SOUNDTRACK: “Once canciones, doce extrañezas o (Música para lavar los trastes)” de Alejandro Pérez Cervantes

26/10/2014 - 12:00 am

Piezas que son pasmos, latidos, visiones, momentos:
Mi padre oyendo a Javier Solís en su consola Zonda.
Los violines de Brahms en algún arreglo mariachi.
Rigo Tovar versionando “Las estepas del Asia Central” del ruso Borodin en clave rock.
El pasodoble “Senderito” que grabó Julio Jaramillo y los Sonnor´s volvieron una cumbia funk en un disco hoy inencontrable.
La versión de “Glory Box” con la que aquella dependienta japonesa me voló la cabeza en una juguetería vintage de Madrid.
El patriarca del taller silbando toda la discografía de Daniel Santos al ritmo de la llovizna.
La obsesión del sonido country en Los Beatles.
Los poetas accidentales de la balada española de los ochenta.
Los últimos románticos –auténticos héroes byronianos- que en el Sudamérica de las dictaduras decían hacerle a la balada y hacían rock progresivo.

1. “Dueño de nada” , José Luis Rodríguez “El Puma”, letra de Manuel Alejandro

Yo sólo era un niño que iba por las cocas.
Tenía siete años, y como escribiera por esos años don Ricardo Garibay,
vivía en los territorios de la “fiera infancia”.
Aprendí a abrocharme los zapatos hasta los 12, y a leer el reloj hasta los 14.
Tenía problemas de lenguaje y no sabía qué diablos era la poesía. Pero esas líneas a través de una ventana, un sábado por la mañana, me atraparon para siempre:
“Dueño del aire, y del reflejo / de la luna, sobre el agua”
Años después conocí los verdaderos haikús de Tablada. Y me tomó décadas desentrañar el enigma de imágenes como esa que acerca del desamor nos adviertía: “porque el tiempo tiene grietas”.
Como en una novela de Stendhal, todas las baladas de los ochenta fueron mi educación sentimental.
Y Manuel Alejandro, el profeta de nuestra infancia.

2. “A whiter shade of Pale”, de Procol Harum, letra y arreglos de Gary Brooker y Keith Reid

Tengo 19 años y trabajo en un taller donde enderezamos autos volcados.
Las radiograbadoras berrean todo el día el plañido de Los Temerarios, Los Acosta, Míster Chivo, Mojado, Bryndis, Los Mier, Bronco –cuyo vocalista años después recitará en “Naila” La casada infiel de García Lorca- y todo el elenco de Discos Disa.
Un sábado por la tarde, en un grupo de la iglesia, como el Pijoaparte de Juan Marsé, la conozco: ella juega basquetbol, tiene unas caderas de portento y los ojos más bonitos que he mirado jamás.
Vive al otro lado de la ciudad. Cada fin de semana, después de sus actividades en la iglesia, sólo puedo verla un par de horas en la puerta de su casa.
De noche, camino varios kilómetros para tomar el último camión.
Es una ruta de obreros semidormidos que van al turno de tercera y que me deja en casa de la chingada.
Una noche, el chofer es otro. El radio no lleva música de Los Pasteles Verdes ni de los Terrícolas, mucho menos el llanto en sordina de los Caminantes.
Un órgano que muchos años en el futuro emparentaré con Bach, y que sabré era la pieza favorita de Lennon –tanto que la tocaba una y otra vez en el tocadiscos de su limosina- me atraviesa de lado a lado.
Entrados los noventa, también Scorsese la utilizará para retratar a un pintor neurótico maravillosamente encarnado por el gran Nick Nolte en “Historias de Nueva York”.
En ese entonces, no se qué dice la letra, pero se que la quiero para mi boda o mi funeral.

3. “Nadie va a Durango”, Jaime López

1999.
Es mi primera estancia como trabajador indocumentado en un país extranjero.
Mi hermano mayor se ha ido hace cinco años.
Yo tengo dos de egresado y no he podido encontrar un trabajo.
Habito un ático en el Sur. Trabajo en restaurantes, talleres. No me gustan las automatic laundries donde las negras suelen robante el jabón, y a veces hasta la ropa.
O el corazón.
Lavo mis garras en el sótano.
Todos los beismen de Chicago huelen a detergente.
A detergente y a aceite quemado de las bombas de calefacción.
Más que lavar solas mi ropa, siento que en esos tendederos subterráneos hago un ritual para desprenderme de la mugre, la decepción, la soledad, la distancia y el frío.
Y oigo una y otra vez esas dos cintas que me grabara uno de mis grandes amigos, el locutor Jorge González: Libertango, de Piazzola, y un disco oscurote oscurote como lo fueron aquellos tiempos: Desenchufado, de Juan Jaime López Camacho.

4. “Talk show host”, Radiohead

Hay música que te pone caliente y no sabes por qué.
Un deseo que te hace sentir latidos hasta en los dientes.
Sonidos que remueven algo en esa caja de ritmos que es tu caja torácica.
Más que escucharla, la vi por primera vez en ese mosaico delirante que fue el “Romeo y Julieta” de Baz Luhrmann.
Esas dos líneas de bajo al inicio, eran para mi una imagen de la inminencia.
Cuando ella me prestó ese disco era como si con el solo gesto quisiera decirme algo más. O quizá no era sólo esa manera de retener mi mano durante el saludo, sino ese descaro suyo al mirarme.
Oía y oía la canción y no entendía por qué esa progresión me iba construyendo varias olas de Hokusai dentro de las venas.
Dudaba.
Luego supe que detrás de la inminencia venía la vida como una llovizna, como una ola, como una avalancha.
Y lo entendí. Y me dije, y le dije: “Estoy listo”.

5. “Fifteen feet of pure White snow”, Nick Cave

Son los primeros años de la década del 2000.
Mi hija mayor ha muerto.
He roto todos mis cuadros con un hacha.
He perdido también mi trabajo y mi casa.
Como una manera de evadir la hecatombe, el Norte me llama otra vez.
En esa ciudad me pierdo mil veces.
Fatigo mis músculos 14 horas diarias. Voy de los restaurantes griegos a los japoneses, de los italianos a los mexicanos, de los coreanos a los chinos y de los chinos otra vez a los griegos. Me aprendo todas las líneas del metro.
Quiero borrarme. Quiero olvidarme.
En esos callejones a donde sacamos las bolsas de basura entre la madrugada y el hielo, encuentro otros tipos como yo: ex policías, ex campesinos, ex esposos; perdidos o huyendo.
Luego de muchos meses, algo empieza a moverse de nuevo dentro de mi.
Ya es verano, y sobre ese crepúsculo brillosamente anaranjado se erige una de esas visiones que al momento de contemplarlas sabemos que no las olvidaremos jamás: mientras el australiano canta este ríspido góspel sobre la droga: “But the heaven…” una niña negra atraviesa la calle como un grácil garabato, vital, despreocupada, toda felicidad, brincando la cuerda.
Es la vida que me llama otra vez.
Es ahí que empiezo a escribir en una pequeña libreta –ora en el autobús, ora en el metro- las historias de mi primer libro.

6. “En mi calle”, Silvio Rodríguez

2010.
Ahora soy profesor, periodista.
Escucho a Silvio desde niño. Más que “Ojalá”, para mi su cumbre es esa melancólica habanera titulada “En el claro de la luna”. Del cubano me gusta lo que su sonido tiene de antiguo, ese olor a mascarones y viejas palabras quellegan a mi atravesando el tiempo. Esa poesía que pervive y se filtra intacta entre las espinosas alambradas de la ideología, las contradicciones y la diatriba.
El poeta que lo es a pesar de sí mismo. De una forma inconsciente. Irremediable.
Pero ahora es diferente.
Estoy por primera vez en La Habana. Vine a un curso de cine.
A una semana del huracán “Álex” ya la lluvia se ha ensañado noche y día sobre el depauperado barrio de Centro Habana.
Mi casera me ha recomendado que visite la Casa de Música en el último piso del Hotel Deauville, sobre la orilla del Malecón.
Es mi último sábado, es de noche y ya me alisto.
Avanzo sobre la calle Belascoaín, pero no llego ni a una cuadra.
Empieza a llover, pero más que el agua, lo que me detiene es un piano que surge a través de un zaguán: un hombre de mi edad, solo en su habitación llena de discos y libros, totalmente a oscuras, escucha “En mi calle”.
Esos primeros acordes a lo Beethoven me toman del brazo. Me paralizan.
Y me regreso.

7. “Fly me to the moon”, Frank Sinatra

Hay momentos en que el indecible vértigo se detiene.
La vida ofrece pausas.
Refugios.
Revanchas.
Remansos.
Una felicidad tan completa que pareciera imposible.
Que uno quisiera no verla ni nombrarla porque sientes que como una ensoñación, apenas designada, se esfumará.
¿Han visto a una mujer vestirse después del amor?
¿Cómo su rostro es todo luz?
¿Cómo su paso es elástico y lánguido como el de una pantera?
¿Cómo ríe contemplando en el espejo el doble puñal de sus ojos, mientras se acomoda la melena, los aretes?
Y aun partícipe o causa de ese esplendor, uno mira y es tanta la reverberación que hay que entrecerrar los ojos y uno se siente un intruso atisbando apenas los esquivos bordes del milagro.
Fragmentos: la pelusa de la nuca, el fuego café de una pupila, lo rojo de una uña, el tirante de un zapato, el perfume que nos eriza y nos punza.
Es de día –casi de mañana- en este hotel. El sol brilla también afuera. El canto de la fuente es aún más nítido. Y entonces, a través de la gruesa cortina, el azar conspira: un despreocupado jardinero con el celular en altavoz abre esa jaula de plata, y son las palabras de Sinatra que recalcan, confirman, reclaman, celebran:
“Fill my heart with song…”

8. “Cómo quisiera decirte”, Los Ángeles Negros. Letra de Horacio Salinas. Órgano Hammond con amplificador Leslie, a cargo de Jorge González

La imagen de su primer disco parecía un cartel de desaparecidos políticos.
Cinco figuras en alto contraste peinados y vestidos al estilo de los sesentas.
Igual que Lucho Gatica, Germain de la Fuente era chileno, y como el cantante de tangos, también perdió la voz antes de los cuarenta años.
Aunque la posteridad ubicó su música en lo más alto del género de la balada romántica, para mi siempre serán un grupo de rock progresivo.
Cuenta el mito que en San Carlos, su pueblo natal, un rayo partió el árbol de la plaza, y en el tronco tiznado quedó esculpida la figura de un ángel: de ahí derivaron su nombre.
Años después -en la dispersión y el encono- nadie supo precisar cómo hasta ese rincón polvoriento del desierto chileno, habían ido a dar los discos de Alain Bàrriere, de Charles Aznavour o de los compositores mexicanos que de tanto oírlos habían construido su peculiar sonido.
Les decían los Beatles chilenos.
Fundadores de una genealogía donde destacaron los Golpes, Los Terrícolas, Los Pasteles verdes, Los Bríos: agrupaciones con conformación de banda de rock cantando melosas baladas.
Dicen mis hijos que es la canción más choteada de la casa.
Y aunque Nano Concha, el bajista fundador del grupo, dice que el tecladista Jorge González “copió” esas figuras del funk de James Brown cuando tocaban jovencísimos en Canadá, ese órgano con amplificador Leslie para mi es el sonido del espacio exterior, el chirriar de los antiquísimos engranes que hacen girar las estrellas.

9. “In the summertime” Mungo Jerry. Letra y melodía de Ray Dorset

Soy un animal doméstico.
Trabajamos todo el día. Toda la semana. Los sábados son de trabajo también, pero de labor gozosa: es el día que sacamos basura, bañamos los perros, lavamos la ropa, colgamos los cuadros.
Mientras la madre de mis hijos se bate con la ropa y yo con los trastes, ellos hacen tarea y me enseñan nuevas canciones, raros one hit wonders con los que se regodean en los abismos de mi ignorancia musical: “It´s Magic” de Pilot, “Rock me, Amadeus” de Falco, “Hooked on a feeling” de Blue Swede, y otras.
Nunca he sido dado a la euforia, y lo único que heredé de mi padre fue una persistente propensión a la melancolía.
Lavar los trastes es mi forma de meditar. Lavar los trastes es mi zen.
Mientras trabajamos, jugamos a descubrir la mejor canción del mundo.
Y entonces uno de ellos la pone.
Yo no se si es la mejor, pero sí una de las más alegres que he oído jamás.
Esos tipos de estética rara traen todo el groove:
Leo que fue un trancazo en el mero 70.
Que Ray Dorset, el líder de la peculiar banda inglesa, la compuso en apenas unos minutos, y que imbuído en el demoniaco encanto del rock, espigado como entonces, es fecha que la sigue tocando en vivo.
Que Elton John le hizo un impecable cover con banjo.
Entonces aparece nítido el deja vù: hacia los ochenta, Vaquero -un olvidable conjunto de estilo texano- le hizo un cover en español. Y me recuerdo a los once o doce años, en un patio de mi colonia, viendo a Mundo y sus Chapis -un desaparecido grupo local que dicen también tocaba en la Zona Roja- amenizando una fiesta de quince años, fascinado ante el brillo rojo metálico de una batería que veo en vivo por primera vez; ellos abren el baile con una versión en cumbia de esta persistente tonada de la juventud.

10. “ Almost blue”, Chet Baker

Luego de una presentación, el periodista me cuestiona que, al contrario de muchos colegas, nunca haga comentarios jocosos. Ahora el autor, aparte de la reflexión o el comentario, está obligado a ser una suerte de entertainer o payaso. En mis evaluaciones semestrales como maestro, los alumnos me califican positivamente, sólo pervive una sugerencia, una súplica casi: “sonríe más”.
Si supieran que mi risa es atroz.
Me repelen los optimistas profesionales, el humor como arma última del escaso talento.
Creo que como recurso recurrente, el humor en la literatura mexicana está sobrevalorado.
He escuchado demasiado poco a Chet Baker. Otra más de mis taras, de mis hallazgos tardíos.
Pero me he leído con avidez su autobiografía titulada “Como si tuviera alas”.
En ella desnuda su fervor vagabundo, sus días de soldado, sus faenas con los dílers, las mujeres, los empresarios fraudulentos, y la lucha más interminable, la más estéril: la derrota ante la heroína.
Abajo del escenario, era el tipo más básico, el más simple.
El que hacía lo que le gustaba, el que se iba o se quedaba según le placía.
Con los años lo voy entendiendo. No es tristeza, ni parquedad.
Aspiro a una economía de los gestos.
Todas las mañanas escribo. Y es una de las pocas canciones que escucho a diario.
Esa voz como un susurro quebradizo es este primer aire frío del otoño, la pulsación primigenia, el recordatorio de la intemperie, el viento que empuja mis velas.

11. “God`s gonna cut you down”, Johnny Cash

Muchos años viví enojado.
De aquel tiempo me quedó sólo el gesto.
Esas grietas de la neurosis en el centro de la frente.
La boca atrapada en dos líneas como un paréntesis.
Luego vinieron ellos y cambiaron todo: volví a jugar futbol, a cocinar, a ver caricaturas y a tener perros.
Mis héroes son los singulares, los ríspidos, los solitarios.
Thoreau. Tolstoi. Tesla. Camus. Johnny Cash.
Rafael me la enseñó.
Y aunque evito hasta lo posible la histeria noticiosa y busco un esquivo estado de imperturbabilidad, los hijos de puta son más veloces, más ubicuos, más activos y más tenaces.
Los años recientes nos han situado en el horror y en la desmesura.
Y me vuelve a arder el estómago y me encabrono.
Y como el hombre de negro quisiera arrasarlos con sólo palmear cantando un góspel.
Y vuelven las noches que se van en blanco pensando en cómo poner a salvo todo lo que amas.
Y con la primera luz del día, erguirte en esa determinación y esa rabia que anclan tus pies al suelo.
Y advertirle a todo cabrón constructor de lo irrespirable:
“De aquí no pasarás”.

12. “Moonlight serenade”, Glenn Miller

Nunca fui un hombre elegante.
Pero siempre la ensoñación me ofreció un refugio.
Aún deploro el fin de esa época en que los hombres usaban sombrero.
Varias veces en mi vida me he soñado en remotos bailes de gala, eventos multitudinarios en alguna playa perdida.
Los hombres llevan esmoquin blanco y las mujeres vestidos de tirantes y la espalda semidesnuda.
El crepúsculo es añil y los candiles que separan la terraza del mar son pequeños soles moribundos que se mecen temblando.
Las parejas se desplazan con languidez, como atrapadas en el ritmo del oleaje y ese juego de reflejos entre las trompetas plateadas y el pulso de las estrellas en una noche azul y eterna.
Por eso me fascina tanto Fitzgerald.
Como a él, de los ricos me sobrecogió siempre ese autismo tan natural donde no hay nada imposible.
Por eso disfruté tanto la coreografiada desmesura del “Gatsby” de Baz Luhrmann.
Sin embargo, no podría explicar la razón por la que esta pieza ejerce en mi su influjo hipnótico.
Quizá el eco remoto de esa identificación radial de la XESJ que nos arrullaba en noches de las que pervive apenas el retazo de un acorde o el rastro de un olor.
O ese ritmo que asemeja el oscilar de un péndulo, un rizo interminable del tiempo.
Como el enigma del músico que erigiera este ensalmo, tocando eternamente en los discos rayados de los veteranos, esos mismos que lo vieron subirse a un avión durante la Segunda Guerra, y perderse para siempre sobre las aguas oscuras entre Francia e Inglaterra.

* Coda

Después de muchas vueltas al sol, de muchos sábados, de hacer muchas tareas y de lavar interminables pilas de trastes, mis hijos y yo hemos dado con la canción más hermosa del mundo.
No pregunten las razones. Tampoco nosotros las sabemos.
Sin misterio no hay nada.
Es ésta.

Alejandro Pérez Cervantes nació en Saltillo, Coahuila, en 1973, es artista plástico y escritor. Estudió diseño gráfico en la Universidad Autónoma de su estado en donde actualmente es profesor en la escuela de Artes Plásticas y editor de la revista Símbolos Culturales, del área de Humanidades de la misma Universidad. Es parte del consejo editorial de la revista estadounidense Contratiempo. Escribió los libros Los muros de niebla (plaquette)y Murania, con el que obtuvo el Premio Nacional de Cuento Julio Torri en su edición 2006. Participó además en la antología El crimen como una de las bellas artes II. Ha colaborado con distintos medios como Vanguardia, Replicante y Día Siete.

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