El periodista Jon Lee Anderson realiza un amplio registro para comprender la década de 2010 a 2020 en América Latina, marcada por grandes transformaciones y turbulencias. Un periodo en el que la desigualdad económica se profundizó, la devastación de la naturaleza se aceleró, y el descontento de la población se ha manifestado en estallidos sociales.
La marea de líderes izquierdistas ha sido reemplazada por gobiernos de derecha, así como por un auge del populismo autoritario. Aquí aparecen personajes como Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Fidel Castro, Dilma Rousseff, Jair Bolsonaro, Manuel Noriega y Andrés Manuel López Obrador.
Ciudad de México, 26 de diciembre (SinEmbargo).- La década comprendida entre 2010 y 2020 ha sido un tiempo de grandes transformaciones y turbulencias en América Latina. La llamada “marea rosa” de líderes izquierdistas se derrumbó y se vio reemplazada por gobiernos de derecha, así como por un auge del populismo autoritario.
Ha sido un periodo inquietante en el que las desigualdades económicas también se han profundizado, la devastación de la naturaleza se ha acelerado, y un descontento generalizado de grandes sectores de la población se ha manifestado en estallidos sociales.
En más de cuarenta crónicas, Jon Lee Anderson reúne su trabajo periodístico a lo largo de una década, durante la cual recorrió desde ríos en la Amazonia y campamentos guerrilleros en Colombia, hasta una decena de palacios presidenciales. Ha entrevistado sicarios, novelistas y mandatarios para con ello poder ofrecer un amplio mosaico.
También registró fenómenos como el devastador terremoto de Haití, los históricos acuerdos de paz colombianos y el precario restablecimiento de las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba. Aquí aparecen personajes como Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Fidel Castro, Dilma Rousseff, Jair Bolsonaro, Manuel Noriega y Andrés Manuel López Obrador, entre muchos otros.
A partir de una distancia justa entre la neutralidad periodística, una curiosidad insaciable, y la disposición para acercarse personalmente a realidades que en ocasiones resultan sumamente extremas, Anderson ha producido un registro de gran amplitud y trascendencia para asomarse a comprender lo sucedido en una de las décadas mas convulsas en la historia reciente de América Latina.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Los años de la espiral. Crónicas de América Latina, del periodista especializado en conflictos políticos, colaborador habitual de The New Yorker y apodado "el herededo de Kapuscinski”, Jon Lee Anderson. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.
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PRÓLOGO: LOS AÑOS DE LA ESPIRAL
Quizás el periodismo no sea el mejor oficio del mundo, como exageró tan genialmente Gabriel García Márquez, pero se queda cerca. Cuando repaso las experiencias que el oficio me ha proporcionado, me siento muy afortunado. No se me ocurre otro que me habría brindado la oportunidad de charlar sobre la revolución cubana con Barack Obama en el mismísimo Despacho Oval, admirar la colección de ositos de peluche del encarcelado exdictador panameño Manuel Antonio Noriega, o de observar, con mis propios ojos, mientras unos indígenas aislados salían de la selva peruana, tan desnudos como dios los trajo al mundo.
Este libro es un compendio de estas historias y muchas otras más. Consiste de una selección de mis principales trabajos sobre América Latina a lo largo de una década, del año 2010 al 2020, y espero que sirva como una suerte de estampa de la época. Contiene veinte piezas longform y veintiún piezas cortas originalmente publicadas en inglés en la revista The New Yorker. Incluye perfiles y crónicas, artículos de opinión, obituarios y reportajes sobre temas contemporáneos.
Hay textos sobre Cuba, Venezuela, Brasil, Haití, México, Colombia, Nicaragua, Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Panamá, El Salvador y Puerto Rico. Aparte de figuras como Obama y Noriega, aparecen García Márquez, Fidel y Raúl Castro, Hugo Chávez y Nicolás Maduro y Juan Guaidó; Lula y Dilma, Bolsonaro, Evo Morales, Daniel Ortega, Cristina Kirchner, Salinas de Gortari y López Obrador. Hay también personajes coloridos como el pícaro cantante y presidente haitiano Micky Martelly, el sicario colombiano Popeye, el malandro venezolano El «Niño» Daza, los veteranos guerrilleros Timochenko y Carlos Antonio Lozada; escritores de la talla de Sergio Ramírez, Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura, y héroes y heroínas como John Feeley, un gringo con swing latino que sacrificó su carrera diplomática por no querer servirle a Trump, y Nadia Françoise, una carismática haitiana deportada de Estados Unidos que vive en un tugurio llamado «Fidel».
¿Qué quiero decir con «los años de la espiral»? Vamos a ver. A mi juicio, la segunda década del siglo estuvo matizada por la volatilidad, además de por la decadencia o desaparición de algunas tendencias anteriores, así como por la entrada en escena de nuevos patrones, no todos positivos. Ha sido un periodo confuso, de golpes y sucesos inesperados, tan descendente como ascendente, sin rumbo fijo. O sea, una época que se mueve como en espiral.
Fue la década del eclipse de la flamante «marea rosa» de la década anterior, cuando llegaron al poder líderes de izquierda en una decena de países de las Américas, que juntos parecían cambiar el rumbo político del hemisferio. Murieron líderes emblemáticos como Fidel Castro y Hugo Chávez, mientras que Correa, Dilma, Lula y Evo cayeron en desgracia. Junto con el ascenso de Nicolás Maduro en Venezuela ha venido la catastrófica agonía de la llamada «revolución bolivariana».
A cambio hemos visto la llegada de actores nuevos, incluyendo populistas de derecha como Jair Bolsonaro, Nayib Bukele y Jeanine Añez, y una preocupante degradación política por toda la región, acelerada por el viraje radical en la política de los Estados Unidos, cuando terminó la presidencia de Barack Obama y llegó el demagogo Donald Trump. En un principio la excepción a esta tendencia parecía ser Andrés Manuel López Obrador, un izquierdista tradicional quien llegó al poder en México en la era Trump, pero una vez en la presidencia, ha optado por un papel inusual con aires de gurú místico, algo más Khalil Gibran que Hugo Chávez, digamos, con un comportamiento de papá sabelotodo hacia sus ciudadanos y de apaciguamiento hacia Trump.
La de 2010-2020 ha sido la década de la corrupción, de los casos Odebrecht y los Panama Papers y otros escándalos, que han traído como resultado destituciones, arrestos y hasta encarcelamientos de presidentes y altos funcionarios en Perú, Argentina, Guatemala, El Salvador, México y Brasil, por nombrar algunos países.
Entre otras cosas, América Latina obtuvo el récord mundial por convertirse en la región con más homicidios y crimen violento, además del peor rendimiento económico, y una de las que alberga las mayores desigualdades sociales. Consolidó su posición como la cuna mundial del narcotráfico, con la economía de la cocaína prácticamente apoderándose de algunos países. Los infames cárteles en México y Colombia ya son verdaderos ejércitos, pues se encuentran organizados militarmente; en Brasil y Venezuela, las bandas criminales campan a sus anchas, tanto en las ciudades como en el campo; en varios países de Centroamérica y del Caribe, los tentáculos de los narcos se extienden desde los bancos y juzgados y departamentos policiales hasta, en algunos casos, los mismos palacios presidenciales.
El éxodo latinoamericano también continuó, pero con algunas variantes significativas. Millones de personas huyeron de sus países, escapando del crimen, el desamparo y la falta de oportunidades, y la mayoría lo hizo, como en décadas anteriores, hacia las oportunidades que ofrecen los Estados Unidos. Pero ese mismo flujo de personas se convirtió en una piedra de toque para el fenómeno Trump, y una escalada de racismo y xenofobia en aquel país. Con su victoria electoral y políticas agresivas en contra de los inmigrantes, incluyendo la separación de familias indocumentadas y el enjaulamiento de niños en prisiones fronterizas, Trump ha cambiado las reglas de juego, por no hablar de la imagen de los Estados Unidos en la región. Y como un agregado a esta situación está el desplome venezolano, donde uno de cada seis habitantes han huido de su país colapsado, convirtiéndose en ubicuos homeless y buscavidas de las ciudades en el resto del continente.
Y si bien lo siguiente había comenzado desde antes, en esta década China incrementó enormemente su presencia en América Latina, estableciendo relaciones comerciales anuales valuadas en cientos de miles de millones de dólares, una creciente presencia diplomática y una manifiesta voluntad de competir con los Estados Unidos por influencia en la región.
Fue también la década en que el mundo se dio cuenta de que el cambio climático es un fenómeno real, y empezó a tomarse en serio la quema y destrucción inexorable de las selvas de la Amazonía. Al finalizar la década, el hemisferio vio una oleada de estallidos sociales, desde Chile, Ecuador y Colombia hasta Nicaragua y Puerto Rico. El detonador inicial en común para la mayoría de estos exabruptos fueron las políticas económicas de los gobiernos, pero se convirtieron rápidamente en manifestaciones de inconformidad existenciales sobre flaquezas endémicas. La mayoría de estas naciones ya son formalmente democráticas, pero están fuertemente aquejadas por culturas de corrupción oficial, desigualdades, inseguridad pública, y profundas deficiencias en el Estado de derecho.
Hay una tendencia hacia el populismo autoritario y creciente militarización en las sociedades latinoamericanas, y en los últimos años esto se ha acentuado notablemente. Más allá de los países tradicionalmente caudillescos como son Cuba, Venezuela y Nicaragua, el fenómeno se ha extendido para abarcar a Brasil, Bolivia, El Salvador, Honduras, Haití y Colombia, y ahora hasta México. No parece ser coincidencia que todo esto esté sucediendo al mismo tiempo en que la democracia en Estados Unidos –el supuesto modelo a seguir en la región– ha caído en un fuerte deterioro bajo el mandato de Trump.
Las protestas terminaron en su momento con el retiro de las políticas impopulares que las ocasionaran por parte del gobierno –o con represión policial–, pero se trató de soluciones provisionales frente a problemas estructurales; flotando sobre todo el hemisferio hay todavía una aureola de cuentas pendientes. Entre otras cosas, la llegada de la pandemia del Covid-19 ha agudizado los problemas que existían antes, y es lógico pensar que eventualmente se producirán nuevos estallidos, que quizá sean incluso más explosivos que los anteriores.
Entre proyecciones de optimismo y cautelosas adivinanzas, todo el mundo especula sobre la «nueva normalidad» que llegará en la era post-pandemia. ¿Será que esto es posible? Ello porque, tras una década de volatilidad interminable, ¿qué es lo normal?
Quisiera realizar algunas observaciones sobre las historias contenidas en este libro. Lo primero es que, como verán, comienza con Haití y el terrible terremoto que sufrió ese país en enero de 2010.
Fui a cubrir el desastre por varias razones, pero la principal es que la necesidad me surgió en las vísceras. Haití estaba en mi conciencia desde hacía un tiempo por saber que ese país, el primero en el mundo liderado por esclavos que conquistaron su libertad, es también el más pobre y desdichado de las Américas, y porque comparte una cercanía geográfica con mi país, el más rico y poderoso del mundo. Y también por el hecho de que mi familia vivió en Haití antes de que yo naciera. Mi hermana mayor, Michelle Dominique, nació en Port-au-Prince, y antes de que se convirtiera en el temido dictador Papa Doc y destruyera su país, Françoise Duvalier fue el médico preferido de la embajada norteamericana, y fue el que le administró sus primeras vacunas a mi hermana.
«La buena samaritana» es un intento por aproximarme a Haití a través del desastre, y la historia de la haitiana Nadia Françoise es un reflejo del fracaso estadounidense en auxiliar a su vecino pobre, ya que ella había vivido ahí como niña indocumentada, y desde entonces fue deportada una y otra vez.
Pero la historia de Nadia también rompe moldes, porque la de ella es la historia de una mujer que no sólo logra sobrevivir sino ayudar a sus vecinos en las circunstancias más adversas.
«El señor de la miseria» es la crónica de una barriada vertical a partir de una invasión para ocupar una torre financiera de Caracas abandonada, conocida como la Torre de David. Si bien formalmente la pieza es la historia de aquella torre y una semblanza del «Niño» Daza, el «malandro» que lidera la comunidad, es también una mirada descarnada a los fracasos de la llamada «revolución bolivariana»de Hugo Chávez.
Si bien la década empezó con diversos desmoronamientos, lo que le siguió fue una cronología obtusa de avances sorpresivos, seguidos por retrocesos igualmente inesperados. El deshielo entre Cuba y Estados Unidos anunciado en diciembre 2014 me extrajo de mi inmersión en el Medio Oriente y África, cuyas revueltas habían ocupado urgentemente mi atención desde la mal llamada «Primavera Árabe», lo cual representó un vuelco bienvenido, que me apartó de las crueldades y odios del viejo mundo para acercarme a lo que prometía ser un nuevo porvenir en las Américas.
A partir del 2015 me dediqué completamente a América Latina, otorgándole especial atención a Cuba. Me emocionó fuertemente la distensión acordada entre Barack Obama y Raúl Castro, pues había pasado una vida entera frecuentando una América Latina convulsionada y pulverizada por la secuela de la revolución cubana y la reacción antagónica de Estados Unidos y sus regímenes aliados. Fue todo un deleite observar un esfuerzo diplomático serio por revertir toda esa historia negativa, así como encontrarme en una región en donde la noticia no era la hecatombe, sino una nueva esperanza. La crónica «Una nueva Cuba» fue la apoteosis de este periodo feliz.
Pasé también mucho tiempo en Colombia, gracias al acuerdo de paz entre la guerrilla mas antigua del hemisferio, las FARC, y el gobierno colombiano de ese entonces, en un proceso también respaldado por la comunidad internacional y, notablemente, producido con el apoyo de los gobiernos de Cuba y Estados Unidos. Fue grato seguir el proceso de cerca y llegar a conocer a algunos guerrilleros que habían pasado décadas de sus vidas peleando, pero que ahora se disponían a declarar la paz. Mi crónica «La guerrilla colombiana sale de la selva» es la historia de aquella dramática transformación, contada a través de uno de los jefes guerrilleros, Carlos Antonio Lozada, tanto antes como después de que hubiera depuesto las armas.
El final de este periodo «feliz» empezó a revelarse en octubre del 2016, cuando el plebiscito sobre el acuerdo de paz colombiano produjo un triunfo de la mayoría que se negaba a aceptarlo, gracias a una campaña encabezada por el expresidente ultraderechista, Álvaro Uribe Vélez. Estuve en Medellín ese día, y al conocer el resultado, una amiga colombiana me dijo: «Jon, ya sabes. Esto significa que Trump va a ganar».
En ese momento no le di crédito a esa predicción. La candidatura del fanfarrón neoyorquino parecía una mala broma hasta entonces, pero mi amiga colombiana tuvo razón. Trump ganó, y tan pronto asumió al poder, todo comenzó a deteriorarse, desde el respeto por la institucionalidad democrática, como las propias forma y conducta presidencial. En cuanto a las relaciones internacionales, Trump pronto comenzó a desbaratar todo lo hecho por Obama, incluida la distensión con Cuba.
Cabe recordar que Trump creó su «base» populista a partir de sus ataques en contra de los inmigrantes, principalmente dirigidos hacia los mexicanos, así que tan pronto ganó la presidencia, decidí trasladarme a México para procurar plasmar la nueva realidad en la era de Trump. El primer resultado de ese esfuerzo es la crónica «Cómo lidia México con Trump», misma que también me llevó a reportear sobre la campaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador, o AMLO, quien finalmente ganó las elecciones mexicanas dos años más tarde. Esa historia se encuentra narrada en la crónica: «Una nueva revolución en México».
Mas allá de México, casi todos mis trabajos a partir de las elecciones norteamericanas de 2016 han tenido un ojo puesto en Trump y su influencia en la región, ya que representó un viraje tan radicalmente contrario, y casi por completo negativo, en comparación con la política de Obama hacia la región. De ahí se destaca el perfil que hice del diplomático norteamericano John Feeley, el entonces embajador en Panamá, que de forma pública y valiente renunció a su puesto –y se retiró del gobierno norteamericano, despidiéndose de su carrera– como reacción a las imposiciones y el racismo manifiesto de Trump.
La otra pieza que está vinculada a toda esta descomposición diplomática es «El misterioso síndrome de La Habana», que escribí junto con un colega del New Yorker, Adam Entous, un reportero con muy buenas fuentes en Washington y un gran periodista de investigación. Lo de trabajar junto con alguien más y compartir el «byline» fue una experiencia nueva y se ha hecho muy pocas veces en la historia del New Yorker, pero nos funcionó bien, creo, en esta historia, que intenta retratar cómo se produjo el deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba –coincidiendo con la victoria electoral de Trump– a partir de unos misteriosos «ataques sónicos» que afectaron a diplomáticos y espías en la embajada gringa de La Habana. No conseguimos llegar a una conclusión concreta; no hay una «smoking gun», así que se trata, finalmente, de la historia de un misterio, al mismo tiempo que contiene una narrativa del fin del naciente entente cordial entre las dos naciones. A diferencia de la era Obama que intenté retratar en «Una nueva Cuba», la relación esbozada en esta pieza es de creciente suspicacia y hostilidad.
Coincidiendo con la muerte de Hugo Chávez por cáncer, en 2013, las cosas en Venezuela empezaron a deteriorarse de manera mas contundente. La caída en el precio mundial del petróleo complicó el mandato de su sucesor, Nicolás Maduro, y muy pronto empezaron los enfrentamientos entre una oposición cada vez más airada y exigente y un régimen cada vez mas autoritario. Mis encuentros con Maduro y su entorno en un momento álgido en 2017 devinieron en la crónica «La revolución acelerada de Nicolás Maduro». Un año y medio después volví a raíz del alzamiento del joven político opositor y autoproclamado presidente, Juan Guaidó, y la surreal situación que se produjo, y escribí la crónica titulada «Los dos presidentes de Venezuela».
Hoy, el desastre de la revolución bolivariana sirve de pancarta para políticos conservadores en otros países, que buscan advertir sobre los peligros del socialismo. Después de la implosión de Venezuela, el fallecimiento de Fidel Castro, el gran icono de la izquierda en América Latina durante cinco décadas, en 2016, fue quizás el tiro de gracia para lo que quedaba de la «marea rosa». Pero hay pocas realidades más emblemáticas de la decadencia de la izquierda que la farsa en que se ha convertido el régimen «sandinista» de Daniel Ortega y su excéntrica mujer y co-presidenta, Rosario Murillo.
El negocio pactado entre los Ortega y Wang Jing, un misterioso multimillonario chino, para construir un gran canal a través de Nicaragua, reveló el grado de autoritarismo y corrupción de la Primera Familia como pocas cosas antes. Esta historia está narrada en «El canal del comandante». Al final, todo este asunto no llegó a nada, o, como dijo el gran novelista Sergio Ramírez fue sólo «un cuento chino», pero las cosas no mejoraron en Nicaragua. En una segunda crónica, «Fake News y disturbios en Nicaragua», demuestro la perversión de la causa sandinista a través de la ola de represión desatada por Ortega y Murillo en contra de estudiantes y opositores de la sociedad civil en 2018.
La corrupción es el gran lastre en América Latina, y en algunas piezas como «La vida secreta de Ciudad de Panamá», que contiene una entrevista con Cristina Kirchner, u otra titulada «La cultura de la corrupción en Argentina», intento reflejar cómo ese mal –independiente inclusive de Trump– terminó por carcomer tanto a la izquierda como a la derecha y de minar las frágiles democracias de América Latina.
Mi encuentro con Noriega –plasmado en «Manuel Noriega, un gandul de otra época»– quizás ofrece un guiño a lo que resultó ser un preámbulo de la posterior decadencia de la izquierda; la ambigüedad ideológica de Noriega, de algún modo, terminó siendo la norma en muchos de los regímenes de la década, incluidos los que supuestamente eran «revolucionarios».
Otra pieza que quizás provoca una reflexión acerca de lo mismo podría ser «La vida eterna de Pablo Escobar», donde escribí sobre el pujante legado póstumo del legendario narcotraficante, de quien quizás vale la pena recordar que cuando ingresó en la política colombiana en los años ochenta, inicialmente se presentó como un Robin Hood «antimperialista».
Con el colapso de la izquierda y bajo la sombra de Trump, hemos presenciado el auge de una derecha populista y descarnada en el hemisferio, de manera más destacada y notoria, claro está, en el Brasil del exmilitar ultraderechista, Jair Bolsonaro.
En «La estrategia sureña de Jair Bolsonaro», escribo sobre su llegada al poder y las primeras consecuencias de su estrambótico mandato. Desde el final de 2019, la derecha también ocupa el poder en Bolivia con la llegada al poder de la señora ultracatólica Jeanine Añez, producida tras el derrocamiento y huida de Evo Morales, uno de los últimos veteranos de la «marea rosa».
El drama boliviano está narrado en la última historia del libro, «El palacio quemado». Finalmente, está el cada vez mas urgente desgaste medioambiental producido por las actividades humanas de rapiña y de extracción dentro de los bosques y selvas y ríos del continente. A causa de ello, en los últimos años he sentido la urgencia de escribir sobre lo que está pasando, y cómo se han puesto en riesgo los últimos reductos de vida silvestre impoluta, junto con sus habitantes indígenas originarios.
En «Una tribu aislada emerge de la selva» se narra la odisea de unas familias indígenas que empezaron a salir de la selva cien años después de que sus tatarabuelos fueran masacrados por caucheros como el notorio Fitzcarraldo. De la misma forma, en «Oro sangriento en la selva brasileña», he intentado demostrar el dilema existencial para los indigenas kayapó cuando la fiebre del oro llega a su reserva.
Gabo siempre tenía una broma o frase lapidaria para salir del paso en las situaciones difíciles, y así casi siempre tenía la bondad de ofrecer algún consuelo. El otro día encontré una frase suya que quizás sea de lo más idónea para entender a estos desafiantes años de la espiral: «La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir».