El escritor Jordi Soler habló con SinEmbargo sobre su más reciente novela Los hijos del volcán (Alfaguara), un texto que, afirma, “pudiera parecer que es del siglo XVI, pero resulta que es del siglo XXI”.
Ciudad de México, 26 de diciembre (SinEmbargo).– El escritor veracruzano Jordi Soler advierte que México va a dos velocidades: una es la que corresponde al siglo XXI y la cual vemos en la Ciudad de México, en Monterrey, en Guadalajara, en Tijuana, en Puebla, y luego está la otra, la del siglo XVI, que corresponde a los rincones más abandonados del país, los cuales siguen igual, como lo describe en su más reciente novela Los hijos del volcán (Alfaguara).
En su texto, relata la vida de Tikú, el hijo del caporal de la plantación cafetera La Portuguesa, en donde Soler nació. Aunque a diferencia de él, el personaje central de su historial se ve marcado por una fuerza interior que lo marca de por vida con sus mandatos de muerte y destrucción. De esta manera, la narración se funde entre la desigualdad y violencia del México abandonado y el misticismo que esconden los hijos del volcán, un pueblo primigenio que se entrega a los designios de la naturaleza.
“Esta novela pudiera parecer que es del siglo XVI, pero resulta que es del siglo XXI. Esto ya es una primera reflexión, las cosas han cambiado muy poquito en cuatro siglos”, comparte el autor de esta obra, en la que además entran en juego distintos poderes frente a los cuales la autoridad se ve rebasada.
Soler expone que en el “tejido sociológico que aparece en la novela”, sobre todo en la sierra, en la falda del volcán, “hay un montón de poderes que operan con toda impunidad”. De esta manera, el texto da cuenta de la presencia de zetas y milicias que conviven con caquices y guerrilleros.
“En la novela forman parte del paisaje literario, es decir, no había la intención original de denunciarlo porque ya está suficientemente denunciado, ya es un tema cotidiano de todos los días, pero una vez que ha quedado insertado en una obra de ficción como es Los hijos del volcán, igual puede servir como un recordatorio o un punto a partir del cual se puede hacer una reflexión. Todas estas fuerzas están exactamente así”, opina el autor de La fiesta del oso y de Usos rudimentarios de la selva.
Al igual que la desigualdad que se impregna a lo largo de la narración, otro elemento que es constante en la obra de Jordi Soler es el de la violencia que acompaña desde el inicio a sus personajes, una violencia que —como él expone— se explica en gran parte por el protagonismo que adquiere la selva en el relato, un protagonismo que implica someterse a la ley natural del más fuerte.
“La violencia vista dentro de esta selva tiene que ver con la naturaleza. Quiero decir que los personajes son quizá naturalmente violentos porque el contexto en el que se desarrollan, en el que viven está marcado de manera muy determinante por la selva. Esto es por supuesto una metáfora de lo que pasa en todo el país. Por supuesto que si lo extrapolas a una ciudad como la Ciudad de México, resulta que ya no hay este elemento literario de la selva que autentifica los actos de violencia”, señala Soler.
Comparte de igual forma cómo su propia experiencia le permitió dar forma al texto, como por ejemplo, el haber conocido las jerarquías en la plantación de café. En ese sentido, menciona que desde que era muy pequeño se dio cuenta de la “injusticia atroz que vivimos en México” que tiene que ver con la diferencia del aspecto de las personas.
“Si tienes un aspecto indígena tendrás muchas menos oportunidades de todo tipo, económicas, profesionales, sociales, que si naces con un aspecto más o menos europeo. Si naces europeo tendrás más oportunidades aún cuando seas más tonto que tu colega indígena que no va a tener ninguna oportunidad”, denuncia.
Y agrega: “Cuando era niño viví esto de manera muy intensa. Era parte de la zona privilegiada de una parte del país, donde la gente vive sin ningún privilegio. No quiero decir que tuviera muchos privilegios, no teníamos demasiado, éramos una familia de clase media, pero en comparación con las personas de las que nos rodeábamos, éramos unos privilegiados. En lugar de sentirme privilegiado, siempre me sentí muy mal con esta situación y probablemente durante varios libros y específicamente en este, estoy tratando de exorcizar ese demonio”.
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—Los hijos del volcán es una obra fascinante. ¿Considera que es un reflejo de este México ancestral que puede ser mágico y místico al mismo tiempo que violento?
—Lo de México ancestral es una clave porque la novela puede parecer que está escrita en el siglo XVI. Digo siglo XVI no por hacer ver que ha pasado mucho tiempo, sino porque era la época de la Colonia. Parece que en esa zona del país, en la novela, es del siglo XXI porque hay teléfonos celulares, automóviles y cosas que vemos en nuestra cotidianeidad. Pero creo que es una zona del país que vive como en el siglo XVI porque parece que estamos en la época de las encomiendas. Parece que se trata del Virrey en el sentido de que los políticos están muy aislados y hacen lo que quieren porque están muy lejos de la metrópoli. Es la manera en que ha funcionado el país y esta novela pudiera parecer que es del siglo XVI, pero resulta que es del siglo XXI. Esto ya es una primera reflexión, las cosas han cambiado muy poquito en cuatro siglos.
—Al mismo tiempo, me parece que en la historia son evidentes dos aspectos: refleja esta desigualdad tremenda y un territorio en donde la autoridad no existe sino parece sombra de caciques y narcos.
—Efectivamente la autoridad existe, pero de manera extraña. En este tejido sociológico que aparece en la novela, sobre todo en la sierra, en la falda del volcán, hay un montón de poderes que operan con toda impunidad. Hay zetas, hay narcotráfico, hay milicias de los caquices de esa zona, hay guerrilleros, hay un montón de poderes que te dibujan un mapa sociológico.
En el momento en que estaba escribiendo la novela me parecía que todas estas fuerzas que ya existían —porque como mis lectores saben, yo vivía en esa zona cuando era niño— se han exacerbado en el siglo XXI; esto ha ido a peor. En la novela forman parte del paisaje literario, es decir, no había la intención original de denunciarlo porque ya está suficientemente denunciado, ya es un tema cotidiano de todos los días, pero una vez que ha quedado insertado en una obra de ficción como es Los hijos del volcán, igual puede servir como un recordatorio o un punto a partir del cual se puede hacer una reflexión. Todas estas fuerzas están exactamente así.
—Todos estos poderes se desenvuelven dentro de la selva, donde al final impera la ley natural del más fuerte. La naturaleza se les impone como un personaje más.
—La selva es uno de los personajes de la novela. Toda esta fuerza de la naturaleza que hay en la selva la veo como una fuerza telúrica que sale del fondo de la tierra y arrincona a los personajes de la novela.
La violencia vista dentro de esta selva tiene que ver con la naturaleza. Quiero decir que los personajes son quizá naturalmente violentos porque el contexto en el que se desarrollan, en el que viven está marcado de manera muy determinante por la selva. Esto es por supuesto una metáfora de lo que pasa en todo el país.
Por supuesto que si lo extrapolas a una ciudad como la Ciudad de México, resulta que ya no hay este elemento literario de la selva que autentifica los actos de violencia. En la novela sí, en la novela toda la violencia que sucede, que es mucha, tiene que ver con el sitio de donde nace que es esta materia orgánica que crece todo el tiempo, en donde todo se desarrolla muy rápidamente para morir muy rápidamente.
Aprovecho para decir que la prosa de la novela, la escritura, fue hecha con esta intención. Tenía que ser una escritura orgánica que tenga que ver con el crecimiento desmesurado de la selva. Me pareció que lo que estaba escribiendo tenía que tener una correspondencia con la forma en cómo se escribía. Es una escritura desde este punto de vista, desde esta perspectiva, salvaje igual que la selva.
—Además de este ambiente salvaje, también entra en juego el factor místico que es latente en toda la historia, Tikú tiene su nahual, la misma conformación de los hijos del volcán tiene que ver con esto. ¿Cómo se alimenta la novela de este elemento?
—Claro. Al ponerme a escribir esta novela, porque he escrito otras tres novelas donde la escenografía es la misma, me interesaba poner este mundo prehispánico que vive en México. Los que hemos nacido en México y vivido ahí sabemos que hay otra realidad que existe. Los españoles nos heredaron el catolicismo, esta manera monolítica y dogmática de mirar la vida, que se contrapone con la manera prehispánica que tenemos también de ser los mexicanos.
En la Ciudad de México excavas en el Centro de la ciudad o en Coyoacán un agujero y te sale una pirámide. Esto tiene un asunto psicológico también. Los mexicanos estamos todo el tiempo con una mirada hacia la otredad y en esta novela me entusiasmó la idea de que este mundo prehispánico latente, que existe siempre, estuviera muy presente en la novela.
La figura del volcán es la boca hacia ese submundo de donde sale toda la energía prehispánica. Hay un personaje en la novela que se llama la Chamana, que es la embajadora de este mundo.
Por supuesto lo místico es uno de los elementos, esta cosa no sólo prehispánica, sino mágica, digamos mística en el sentido original de la palabra, cuya raíz es el misterio. Esta cosa que no sabemos y sin embargo existe, y tratamos con ella. Esto es un elemento fundamental. La tribu de los hijos del volcán es hija de este empeño de poner al México prehispánico, por lo menos su parte mística, su imaginería, su capacidad de vivir al margen de la realidad dogmática que propone el cristianismo. Esta es una parte fundamental de la novela, quizá el corazón de la novela.
—La historia de Los hijos del volcán, como un pueblo más antiguo que los totonacas y olmecas, de un grupo que viene del norte, ¿tiene inspiración en alguna historia de la región?
—No tiene una inspiración regional porque es una región, ésta que exploro en las faldas del volcán, donde nunca he vivido. La conozco, pero no sé exactamente qué tribus puede haber ahí. Pero las veces que he estado ahí me parece que tenía que haber una tribu importante, extrema, que te podía ayudar en algún momento en que te tienes que refugiar del mundo como le pasa a Tikú.
Tengo una cierta querencia, que aparece en mis otras novelas, por los gigantes. En mi novela La fiesta del oso hay un gigante que aparece en las montañas del Pirineo, en la Sierra Madre en Veracruz. Tengo también una historia para niños que se llama Noviembre y febrerito sobre una familia de gigantes y aparece una persona de tamaño normal. Estas tribus tienen que ver con mi cosmogonía personal.
Me gustaría ir transitando por la vida, rodeado de los hijos del volcán, de una tribu de estas dimensiones, de esta disciplina y de esta manera que tenían de ver la vida muy elemental. De pronto me sentiría bastante protegido en medio de ellos. Quizá la idea de inventar esta tribu, puesto que estamos hablando de una obra de ficción, es que me gustaría que existiera en las faldas de este volcán los hijos del volcán.
—Tú naciste en la La Portuguesa, en Veracruz, al igual que Tikú, el personaje central. ¿Qué tanto de tu infancia empleaste para alimentar tu novela?
—Mucho, mucho, todas las jerarquías en la plantación de café. Desde que era muy pequeño me di cuenta de esta injusticia atroz que vivimos en México. Es una injusticia especial que compartimos con muchos países latinoamericanos, porque la desigualdad económica existe en muchos países, pero en México tiene la particularidad de que tiene que ver con la diferencia del aspecto de las personas.
Si tienes un aspecto indígena tendrás muchas menos oportunidades de todo tipo, económicas, profesionales, sociales, que si naces con un aspecto más o menos europeo. Si naces europeo tendrás más oportunidades aún cuando seas más tonto que tu colega indígena que no va a tener ninguna oportunidad.
Este es el gran problema de nuestro país y me parece una atrocidad. Cuando era niño viví esto de manera muy intensa. Era parte de la zona privilegiada de una parte del país, donde la gente vive sin ningún privilegio. No quiero decir que tuviera muchos privilegios, no teníamos demasiado, éramos una familia de clase media, pero en comparación con las personas de las que nos rodeábamos, éramos unos privilegiados. En lugar de sentirme privilegiado, siempre me sentí muy mal con esta situación y probablemente durante varios libros y específicamente en este, estoy tratando de exorcizar ese demonio.
Esta situación toda la vida, desde niño, me ha hecho sentir muy mal y es algo en lo que pienso todo el tiempo. Cada que se habla de los problemas de México, que son muchos, estoy seguro que el problema central es este, la desigualdad a partir del aspecto que tienes. Me parece una cosa monstruosa y que llevará muchos siglos para lograr armonizar estos dos mundos. El país va a dos velocidades, esta velocidad del siglo XXI que vemos en la Ciudad de México, en Monterrey, en Guadalajara, en Tijuana, en Puebla, y luego esta zona del siglo XVI donde nací y sigue igual.
Hay muchos siglos de diferencia no solamente porque son zonas sin elevadores, sin automóviles, sin teléfonos móviles, sin red de internet, sino también por los usos y costumbres.
—Por último, Jordi, cuál cree que sea el principal obstáculo que enfrentan los personajes en la novela.
—Es un obstáculo que va en dos direcciones. Los que han nacido en este círculo de miseria y tratan de salir de él, y lo tienen muy complicado; y los que han nacido en el círculo de los privilegios que tienen muy complicado explicar que quieren ayudar.
Por ejemplo, el dueño de la plantación de café en la novela ayuda a Tikú. Pertenece a un sistema de caciques de toda esa región y por más que quiere ayudarlos, que es distinto y tiene preocupación por los trabajadores de su cafetal, los trabajadores lo ven como un explotador igual que los demás. La tragedia es doble: la de los oprimidos y la de los opresores.
Esas son las dos fuerzas contrapuestas que articulan esta novela. La de los que tienen y la de los que no tienen, pero ninguno de los dos no acaba de establecer su discurso y el destino que quisieran. Quizás esta novela es justamente el choque, la colisión entre estos dos mundos que existen en México.