Erick Baena Crespo sabe retratar con la palabra las postales de lo cotidiano, dotándolas de un profundidad que construye a través del testimonio del otro, de los otros, de los personajes sobre los que escribe en sus crónicas —algunas de ellas publicadas en SinEmbargo—, las cuales recopila en El relámpago y la bala (Producciones El Salario del Miedo, 2022). El autor advierte que en estos textos ha buscado respuesta a una sola pregunta: ¿cómo se sobrevive a la tragedia? "En el camino he encontrado más dudas que certezas. De ahí que los presentes textos periodísticos estén construidos alrededor del 'cómo', en vez del 'por qué'", advierte en la crónica introductoria que SinEmbargo comparte en exclusiva con sus lectores, con permiso del autor.
Ciudad de México, 26 de noviembre (SinEmbargo).- Es una tarde lluviosa de verano. César y yo, de quince o dieciséis años, estamos afuera de la vecindad en la que vivimos.
—¡No mames! ¡Está lloviendo bien recio! –me dice César.
Somos amigos desde los cinco años. Crecimos juntos en esta vecindad de 106 viviendas, ubicada en el número 262 de la calle de Cedro, en la colonia Santa María la Ribera, en el Distrito Federal. A nuestro hogar le apodan “La Loquera” porque, de acuerdo con nuestros viejos, este inmueble de principios del siglo XX fue un oscuro e insalubre hospital psiquiátrico. Ese relato es nuestro mito fundacional, una especie de historia oral que se transmite de generación en generación. Nosotros, los niños con costras frescas, los de las playeras percudidas, adoptamos ese nombre con orgullo.
Los hogares diminutos, de 32 metros cuadrados, de una sola recámara, se distribuyen en dos plantas y no es necesario colocar una oreja en la pared para enterarse de la vida de los otros. En algunos de estos breves departamentos se hacinan 10 o más personas. En mi casa, el interior 95, somos: mamá, papá, dos hermanos varones y yo. César comparte espacio con su papá, tíos, primos, además de su abuela materna, en dos viviendas interconectadas: el número 98 y el 100. Vivimos uno enfrente del otro.
Aquí nos tocó crecer: en este rincón de la ciudad, como esas plantas que brotan de forma insospechada en el filo de una banqueta.
La violencia intrafamiliar, en todas sus modalidades, es el padre nuestro de cada día, pero de eso no hablamos los niños. No, nosotros ansiamos ser cabrones como los “grandes”, los cábulas a los que todos se les cuadran. En mi caso es mera pose porque, en el fondo, siempre he sido raro, sensible. Pero eso no lo puedo decir porque tenemos un acuerdo tácito: no hablar de nuestro mundo interior. Si algo nos entristece basta con patear un balón de fútbol o arrojar bolsas con agua a la cantina de la esquina, para luego correr, correr, correr y así sacar toda esa furia que nos inflama por dentro.
Somos los niños de la vecindad, los maleantes del porvenir, ese es el destino que nos auguran.
La lluvia cae sobre los toldos de los autos estacionados. El olor a tierra mojada se mezcla con el vapor sulfuroso que emana de la fábrica de televisores que se encuentra a un costado de la vecindad. A veces, alguien, sobre todo alguno de los “grandes”, de mala leche, golpea nuestro balón hasta la azotea y cae del otro lado, por lo que uno de nosotros, el más valiente o el más valemadrista, tiene que brincarse sobre el techo de lámina de dos aguas de la fábrica. Si regresa sano y salvo se convierte en el héroe del día por salvar el juego, a pesar de arriesgarse a una caída de más de 20 metros.
Pero hemos dejado de ser niños y ahora, este sábado por la noche, estamos esperando que los “grandes” cumplan su promesa de llevarnos a un table dance. Las hormonas han estallado dentro de nosotros y no hay marcha atrás. La vecindad ahora nos queda chica, así que anhelamos habitar la noche y conocer todos sus excesos.
Una brisa nos salpica el cuerpo. Hace frío, pero no importa: en cualquier momento “los grandes” aparecerán en su carro y esta vez, al fin, emprenderemos ese viaje iniciático.
De pronto, un relámpago ilumina la noche y luego se escuchan dos truenos simultáneos, que retumban en la calle.
Nos miramos en silencio, absortos.
—Chale, eso se escuchó como un balazo, ¿no? –me pregunta César.
—Sí, ¿o habrán sido sólo los rayos? –le digo, algo nervioso.
—No, carnal, no creo…
—¿Cómo ves? –me coloco detrás del portón, como si buscara un escudo–. Mejor vámonos. No vaya a ser…
–¡Aguantaaa! –me responde César, con la voz aguda y el ceño fruncido.
El día de hoy nos pusimos nuestras mejores garras, zapatos nuevos, pantalones de vestir, camisas almidonadas, conseguimos un par de credenciales de elector falsas y juntamos nuestros ahorros. Nada puede salir mal.
Me quedo callado. A lo lejos se escucha el sonido de la sirena de una patrulla y, apenas perceptible, el grito de una mujer. Me asomo al final de la calle y sólo veo las luces rojas de los autos reflejadas en el pavimento húmedo.
César me voltea a ver. Y me suelta, algo encabronado:
—¡Vámonos ya! ¡Me malviaja verte así, todo nervioso!
—Nel, güey, no es por eso. Tengo frío y la neta siento que esos cabrones no van a pasar por nosotros –le respondo, en un intento de desviar su atención. Pero es verdad: tengo miedo y una extraña sensación me invade, como si un rayo estuviese a punto de caer sobre nosotros y atravesarnos.
—¡Chale! Pinches culeros… ¿A poco nos van a dejar plantados? –dice como para sí mismo.
—Llevamos una hora y media aquí como pendejos… –le respondo.
César asiente, el enojo se disipa y una sonrisa maliciosa se dibuja en su rostro. Se da la media vuelta y, luego, patea la puerta de un coche, con lo que hace sonar la estruendosa alarma del vehículo. Se adentra en la vecindad, corriendo, y grita:
—¡Pendejo el que llegue al último!
Corro detrás de él, a toda velocidad, sintiéndome niño otra vez, pero con la sensación de que algo o alguien nos persigue.
***
“Tu amor es un periódico de ayer, que nadie más procura ya leer, el comentario que nació en la madrugada, y fuimos ambos la noticia propagada, y en la tarde materia olvidada…”, canta Héctor Lavoe y, en el viejo estéreo de mi madre, la voz de “El Cantante” suena gangosa.
Una piedra golpea el vidrio cuarteado de mi puerta y luego escucho ese silbido de cuatro notas que sólo unos cuantos amigos reconocemos. Me asomo: es César.
—¿Qué pedo? –le digo.
—¡Sal! Te veo en las escaleras –me apresura.
Las escaleras son nuestro punto de reunión. Se ubican al centro de la vecindad y conducen, hacia abajo, a las viviendas ubicadas a nivel de suelo y, hacia arriba, a la azotea, en donde se encuentran los lavaderos.
Me pongo un pants, una playera y chanclas. En las escaleras están sentados “los grandes”, los veinteañeros que han prometido llevarnos al table dance: Moy, Beto y Omar.
—¿O no, carnal? –me pregunta César.
—¿Qué?
—¿Si o no que ayer a la hora que cayó el rayo también escuchamos un balazo?
—Sí, se escuchó bien culero –confirmo.
—¡Quihubo! –César los voltea a ver, alzando el mentón. Omar, que estaba recargado en el barandal, se agarra los cabellos, se levanta y suelta un agudo: “¡No mames!”.
En ese momento una vecina baja de la azotea con una cubeta rebosante de ropa enjabonada. Le cedemos el paso.
César, para cambiar el tema y despistar a la vecina, les reclama:
—Pinches culeros, ayer no pasaron por nosotros para llevarnos al teibol.
La vecina mira con extrañeza a César y murmura algo, casi persignándose. César se burla de ella a sus espaldas, la imita y se lleva las manos a la boca.
—Ya no se armó nada, güey, pero neta que la próxima sí los llevamos, pinches morros calientes –promete Moy.
Pierdo el hilo, así que les pregunto, una vez que la vecina se aleja.
—Pero, qué pedo, ¿cuenten qué pasó?
Moy voltea a verme, se acerca a mí y me cuenta en voz baja lo sucedido: la noche anterior, a la misma hora que caía la tormenta, asesinaron a balazos al narcomenudista más famoso del barrio, padre de un adolescente de nuestra edad.
—Pero si apenas ayer lo vimos en su moto… –suelto, incrédulo.
—¡Shhh! ¡No hagas olas! No queremos que las pinches vecinas chismosas se enteren –me interrumpe Moy.
Los hechos ocurrieron a escasos 30 metros de nosotros, al interior de otra vecindad de la cuadra. El narcomenudista asesinado frisaba los cuarenta años: era delgado, de baja estatura, algo encorvado, pero inspiraba temor y respeto. Tenía una relación casi simbiótica con su motocicleta. César y yo admirábamos su actitud desenfadada y esa aura de hombre intocable que no tiene que alzar la voz ni ser violento para ser respetado. Esa imagen era producto de un imaginario alimentado de ficciones sobre la mafia y el barrio, como las películas Sangre por sangre (1993) y Los hijos de la calle (1996).
Para los niños que fuimos, él era un modelo a seguir.
César y yo, días después, difundimos entre otros amigos, familia y vecinos, una y otra vez, hasta el cansancio, la insólita historia del relámpago y la bala.
Una luz cegadora ilumina el momento en el que una bala atraviesa un cuerpo. Esa imagen encierra una belleza misteriosa y un tipo de crueldad que soy, y seré, incapaz de comprender.
—¿Por qué lo mataron? –pregunto.
—Seguro traía pedos con alguien o vete tú a saber –responde Omar.
Cambiamos de tema. No sé por qué, quizá sólo para romper el silencio, pero les cuento que la noche anterior me soñé sin dientes.
—¡Chale! Mi abuela dice que si sueñas con eso alguien se va a morir –dice César.
Nunca imaginé que ese presagio se cumpliría unos años después.
***
Era una mañana fría de noviembre de 2005. Mi madre entró a mi cuarto y me despertó.
—¡Levántate, hijo! ¡Mataron a César!
—¡¿Qué?!
“¿En dónde estoy?”, me pregunté, adormilado. Mi madre me zangoloteó. Desperté por completo, al fin, pero la pesadilla no estaba adentro, sino afuera.
Era domingo. Me levanté, un mareo me recorrió y provocó que me tambaleara.
—¡Tranquilo! –gritó y después me agarró fuerte del brazo. La luz de la mañana se filtraba por las cortinas y me cegaba, así que me tallé los ojos, y luego me dijo–: No te me vayas a poner mal, hijo.
—¿Por qué lo mataron? –volví a lanzar esa pregunta años después, pero ahora con los ojos anegados.
Llevábamos menos de un año viviendo en Chalco, Estado de México, así que todavía no nos acostumbrábamos a la nueva casa, a la Unidad Habitacional y al crecimiento urbano desordenado que, poco a poco, como gangrena, devoraba todos los vestigios de la vida rural. Mi madre seguía deprimida porque extrañaba vivir en la Santa María la Ribera. Yo, al contrario, desde que me mudé aquí, apenas a 30 kilómetros de distancia, me sentía más tranquilo, como si hubiera abandonado un país en guerra. “Había crecido allí, pero nunca me había sentido como en casa”, escribió Donald Ray Pollock, en uno de los cuentos incluido en su libro Knockemstiff. Y así me sentía entonces respecto a mi lugar de origen. A mediados de 2005 mis padres vendieron la “casa” de la vecindad.
En ese contexto recibí la noticia de la muerte de mi amigo.
Mi madre lloraba. Su relación con César fue compleja: lo consideraba una mala influencia para mí, pero, a pesar de eso, en el fondo, le tenía cariño. Me senté al filo de la cama, me temblaban las manos, y ella me contó que una ráfaga de balas atravesó el pecho de César. Hubo una fiesta en la cerrada de Limón. Hasta ahí llegó otro joven, otro de nuestros conocidos de la infancia, con quien César se había enemistado. En la madrugada, en medio del baile, alguien tocó el hombro de uno de mis más entrañables amigos.
—Te buscan allá afuera.
—¿Quién? –respondió César, extrañado.
—No sé… Pero están muy insistentes.
Lo nombraron tres veces, me contaron los testigos. Mi amigo salió y se encontró, frente a frente, con ese conocido de nuestra infancia, quien, sin mediar palabra, abrió fuego contra él.
César se sumó a las filas de la delincuencia desde los 17 años. Se dedicaba al robo a mano armada, aunque sé que —y eso no es un paliativo para las víctimas de sus delitos— nunca disparó su arma contra un inocente.
Sé que, por supuesto, tengo un sesgo y no puedo juzgarlo por sus actos delictivos, injustificables en sí mismos, porque me unía a él algo indisoluble: una amistad construida en la furia, en la rabia del barrio, en los silencios tristes. Y, sobre todo, en mi “debilidad”: al crecer engrosé la fila de los “putos”, los “pocos huevos”, los “que no traemos fierro”, o cualquier otro calificativo patriarcal con el que los varones de los bajos fondos atacamos nuestra frágil virilidad.
Bebí y me drogué con él muchas veces. A mí me gustaba fumar piedra; a él, inhalar monas de sabores. A pesar de ese abismo que se abría entre nosotros, siempre me protegió y me salvó, en varias ocasiones, de ese cuadrante letal que forman las calles de Cedro, Eligio Ancona, Nogal, Peral, Sauce y Limón.
Sé que, poco antes de morir, su papá, que trabajaba como jefe de locaciones de una casa productora, lo metió a “jalar cables”, como él decía, a la industria audiovisual. No sé si eso supuso un cambio en su vida. Nunca le pregunté a César si había dejado de delinquir.
La última vez que hablé con él, a través del chat de Windows Live Messenger, me contó que estaba en Acapulco grabando un comercial. Hablamos del futuro, de filmar algún día un cortometraje de nuestra vida en el barrio. Yo cursaba el primer trimestre de la carrera de Comunicación Social en la UAM Xochimilco.
—¡A huevo! Un día vamos a trabajar juntos, carnal –me prometió.
—Ojalá que sí –le respondí.
No recuerdo el resto de nuestra conversación. Es probable que él se haya despedido de mí con un ¡yastas!
Su cuerpo quedó tendido sobre la calle de Nogal. Fue baleado a las afueras del domicilio del narcomenudista asesinado la noche del relámpago. César terminó emparentado con la familia de ese hombre, en una extraña y desgraciada coincidencia.
Mi amigo tuvo fuerzas suficientes para correr, herido, rumbo a la esquina de Nogal y ahí caer y agonizar hasta morir. Durante más de quince años me he preguntado: ¿Qué pensó en sus últimos momentos? ¿Cuáles fueron sus últimas palabras? ¿El último recuerdo que iluminó su mente lo habrá alejado del dolor?
La ambulancia, sabría después, llegó demasiado tarde a esa esquina inaccesible que, en ese entonces, era la cerrada de Limón cruce con Nogal.
César tenía veintiún años recién cumplidos.
Antes de la noticia de su muerte, me sentía lleno de vitalidad, intoxicado por los sueños propios y por la idea de un futuro prometedor. Sentía que la vida me había regalado una segunda oportunidad. Pero su fallecimiento impactó en mi ánimo, en mi forma de ver el mundo, y algo, desde entonces, cambió en mí.
***
En la Ciudad de México todos los días se registran entre dos y cuatro homicidios que enlutan a una familia. Sin advertirlo, en mis crónicas, he buscado respuesta a una sola pregunta: ¿cómo se sobrevive a la tragedia? En el camino he encontrado más dudas que certezas. De ahí que los presentes textos periodísticos estén construidos alrededor del “cómo”, en vez del “por qué”.
He hecho periodismo contra todo pronóstico, usurpando un lugar que, probablemente, no me corresponde, pero el que me niego a abandonar, como un borracho que se abraza al banco de una cantina. En un momento en el que el periodismo está secuestrado por la agenda del gobierno federal y los gobiernos estatales, reivindico la duda y la curiosidad neurótica como armas para contar historias, alejadas de la prisa y la coyuntura. Por esa razón, en algunos de los presentes textos se filtran otros temas que también me interesa explorar, como la ternura y el misterio de la creación artística.
He vivido muchas vidas en una sola. Y no lo escribo con orgullo, sino más bien con un poco de vergüenza. Es posible que todas esas vidas han sido ordinarias. Pero no ha sido mi elección vivirlas, sino mi circunstancia. Crecí en un lugar inhóspito, en el que la violencia se normalizaba. Desde que salí de la vecindad no he dejado de escribir sobre ese tema, como si tratara de explicarme a mí mismo esa noche en el que el sonido de un relámpago y una bala se fundieron, como si pudiese traducirle a ese yo del pasado, a ese adolescente asombrado ante lo indecible, la sinrazón de la ira y el dolor de los años por venir.
Sean estas crónicas, entonces, una invitación a repensar nuestra violencia cotidiana, que se ha convertido en el sino trágico de esta ciudad furiosa.
San Rafael, 2022.