¿Hasta dónde llegará una guerra entre una tradición mágica milenaria y una poderosa compañía? Esa es la pregunta que hace centro en la novela La joroba de la bestia, de Ediciones B. El que vuelve es César Gándara, después de su novela Rebelión de los fanáticos y este tema, que por ahí pasa entre el narcotráfico o la sangre actual, refleja por qué están emparentados todas las cosas que nos suceden bajo un sistema económico: el capitalismo.
Ciudad de México, 26 de mayo (SinEmbargo).- La novela La joroba de la bestia, de César Gándara, es ecologista y sobrenatural. Un monstruo, una bestia, sale a pelear con el sistema económico que hoy domina el mundo: el capitalismo.
Chema es el protagonista, un directivo adicto a la cocaína que sólo quiere crecer en su trabajo. Para la transnacional para la que trabaja: debe liderar la destrucción de una cueva que se encuentra en la paradisíaca Isla Tiburón, a fin de construir un lujoso resort de clase mundial. Pero el lugar tiene pinturas rupestres y es considerado territorio sagrado por el pueblo seri, que no dudará en emplear todas sus armas para defenderlo, incluida la hechicería.
–Cuenta un poco de esta novela
–Habla de los seri y de Chema, el protagonista que trabaja para una multinacional. Tiene un proyecto muy grande, hacer un resort sobre la isla del Tiburón, un paisaje paradisíaco. La isla pertenece a los indios seri. Chema tiene que entrar a una cueva en el cerro del Tecomate, donde se supone que quieren poner los pilotes para asentar la construcción. Cuando él llega ahí ve que hay un montón de problemas, la gente de la comunidad se está quejando, hay como especie de enfrentamiento y se va directo a la cueva. Cuando llega se da cuenta que hay unas pinturas rupestres. Él empieza a estar en un dilema, no puedo destruir esto, pero si no la destruyo me van a correr de la chamba. Él decide explotarlo, ordena a su gente que tire dinamita y cuando esto empieza a suceder se le aparece un bicho, una especie de lechuza gigante. Chema es cocainómano que tiene muchos problemas con su familia, está divorciado, se llevan muy mal con su esposa, pero sin embargo está tratando otra vez volver a conquistarla…trata de hacer lo que la empresa le pide, pero en tanto más se mete, más empieza a conocer la cultura de los seri y más se siente cercano a ellos.
–Son dos bestias, enfrentándose
–Sí, contra el capitalismo. Más allá de los gobiernos, por encima de ellos, hay sistemas económicos que nos rige casi a nivel mundial y es el que nos tiene así. Muchas de las manifestaciones sociales, el narcotráfico, el secuestro, la trata de blancas, tienen que ver con un sistema económico donde la prioridad y lo fundamental es el dinero. Las personas se convierten en una mercancía, las tierras, las ideologías, las culturas, también se vuelven a un producto y puede ser vendido al mejor postor. Esta novela, que va mucho a temas sobrenaturales, suspenso, en el fondo es discutir dos cosas. Una, es discutir el capitalismo, que ya mucha gente dice que no funciona y la otra es el choque de dos culturas fundacionales de los mexicanos. Por un lado la prehispánica, como los seri, y la llegada de Occidente a nosotros. Normalmente los mexicanos tendemos a tomar uno de los dos partidos. O somos indigenistas o estamos a favor de los occidentales y creo que la novela ve el conflicto entre las dos culturas y tratar de entender que necesitamos de las dos cosas.
–¿Los seri defienden a la isla del Tiburón?
–Sí muchísimo. Los inversionistas creen que están haciendo buenas cosas para ellos, también para la comunidad seri, pero éstos creen todo lo contrario. Hacer ficción entre estas dos culturas y tratar de buscar un diálogo que en este contexto no tiene solución.
–Pienso mucho en Werner Herzog, que está haciendo un cine espectacular, vivir con la la naturaleza, sin Facebook, sin radio, sin nada…
–Claro. Ese sería el lado de los seris. La novela habla mucho de sus costumbres, su ideología, los seris por ejemplo no se creen dueños de nada, ni siquiera de la tierra. Ellos están ahí y se sienten como una especie de comisionado para cuidar la tierra. Tienen otra costumbre, cuando regresan de pescar, si alguien les pide pescado ellos tienen la obligación de darlo. Nadie se queda sin pescado en la isla del Tiburón. Sí es otra manera de ver la realidad y cada vez tienen menos derechos, los han ido acotando.
–Esas formas de vida anticapitalista se ven cada vez más y en todos lados
–Sí, es cierto. Ya se ha hablado mucho de esto, pero es la crisis del sujeto. Hay una falsa idea de que el sujeto es una persona única, indivisible, como una pieza absoluta y que todos debemos responder a cierto patrón de lo que se considera “normal”. Desde hace muchos años, esta forma de ver el sujeto está muy puesta en duda. Una minoría no significa que como son menos votos tienen menos derecho. Esto no es así. Entre más manifestaciones de individualidad haya, más se enriquece esto, a la comunidad, como seres humanos.
–¿La novela viene de un hecho real?
–Hecho real como tal no, pero sí. Sí hubo unos intentos, allá por los ’80, los ’90, donde quisieron privatizar a la isla del Tiburón, pero la comunidad seri ha sido muy unida y defienden mucho su costumbre y el espacio.
–¿Esta novela además de ecologista es sobrenatural?
–Sí, para mí es una metáfora, este choque entre dos culturas, dos visiones encontradas y un poco tratar de ver las dos opciones, un poco sin tomar partido. Para mí fue muy importante, como escritor, tratar de desaparecer, tratar de contar la historia sin que se piense quién es el autor. Yo nací en Guaymas, Sonora. Ya tengo muchos años viviendo aquí, en la Ciudad de México, soy guionista de televisión. Mi anterior novela es Rebelión de los fanáticos, que es una novela que está publicada en Terracota, un poco futurista, un thriller apocalíptico que habla un poco de una idea de un país, México, que ya no existe.
Fragmento de La joroba de la bestia, de César Gándara, con autorización de Ediciones B
El bote avanza dibujando una estela de agua calma. Las olas van y vienen con un ritmo cadencioso y todo se revuelve dentro de ti. Tus manos tiemblan. Un gajo de sol aparece en el horizonte y el mar se va cubriendo de una película dorada. Pasas la lengua por tus encías. Un poco de cocaína podría tranquilizarte, pero sabes que ahora es imposible. Tendrás que esperar. En la popa, Xepe controla el motor fuera de borda, te señala a lo lejos una inmensa roca de color rojizo.
—¿Es ahí? —preguntas.
Xepe afirma con la cabeza.
—Entonces avanza.
El bote enfila hacia la isla, como un espermatozoide luchando por fecundarla. En tierra firme hay una línea de sahuaros. Quisieras esnifarlos, sentir sus espinas rasguñándote la piel. El calor y la sal escuecen tu cuerpo. Sientes la boca pastosa y las agruras te muerden la boca del estómago.
Dos guardias van sentados junto a Xepe, llevan entre sus piernas unos rifles apuntando al cielo y usan gorras con logotipos de la empresa.
Aspiras profundo, el asco gana terreno. Suena el timbre musical de tu celular. En la pantalla, Cristina te pide que contestes su llamada. La rechazas.
—Tiene buena recepción —dice Xepe, señalando el aparato con la barbilla.
No respondes. Quieres distraerte y olvidar las náuseas por un rato. Observas con los binoculares hacia tierra firme: las mujeres tejen cestas. A su alrededor los niños juegan y corretean en la arena. Las niñas se entretienen con sus muñecas de trapo y los hombres sacan la pesca de una panga. Peces grandes y afilados que baten sus cuerpos sostenidos por las manos nudosas de los seris. Pelo corto, piel roja y gruesa, como la Isla Tiburón. Visten pantalones de mezclilla con camisas a cuadros de manga corta. No son como los habías imaginado. Uno de los niños te mira, señala el bote con el índice y todos en la playa voltean hacia ti. Bajas los binoculares y te giras hacia el otro lado, mar adentro, hacia la isla.
Bajas del bote, el agua fría te moja las piernas. Antes de llegar a la orilla comienzas a vomitar. Xepe te extiende una cantimplora, la rechazas. Fijas la mirada en el mar. A lo lejos, mal encarados y decididos, un puñado de seris se acerca en una panga.
—Tenemos visitas.
Una arcada vuelve a doblarte, vacías el estómago.
—Xepe, acompaña a don Chema hasta la cueva —dice Anselmo, uno de los guardias.
Te incorporas, limpias tu boca con la manga de la camisa y comienzas a caminar. Hay arena por todas partes. El paisaje está plagado de sahuaros, mezquites y desierto.
—Andan muy nerviosos —dice Xepe, mientras camina a tu lado—, lo estaban esperando desde la semana pasada.
—¿Hacia dónde? —preguntas.
Xepe estira la mano y señala con el dedo índice. Levantas la mirada y observas la falda de un cerro, apenas un pequeño montículo a varios kilómetros de distancia. Sacudes la cabeza, aturdido por el sol, y continúas tu marcha.
Los seris bajan de la panga. Son atajados por los guardias de seguridad.
—No pueden estar aquí. Es propiedad privada —dice Anselmo, empuñando su rifle. Los observa con sus ojos pequeños. Tiene una nariz grande, afilada y aguileña. Los seris se cimbran ante la mirada retadora del guardia y su enorme arma de fuego. Un anciano se abre paso y lo encara. Tiene el rostro muy arrugado, los cabellos cortos y erizados. Sus ojos están nublados por un velo blanco.
—La isla es de nuestra comunidad —sentencia el anciano.
—Ya no. Váyanse.
Los seris comienzan a manotear, vociferan en su lengua. Anselmo corta cartucho.
—Váyanse o no respondo. Se escucha el rumor del viento. Las olas rompen en la orilla. El anciano habla en su lengua y los seris se dan la media vuelta. Suben a la panga, comienzan a jalar la cuerda para encender el motor.
La embarcación avanza, se va perdiendo entre el movimiento de las olas. Los guardias escoltan a los seris con la mirada. Luego se miran entre sí, meneando la cabeza.
Aparece de nuevo la imagen de Cristina en tu celular. Qué ganas de chingar, en serio. Todavía no son las siete de la mañana y ya te ha llamado cinco veces. Rechazas la llamada. Dos ingenieros salen de una cueva en la falda del cerro. Te agobia el calor ahora que estás lejos de la orilla, y que la brisa del mar no refresca.
—¿Cómo van con la excavación? —preguntas.
El capataz menea la cabeza. Quiere justificarse, pero no le salen las palabras.
—Enséñame qué hay adentro —dices molesto, y caminas hacia la entrada de la cueva.
Xepe respinga, pela los ojos, nervioso. Tiene hinchadas las venas de la frente.
—No debería entrar ahí, don Chema, es una cueva sagrada.
No le pones atención. Uno de los ingenieros te da una lámpara. La entrada de la cueva es como una boca dispuesta a engullirlos. Penetras. Apenas han dado siete pasos cuando todo está ya en penumbras. Los ingenieros encienden las luces de sus cascos y te guían por un laberinto plagado de estalactitas, estalagmitas y sombras de diferentes tonalidades.
El ambiente es muy denso, húmedo. Sientes el calor y los minerales dentro de tus pulmones. No puedes respirar. Tranquilo, Chema, aspira hondo y aguanta el aire lo más que puedas. Ahora déjalo salir pausadamente. Una especie de chillido coral se acerca cada vez más intenso y disonante. Te circunda. Es una horda de murciélagos rodeando tu cuerpo, las alas gelatinosas rozan tu rostro. Estás atrapado en una telaraña viviente, palpitante. El ruido te escalda los huesos. Sus extremidades arañan tus orejas y parece que quisieran expulsarte de la cueva. Manoteas poseído por el pánico. Apenas puedes controlar tu vejiga. Escuchas los silbidos insistentes de los empleados. Te echan sus luces encima y las ratas voladoras comienzan a disiparse, aturdidas por el ruido y la luz de sus lámparas. El capataz se acerca.
—¿Se encuentra bien, don Chema?
Asientes mientras jalas una bocanada de aire.
—No se separe de nosotros, estos túneles son muy engañosos.
Figuras humanas estilizadas, animales con forma de venados, ballenas y lechuzas aparecen impresas en las paredes. Son hermosas y se encuentran perfectamente conservadas. ¿De dónde salió esto y por qué nadie te había informado? Pensabas que tenías todo bajo control, que eras el hombre de confianza de Claudio y que por eso te había enviado a la isla. Ese cabrón, siempre jugando a tres bandas. Te vio la cara, y ahora debes tomar una decisión. Diriges la luz de tu lámpara hacia el capataz.
—¿Quién más sabe de esto?
—Sólo nosotros, don Chema.
Recuerdas las instrucciones de Claudio, fueron muy precisas: desaparecer la cueva.
—No sé… ¿y si hacemos una excavación? Podría suceder un accidente que tapara esto.
—No podemos cavar, don Chema. La gente de la playa nos espía a todas horas. La única manera es dinamitando.
—Pues entonces, háganlo.
—No hay suficiente dinamita, necesitamos por lo menos doscientos kilos.
Sabes perfectamente que no puedes volver a la oficina y decirle a Claudio que no pudiste con la encomienda. Tienes que hacer algo si quieres avanzar, convertirte en alguien, hacer una carrera dentro de la empresa.
—Esto tiene que desaparecer ahora mismo.
El capataz se limpia el sudor, se encoge de hombros y voltea hacia los ingenieros.
—Ya escucharon al jefe.
Los ingenieros se ponen de rodillas, sacan la dinamita de sus mochilas y comienzan a distribuirla. En eso la tierra se cimbra, escuchas un ruido muy fuerte. Como un tronido o tambores.
—¿Qué fue eso? —preguntas.
—¿Qué cosa?
Llevas el índice a tu boca para que los empleados guarden silencio. Los ingenieros se miran entre sí, confundidos. El silencio ha regresado. Tras una pausa, comienzas a dudar de tus sentidos.
—Hace falta aire en este lugar.
Un sudor chocolatoso escurre por tus sienes. Tus manos tiemblan. Todo sería más fácil con una raya de coca. El capataz y su gente van muy adelante, escuchas sus voces haciéndose pequeñas mientras las luces de sus lámparas se alejan. Aceleras el paso tratando de alcanzarlos y, repentinamente, te encuentras en medio de la nada. Gritas. Recibes por respuesta el eco de tu voz. Un calambre te recorre el espinazo, sientes una fuerza atrayéndote. Tropiezas, la lámpara cae dentro de una grieta. Todo queda a oscuras. Arrastras los pies, inseguro, temeroso de caer en un agujero sin fondo o de encontrarte de nuevo con la horda de murciélagos. Sacas el celular y te guías con su luz azulina. Intentas encender la luz del aparato. Alguien está ahí dentro, puedes sentirlo. Con ayuda del celular distingues unos pies sucios de uñas gruesas y despostilladas, como garras de animal. Levantas la pantalla y descubres el rostro de un indio seri, de cara ajada y llena de arrugas, el cabello largo y canoso. El anciano estira el brazo y una garra se aferra a tu cuello, como salida de tu imaginación, o de tus miedos más profundos. Intentas zafarte, pero la garra es muy poderosa. Obstruye tu respiración. Manoteas, sientes los labios hinchados y amoratados por la falta de oxígeno. Boqueas como pez fuera del agua tratando de jalar un hilo de aire para no morir. La vida se te escapa, Chema. Dejas caer el celular y comienzas a ver dentro de tu cabeza las pinturas rupestres.
A lo lejos, las luces de las lámparas se abren paso en la oscuridad. Son acompañadas por las voces de tus empleados. La garra te suelta. Caes al suelo. Quieres pedir auxilio, pero no te sale la voz. Te arrastras. Encuentras el celular y avanzas hacia las voces de los empleados. Los túneles son cada vez más estrechos. Te sientes atrapado y sin salida cuando te topas de frente al capataz.
—¿Está bien, don Chema? Las palabras se agolpan en tu garganta. Comprendes lo ridículo que sería contar tu historia.
—Me perdí.
—No me lo tome a mal, don Chema, pero se lo dije. Mejor quédese cerca.
Agradeces la luz del sol lastimando tus pupilas, el aire limpio. Afuera, todos te miran con cara de espanto. Imaginas la expresión de tu rostro. Xepe se te acerca, lo repeles dándole la espalda. Sacas el celular y llamas a Claudio. Te contesta de inmediato:
—¿Qué pasó, Chema, cómo va la excavación?
—Estamos trabajando en eso.
—No queremos problemas, sabes que no podemos detener el proyecto.
—Los muchachos van a resolver el asunto.
—Cuento contigo, entonces —dice Claudio y termina la llamada. Miras la boca de la cueva. Revives la sensación de aquellas bestias infernales y gelatinosas rozando tu cuerpo, los huesos escaldados, el cosquilleo en tu nuca, aleteos, oscuridad y una garra en tu garganta. Todavía te cuesta trabajo tragar saliva. Un ingeniero pasa junto a ti con el detonador en las manos. Lo detienes.
—Suspendan la explosión.
El capataz y los empleados se miran desconcertados. Xepe te observa. No puedes sostenerle la mirada, te das la media vuelta y caminas de regreso hacia la playa.
En la orilla, la embarcación se balancea con el vaivén de las olas y tus tripas se retuercen al pensar en el trayecto de vuelta. Intentas reprimir las náuseas.
—¿Podemos regresar por tierra? —preguntas.
Xepe camina hasta donde se lo permite el oleaje. Señala la población de los seris.
—Hay un camino de terracería. Son como unos dieciséis o diecisiete kilómetros desde tierra firme hasta la carretera federal.
—Pide un vehículo —le ordenas a Anselmo.
—No es buena idea, señor. Los seris andan muy alebrestados. Observas fijamente los ojos del guardia. Él agacha la mirada y toma su radiotransmisor.
—Aquí costera a base… ¿me copian? Necesitamos un vehículo en Punta Chueca…
Hay una mujer joven, morena y guapa, que conversa con los pescadores. Viste pantalón de mezclilla y una playera de cuello en v. No trae sostén. Los seris se te acercan. Se arremolinan en la playa murmurando en su idioma.
Bajas de la embarcación escoltado por los guardias. La joven llega acompañada del anciano que discutió con ellos.
—¿Usted es el responsable de lo que hacen en la isla? —José María Ortiz, a sus órdenes.
—Aquí don Jaime es jefe de los comcáac —dice la mujer, mirándote con sus enormes ojos que parecen verlo todo.
—Y tú eres…
—Cacni —responde la mujer.
Don Jaime, con la frente en alto, muestra orgulloso sus cataratas. Comienza a articular sonidos indescifrables.
—Nuestro pueblo ha habitado estas tierras desde antes de la llegada de los españoles —traduce.
—Estamos conscientes de eso —respondes—. No tenemos intenciones de apartarlos de sus tierras, ni de sus lugares sagrados. Cacni mira con desprecio a Xepe, como a un Judas, o el equivalente de sus creencias.
—Hace unos días vieron un helicóptero aterrizando en la isla —menciona Cacni.
—Era una expedición, estaban haciendo un levantamiento topográfico. No tienen de qué preocuparse.
—La Isla Tiburón es una zona protegida por las leyes. No pueden venir así nada más a quitarnos…
—No queremos quitarles nada, al contrario —contestas—. Queremos ayudarlos.
—Y nosotros queremos que se vayan —interrumpe don Jaime en clarísimo español.
—Tenemos permiso para estar aquí, don Jaime. Recibimos la isla en concesión.
—Eso no es verdad —dice Cacni—. La isla es una zona de reserva ecológica, no puede darse en concesión.
—Claro que sí, ¿quién les mete esas ideas? Intentas recobrar la calma, no pueden ganarte las emociones. Eres un profesional, Chema, y no vas a permitir que una muchachita te saque de tus casillas.
—Sólo les pido que me permitan demostrarles nuestras buenas intenciones. Llega la camioneta de la compañía, tu tabla de salvación. Le haces un gesto a los guardias y éstos te abren paso entre la muchedumbre.
—Si me disculpan, tengo que retirarme. Los indios vociferan, reclaman mientras caminas escoltado por los guardias. Subes al vehículo. Comienza a vibrar tu celular. Otra vez Cristina. Rechazas la llamada. Miras por la ventana y entre la muchedumbre reconoces a Cacni. Te observa retadoramente.
—¿Quién es esa mujer? —preguntas.
—Cacni Contreras —dice Xepe—. Estuvo varios años fuera de la comunidad, pero acaba de regresar.
Asientes mientras tus manos juguetean nerviosas con el celular.
Tus pupilas se contraen al contacto con la luz. El médico retira su lámpara y comienza a inspeccionar tus fosas nasales.
—Tiene muy irritadas las membranas. Disimulas, diriges tu atención a los diplomas en la pared. El médico te toma de la barbilla y te hace abrir la boca.
—¿Desde cuándo le dan estas taquicardias? —pregunta mientras revisa tu garganta. Esperas a que retire el abatelenguas para contestar.
—Es la primera vez que me pasa. ¿Fue un ataque de pánico?
El médico te observa, parece esperar a que tú le respondas. Se quita el estetoscopio y lo pone sobre su escritorio.
—Tenemos que hacerle algunos estudios, hay muchas causas por las que pueden manifestarse arritmias y ataques de ansiedad…
El médico se da la media vuelta y te encara.
—¿Consume drogas?
Tienes que ser inteligente, Chema, piensa. Piensa rápido y dale una respuesta satisfactoria que te ayude a salir de esto. El muy cabrón estaba esperando el momento para soltártela. Lo más fácil es mentir, pero tu chamba está en juego. Él no es estúpido, puede leer la expresión de tu rostro.
—Si cuatro tazas diarias de café se consideran drogas… Te pones de pie y abrochas los botones de tu camisa. Quieres salir lo más pronto posible.
—Tengo que hacer una solicitud para los estudios —sentencia el médico.
—No hace falta, dígame cómo se llaman y me los hago por fuera.
El médico te mira por encima de las gafas con ojos inquisidores. Toma su bloc de recetas y comienza a escribir.
—Trate de hacer ejercicio y procure dormir al menos seis horas diarias. Probablemente sólo sea cansancio y estrés.
Escuchas el bolígrafo deslizándose sobre el papel. Acabas de librarla, Chema, pero ¿por cuánto tiempo? Tienes que dejar la cocaína, lo sabes, o terminarás desempleado. Una sonrisa comienza a dibujarse en tu rostro, intentas reprimirla, pero es inevitable.
Abres la puerta y percibes la peste. Sentado en tu silla ergonómica, Claudio juguetea con un puro entre sus dedos. Viste un traje de corte italiano, corbata de seda y el cabello engominado. Jala una bocanada de humo gris y espeso. Un hilillo de humo se eleva hacia el techo de la oficina.
—¿Cómo te fue con los indios? —pregunta.
Con un ademán te indica que te acerques. No soportas que se metan con tus cosas. Te lloran los ojos y te pica la garganta por culpa del habano. El olor penetra la oficina.
—Intenté dialogar con ellos, pero están muy difíciles.
—¿Les dijiste que les vamos a comprar lanchas nuevas?
—No les importa, Claudio.
—Pues entonces ofréceles trabajo cargando los palos de golf.
La mirada de Claudio es sincera: esos indios le importan algo menos que un cacahuate.
—Prometí hacer lo posible por ayudarlos.
—Perfecto, dales largas y quítamelos de encima mientras dinamitan esa cueva.
Claudio se endereza para acercar el puro al cenicero. La ceniza cae gorda sobre el escritorio.
—¿Cuándo ibas a decirme de las pinturas rupestres? —"Pinturas rupestres". Eres muy generoso con unos cuantos rayones sobre una pared que nadie puede ver —revira Claudio, visiblemente molesto.
Por tu mente pasan las imágenes de las paredes. Recuerdas las figuras de venados, reptiles y aves, también las figuras humanas estilizadas, adornadas con cuernos y pieles de animales, con los brazos en alto, en actitud de imploración.
—Tenemos que buscar otra estrategia para calmarlos, Claudio. La Isla Tiburón está dentro de una zona de reserva ecológica. La protegen leyes de patrimonio cultural. Amenazaron con protegerse por la vía legal.
—Te van a decir lo que sea para sacarnos de ahí.
—Me gustaría informarme un poco.
—Haz lo que quieras, mientras no me los eches encima.
Claudio se marcha. Abres la ventana. Ventilas un poco y enciendes un cigarrillo. En la computadora aparecen imágenes de la Isla Tiburón. Sobre ellas hay una animación donde se proyecta un resort con helipuerto, campos de golf, marina y albercas.
Karla entra con una libreta en la mano.
—¿Averiguaste algo sobre la tal Cacni? —preguntas.
—Poca cosa, estudió antropología y organizó algunos eventos para dar a conocer la cultura seri. No es nadie.
"No es nadie". Se dice muy fácil porque no la vio en medio de la multitud, presidiendo tu linchamiento.
—Nunca te había visto tan nervioso —dice Karla. Y entonces te percatas de que estás comiéndote las uñas.
Señalas la proyección del resort.
—Mi futuro depende de esto.
—Te va a ir muy bien, vas a ver.
Karla es una mujer guapa, esbelta y de líneas largas. La imaginas desnuda, a cuatro patas, tú detrás de ella lamiendo su sexo.
—Espero que don Artemio sea igual de facilote que tú.
Suena de nuevo tu celular, es un número desconocido. Tomas la llamada y reconoces la voz de Cristina:
—¿Por qué no me contestas?
Discretamente, le das la espalda a tu secretaria y bajas la voz.
—Estoy muy ocupado. ¿Qué pasó?
—Ya se te olvidó que hoy recoges a Perla, ¿verdad? Mierda, lo olvidaste.
—No, cómo crees.
—Pues te quedan veinte minutos para llegar a tiempo —dice cortante y luego cuelga. Miras la hora en tu reloj.
—¿Pasa algo? —pregunta Karla.
—Nada. Tengo que salir.