán, 27 de enero (SinEmbargo).– En la orilla del camino que conduce a Parácuaro, Michoacán, el camión incendiado que está en la foto que le dio la vuelta al mundo desapareció. Solo quedan sus cenizas y algunos fierros retorcidos que los dueños de algunos “yonkes” se aprestan a aprovechar.
En Tierra Caliente, la gente retira hoy los escombros de lo que va dejando esta caótica guerra en donde impera la incertidumbre, la desconfianza y el dolor.
Faltan menos de 30 días para que se cumpla un mes del levantamiento de las autodefensas en estas tierras (24 de febrero de 2014) y sin embargo da la impresión de que este episodio apenas comienza.
“Nada ha cambiado”, dicen los lugareños. Acaso una leve –y a veces parpadeante– sensación de esperanza que se asoma entre la presencia de uniformados, carros militares y gente extraña que desde hace algunas semanas invadió la llamada zona de conflicto, desde Apatzingán hasta Coalcomán, pasando por Chinicuila y Tepalcatepec.
En su mayoría son periodistas de casi todo el mundo, policías federales, marinos, militares, infiltrados, visitadores de Derechos Humanos, políticos oportunistas, estudiantes, curiosos y hasta documentalistas perdidos que les toco la suerte de encontrarse en estas tierras, justo cuando el conflicto ha alcanzado sus notas más altas.
Lo cierto es que a la gente de esta región no le cambia la cara de espanto y el sentimiento de miedo que desde hace varios años los acompaña como el intenso calor.
El joven presbítero Adrián Alejandrez resume así, el tiempo que corre:
“Ahora nos revolvemos en un sentimiento de culpa y esperanza por todo lo que pasa. Culpa: porque nosotros, todos, coqueteamos, solapamos, permitimos y callamos lo que estaba pasando desde hace tiempo. Muchos de los que ahora son delincuentes consumados, también son cristianos que se bautizaron, confesaron y educaron en la fe; pasaron por las escuelas de aquí y eran niños y jóvenes que hacían travesuras; eran y son nuestros amigos y vecinos. Y luego, sin saber muy bien en que momento, se arrojaron en contra de sus hermanos para matarlos, robarlos, golpearlos y descuartizarlos”.
Sus palabras suenan con eco y caen como lanzas en el interior de su oficina en la parte posterior de la Catedral de la Inmaculada en donde recibe a SinEmbargo y a los reporteros del periódico español El País.
Hoy tiene junta con un grupo católico llamado Pastoral del Consuelo que desde septiembre del año pasado se ha dedicado a visitar a las víctimas de la guerra, que ha cobrado un número del que nadie lleva el registro de personas que todos los días, desaparecen, son asesinadas, colgadas, acribilladas o violadas.
El padre Alejandrez cuenta cómo los que ahora son narcotraficantes consumados ayudaron en más de una ocasión con dinero sucio y ensangrentado a que se hiciera la fiesta patronal del pueblo, a que se edificara una capillita, a que se inaugurara una calle, se metiera drenaje y tantas otras obras y acciones que no pueden dejar fuera de culpa al pueblo, que en su momento los aplaudió, les agradeció, los vitoreo y hasta los postuló como candidatos y gobernantes.
Pronto sus benefactores, dice, fueron sus opresores y verdugos y a la gente se le borró la sonrisa de la cara y la palidez que les provoca el sol agobiante que en verano quema hasta con 50 grados, se convirtió en una blancura de muerto, de ojos desencajados, que solo es posible cuando se está “enfermo de espanto”, dicen aquí.
“Ya no es posible confiar en nadie. Ni en el vecino, ni en el familiar”. Se acabaron de golpe las tardes de remanso en el pórtico de las casas de cemento o adobe, tomando una cerveza y jugando al cubilete los señores y tejiendo o contando chisme las señoras.
Es casi suicida salir a la plaza principal y sentarse en la tarde que empieza a refrescar en una banca para ver pasar a las muchachas de buen cuerpo que abundan por aquí, o platicar a la sombra de un huizache.
También se acabaron las ganas de ir el fin de semana al baile de jaripeo donde la Banda Limón, Pancho Barraza, o la Banda Cuisillos tocan hasta el amanecer. “Ya nadie quiere ir a los toros el domingo, donde se veía frecuentemente al vecino, al amigo, o representaba la oportunidad de hacer apuestas y echar trago para olvidar lo jodido”.
Hoy, cuenta Don Erasmo, un viejo campesino, “salir al baile, cosa rara. Es casi sinónimo de muerte y como en la ruleta rusa, no se sabe a quién le tocará”. Por eso las madres encierran a la fuerza a sus hijas adolescentes, que se mueren por desahogar su vida y han visto cerradas todas las posibilidades.
Las bodas y los bautizos se celebran ahora muy temprano y la fiesta se acaba antes del atardecer y cada vez son más íntimas y menos jocosas, para no llamar la atención.
Atrás quedó el tiempo en el que se invitaba a todo el pueblo y la fiesta se prolongaba hasta por ocho días. Las balaceras a plena luz han obligado a la gente no solo ha cerrar negocios, sino también a atrincherarse y sofocarse en sus casas, sin aire acondicionado y con la televisión encendida.
Lo único que está lleno ahora son las horas de misa y los templos.
Hoy la gente se ha refugiado también en la religión, asegura el presbítero Alejandrez, quien dice con amargura que el incremento de la violencia “para lo único que ha servido es para abarrotar las iglesias”.
Pero a la vez, considera, es un peligro, porque ha dado pie a que surjan “sectas” como la llamada “Nueva Vida” que tiene sede en Apatzingán y que sus “pastores” son los mismísimos líderes de Los Caballeros Templarios.
“La gente en su desesperación ha buscado refugio en donde puede y hemos sabido que unas veces por voluntad, pero otras veces también obligados van a templos donde “los pastores”, dicen que tienen que adorar a San Nazario, un nuevo santo, por ejemplo, y luego los llenan de alcohol, droga y adoctrinamiento de violencia”.
El grupo Pastoral de Consuelo en menos de cuatro meses ha comenzado a recoger cientos de historias de horror y de dolor que se dan en la región de Apatzingán, donde las autodefensas aseguran que está el cuartel general de Los Caballeros Templarios.
Irene, una de las integrantes de este grupo es una mujer madura, erguida a pesar de los años y con una voz pausada. Ella cuenta como ha tenido que escuchar con horror y paciencia, el relato de decenas de mujeres viudas que han recibido el cuerpo de su hijo o su marido en una bolsa de plástico hecho cachitos.
“Esto no es vida. Las vemos hundirse en la miseria, no sólo material, sino espiritual cuando les arrebatan de la noche a la mañana a sus hijos, a sus hermanos, a sus maridos. Dígame usted, ¿qué va a hacer una mujer sola que de la noche a la mañana se ha quedado a la deriva? Por mucho que les regresen las huertas o tierras de su familia, ellas no las podrán trabajar”.
LA REGIDORA Y EL LIMONERO
Pero la madre de Gregorio B. sabe en primera persona qué es vivir con el terror entre la ropa.
A ella le secuestraron a uno de su hijos el mismo día (4 de diciembre de 2013) que levantaron en Apatzingán a la regidora perredista de Buenavista Tomatlán, María Mariscal Magaña, y extrañamente lo liberaron sin pedir nada a cambio, hace exactamente 15 días.
El muchacho, un joven cortador de limón, hijo de panadero, decidió un buen día que se iba a trabajar en las empacadoras para ganar como todos, un poco más de dinero, aprovechando que el precio de limón había subido y lo estaban pagando bien, a 75 pesos el costal.
“Hay quienes se hacen hasta 700 pesos en un solo día”, cuenta su hermano para justificar el repentino cambio de trabajo.
Más de mes y medio, Gregorio B. estuvo con los ojos vendados con un trapo sucio y maloliente, al que solo le abrían una rendija cuando iba al baño. Cuenta con cautela cómo en su cautiverio no era permitido hablar con otros de su condición, ni con los propios custodios, a quien admite, “bien podría reconocer por el tono de voz”.
Como si lo volviera a vivir, recuerda cómo cada día sus captores los sacaban de un lado para otro para que no durmiera ni un sólo día en el mismo lugar y cómo sus alimentos a veces solo consistían en una pieza de pollo, que se repartía entre tres personas o más, lo mismo que un vaso de agua.
El día que lo levantaron lo bajaron del camión que conducía y lo subieron a otro vehículo a punta de pistola y lo llevaron lejos –así lo sintió, dice– primero por carretera, luego por terracería y luego a pie.
Lo interrogaron por días para que confesará en donde se escondían los autodefensas en el monte, y para que denunciará a sus vecinos que habían decidido –según ellos– sumarse a estos grupos que, desde diciembre, ya estaban muy cerca de Apatzingán.
Primero lo golpearon y lo patearon en la cabeza, la cara y la espalda y finalmente sólo lo insultaban, cuando se dieron cuenta que no tenía ni idea de quién eran los líderes de los comunitarios.
La madre de Gregorio B. ni un día dejó de rezar ni suplicar que su hijo volviera, “como fuera pero que me lo regresarán”.
Después de este absurdo secuestro, la vida de esta familia ha sido un constante sobresalto.
Nadie duerme noches completas, ni tampoco sale “a mandados” sólo. Los extraños, como los periodistas, no son bienvenidos. Tampoco se habla en voz alta.
Nadie quiere terminar, dice la madre de Gregorio, como su vecino, un herrero dedicado a su oficio, desde la mañana hasta la noche, que un mal día encontró a su esposa y sus hijos pequeños, tendidos en el suelo con el tiro de gracia en la frente.
Sin hallar una explicación lógica a esa masacre, el hombre enloqueció e intentó matarse.
“Nadie sabe bajo cual criterio matan estos hombres, aunque hay más probabilidad si uno le abre la puerta a los autodefensa”, dice este presbítero estudiado en Roma, quien concluye diciendo que la gente ya se hartó y va a luchar contra ellos mientras pueda.
Otros han decidido topar al enemigo de frente y siguen suplicando que les devuelvan a los suyos.
Es el caso de la familia de María Mariscal, que en medio de las ocupaciones diarias ha pedido ayuda más allá de Michoacán y ha lanzado un grito de auxilio para encontrar a la regidora que lleva casi dos meses desaparecida.
La joven regidora fue levantada el 4 de diciembre al salir de su trabajo en la ciudad de Apatzingán, en su propio vehículo y con cuatro meses de embarazo.
Su madre, su hijo y sus hermanos han emprendido una cruzada para hallarla sin éxito y casi sin ayuda gubernamental.
Ellos sienten, como todos los habitantes de este lugar, que la solución no es huir a ninguna parte, sino enfrentar las cosas y empezar a denunciar.
Por eso, por ahora, su preocupación se centra en que los medios no dejen de hablar del problema, “porque una vez que nos olviden”, dice el hijo de la regidora, un chiquillo de 13 años de edad, “nos van a matar”.