Cómo leer un artículo de divulgación científica (o documental)

26/06/2013 - 12:01 am

“¿Puedes morir durante un viaje en el tiempo?”, preguntó Morgan Freeman en un programa con el que me torturó la televisión del ADO hace unos días. Primero pensé que era ficción, que estaba iniciando una película fantástica. Pero luego me di cuenta de que no, de que –en teoría– se trataba de un documental “científico” del Science Channel (del Discovery). ¿Desde cuándo una pregunta así es una pregunta científica?, pensé.

Y mejoraba:

“Pero la naturaleza no quiere que enviemos mensajes al pasado”.

“Para viajar en el tiempo necesitamos tecnología tan poderosa como Dios”.

Etcétera.

Ahora resulta que, según la “ciencia”: 1) la naturaleza tiene deseos y 2) Dios existe, es un hecho científico y probado y, además, tiene una tecnología súper-poderosa, tanto que el Compadre sí puede viajar en el tiempo. Ya me lo decían en el catecismo: es Pleno y Eterno, aunque los sacerdotes no hablaban de Tecnología Divina.

¿Tiene sentido mezclar meta-entes como Naturaleza o Dios al hablar de ciencia? ¿Cómo es posible distinguir cuándo un científico está comunicándonos información científica y cuándo está cotorreando como si estuviera en una carne asada?

Tecnología divina y las hilachas

Seguramente a usted también le ha pasado. Al ver un documental, leer un artículo de divulgación científica o, incluso, al ver un comercial en la televisión, de repente hay partes que no entiende, que le parece que hay un salto en la explicación y tiene la esperanza de que luego se resuelva. Pero no se resuelve. Sino que ese punto que no entendió queda en el aire y, entonces, tiene dos opciones: creer o no creer. Y, por lo general, se inclinará usted a creer puesto que quien lo dice es un científico: y en la primaria nos dijeron que la ciencia dice la verdad.

Dos ejemplos simples bastan: los comerciales de shampú y los de cereales. En los primeros nos dicen que tienen queratina o ADN vegetal y; en los segundos, que están adicionados con vitaminas y minerales. ¿Pero qué diablos es la queratina?, ¿qué es una vitamina? Un ladrillo tiene minerales, ¿es bueno para mi salud morder ladrillos? El zacate tiene ADN vegetal (a fuerzas), ¿me conviene untarme zacate en las greñas?

Piénselo un momento. En realidad no tenemos idea de qué es lo que nos están diciendo. Y no es que seamos tontos o ignorantes, sino que son conceptos sumamente complejos y, por lo mismo, se obvian en el discurso. Si no me cree, pídale a un biólogo molecular que le explique con detenimiento qué es una vitamina: se sorprenderá. También hay otra opción: son mentiras flagrantes. Y lo mismo que sucede en los comerciales sucede en los artículos o documentales de divulgación científica.

Así, cómo distinguir una cosa de otra, cómo darnos cuenta de cuándo nos están tratando de tomar el pelo. Es más o menos fácil: si en EU tienen a Morgan Freeman, en México tenemos a tres filósofos de mayor envergadura: Alaska/Fangoria, Intocable y Vicente Fox.

¿A quién le importa?

La primera pregunta que debemos hacernos al recibir información científica es la que formuló muy atinadamente Alaska, cuando cantaba con Dinarama: ¿A quién le importa?

La ciencia la hacen seres humanos, como usted o como yo, y pasan horas y horas y años y años trabajando en el mismo tema, de modo que les tiene que importar lo que hacen. Y mucho. Mejor aún, también necesitan dinero para hacerlo y las decisiones de a dónde se va el dinero las toman, también, personas como usted o como yo. Así, si usted se ha preguntado por qué la ciencia se ha desarrollado tanto en ciertos ámbitos y no en otros, la respuesta tiene que ver precisamente con los gustos e intereses de los científicos y los tomadores de decisiones, por ejemplo: ¿por qué se gasta tanto en aceleradores de partículas (digamos, en el LHC) y por qué hay tan poco desarrollo en materiales para que mi calle no esté llena de baches? o ¿por qué hay en el mundo tanta investigación sobre obesidad humana y tan poca sobre enfermedades tropicales?

Así, si al leer un artículo o ver un documental uno se pregunta ¿a quién le importa? y, siguiendo los consejos de la abuelita, piensa mal, seguramente sabrá cuál es la conclusión del artículo o documental. Baste un ejemplo: los estudios de género. Si usted ve un artículo intitulado “Correlación genética entre homosexuales y asesinos seriales”, no requerirá leer el artículo para saber la conclusión: hay una correlación genética indiscutible. ¿Por qué? ¡Porque a quién diablos le importa pasarse años gastando dinero en un estudio semejante! En cambio, si usted es gay no haría este estudio, sino más bien uno intitulado “Correlación genética entre homosexuales y grandes genios de la historia” y, por supuesto, demostraría que la hay. (Por descontado, lo más seguro es que en ambos estudios lo único que se “demuestre” es que los asesinos, los genios y los homosexuales son seres humanos y tendríamos el mismo resultado si lo hiciéramos con meseros o contadores públicos).

Pero dado que no todas las investigaciones son tan fáciles de predecir como el ejemplo anterior, nos podemos ayudar de la gran pregunta que formuló Pedro Reyna en voz de Intocable.

¿Y todo para qué?

La ciencia la hacen seres humanos y los humanos tenemos intenciones. Si la pregunta anterior no basta, pregúntese, como Intocable: ¿Y todo para qué? ¿Para qué pasar tantos años investigando algo? ¿Para qué hacer la investigación como se hizo? ¿Para qué optar por ese objeto de estudio y no otro?

Me explico. Hace años vi un artículo en un congreso que explicaba la correlación genética mitocondrial entre las mujeres… ¡y las ratas! Es en serio. Y, por supuesto, había una correlación (ambos grupos son hembras y mamíferos). ¿Pero para qué haría eso alguien? Dos días después, en el congreso, conocí al autor y me contó que hacía dos años que se había divorciado. Por supuesto: odiaba al género femenino.

El caso anterior le puede parecer absurdo. Pero tal vez se haya preguntado alguna vez por qué la ONU, el FMI o los economistas insisten en agrupar “Latinoamérica” siempre en el mismo bloque. Si lo piensa, no tiene sentido, compartimos el idioma pero no los índices económicos. Desde la economía, México tendría más similitud con Kazajstán que con Paraguay, pero nos agrupan con Paraguay y El Salvador, ¿para qué?

Un ejemplo más: el desarrollo de armas. Es iluso pensar que científicos, gobiernos y corporaciones las hacen con buenas intenciones: “yo nomás las fabrico, el dilema moral es de quien las usa”. Y esto nos lleva a la siguiente pregunta, formulada por el excelso filósofo y expresidente de México.

¿Y yo por qué?

¿Y yo por qué tengo que enterarme de eso? Por qué tengo que enterarme de la queratina, de que Dios es el único que tiene la tecnología para viajar en el tiempo, de las correlaciones genéticas entre ratas y mujeres, de que Paraguay y México son “lo mismo”, de que las hidroeléctricas contaminan muchísimo o lo que usted quiera.

Una palabra: propaganda.

Tomemos un ejemplo: las hidroeléctricas. La construcción de una hidroeléctrica, con su dique, obviamente modifica (elimina y cambia por otra) la distribución y abundancia de los seres vivos que estaban en el río (pues ya no hay río, sino una presa). Y desde hace unos 15 años, diversos grupos de científicos y ambientalistas comenzaron a hacer sonar la alarma al respecto de este tremendo impacto ambiental. Entonces, para el caso estadounidense, un periodista se puso a investigar de dónde venía el dinero de estas investigaciones. Adivine. Piense mal. Piense muy muy mal. Sí: venía de las empresas generadoras de electricidad con plantas de carbón y petróleo.

Por descontado, generar electricidad con carbón o petróleo produce mucho mayor impacto ambiental que hacerlo con una hidroeléctrica. ¿Entonces? Entonces el objetivo era que usted se enterara de lo tremendas que son las hidroeléctricas (que también son, pero mucho menos) y presionara a sus políticos.

Así, esta última pregunta nos ayuda a resolver dudas. ¿Por qué tengo que enterarme de que las vitaminas son indispensables para mi salud?: porque yo te las vendo en el cereal. ¿Por qué tengo que enterarme de que la queratina es buenísima para el cabello?: porque yo te la vendo en el shampú. ¿Por qué tengo que enterarme de que hay una relación entre gays y asesinos seriales?: porque yo soy homófobo y quiero que tú también lo seas. ¿Por qué tengo que enterarme de que “Latinoamérica” es un bloque?: porque nosotros queremos que lo siga siendo y que ni se les ocurra que alguno puede ser primer mundo. ¿Por qué tengo que enterarme de que Dios es el único que puede “viajar en el tiempo”?: porque yo soy creyente y quiero que tú también lo seas. ¿Del desarrollo de armas?: porque quiero que tengas miedo. ¿De los aceleradores de partículas y los viajes espaciales?: porque quiero que veas lo poderosos que somos y lo atrasado que estás.

Este último punto requiere una breve explicación pues no se trata sólo de una cuestión política Primer vs. Tercer Mundo, sino también una cuestión interna: necesito que sepas, que sientas, que la frontera de la ciencia está tan alejada de ti que no te queda otra opción que creernos todo lo que te digamos: lo peor para tu salud es esto, lo mejor para el urbanismo es lo otro, las mejores decisiones respecto al cambio climático las tomamos nosotros.

Sí, la divulgación de la ciencia es menos inocente de lo que parece. Pero con estas tres preguntas básicas de filosofía de la ciencia, de nuestros grandes filósofos mexicanos, podemos tomar una distancia prudente, como ciudadanos, y discernir. Haga la prueba. Tome cualquier revista de divulgación científica, lea el título, respóndase estas preguntas. Luego léalo. ¿Le atinó?

 

Adendum: en México hay varias personas que sí son excelentes divulgadores científicos, por ejemplo, José Gordon y Julieta Fierro o, en esta misma publicación, Erick de la Barrera.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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