Quizá al fin, ahora, pueda escribirlo. O deba escribirlo, más bien. Yo misma les decía a los asistentes de mi taller de escritura autobiográfica que recorrieran el diagrama que cada uno había creado, ese que contenía las categorías en que se dividían, los subtemas, submundos, partes de sí mismos, como sea, y que les garantizaba que encontrarían uno o más. Puntos tiernos, les llamé, pero al ver que se malentendía y sonaba a unicornios, expliqué: ahí donde la herida sigue latiendo, a carne viva. Uno o más, pero seguramente uno que late con más fuerza, como latía esa vena que se me rompió a los doce años, cuando me tiré una botella de Yoli sobre el pie. Mi madre, haciendo gala de una ecuanimidad admirable, me cargó hasta el baño, luego de que yo dejara huellas sangrientas por todo el piso, subió mi pie al lavabo y exprimió la herida pensando que quizá había un pedazo de vidrio adentro. El dolor era… sentía que unas pinzas metálicas estaban jalando mi vena, intentando hacer pasar todo mi sistema circulatorio a través de ese hueco en la parte superior de mi pie. No había vidrio. Ese bulto era la vena desgarrada latiendo y escupiendo sangre. Mi hermano dice que la vena decía “hola” moviéndose como el dedito de Danny, el niño de El Resplandor. Ya han pasado veinte años del accidente y la herida cauterizada me sigue doliendo. O, más específicamente, sigue diciéndome “hola” cuando roza con algo, cuando le cae agua en la regadera, cuando un zapato me aprieta. Se curó, pero se quedó.
Desde el frente de un salón es fácil sugerirle a los demás un ejercicio que yo creía haber hecho ya en suficientes ocasiones. “Escribe de lo que temes”, me dijo alguna vez un mentor literario, desafiando el típico “Escribe de lo que sabes”. Yo, que le temo a la muerte, escribí de vampiros. Le he puesto nombre a todos mis fantasmas. Según yo. He hablado de la vejez, de la violencia, de la impunidad, de la soledad, de las masacres emocionales consecuencia de quedarse donde yo no me quedé. Llegué eufórica después de la sesión, llena de anécdotas y satisfacción. Y luego me desperté a las dos de la mañana con la garganta llena de ácido y un ataque de pánico que no pude detener antes de empezar a chillar y a apretarme el pecho como si estuviera teniendo un infarto. Claro, reflujo, lo sé. Pero ¿y el pánico? El pánico es la cicatriz, la vena que sigue latiendo y diciendo “hola”. Es el miedo del miedo. Una vez que tu cerebro se ha quebrado, como esa botella de Yoli, no olvidas cómo se siente. No importa que hayas encontrado el modo de pegarla y que en apariencia esté perfecta. No importa que tus nuevos recursos hayan logrado que la unieras de una manera todavía mejor y que la botella sea ahora ecológica, orgánica, hipoalergénica, sin gluten, lactosa ni PABA (¿qué coño es la PABA?). El caso es que alguna vez estuvo en pedazos y ella lo sabe. Y está aterrorizada.
Yo creía que cuando algo terrible sucediera, el recuerdo me vendría en forma de tristeza. Mi herida tiene un nombre propio y su ausencia significó el principio del fin de cosas que ella no podía entender. Me sigue latiendo y no dice “hola” sino “adiós”, cada vez. No puedo tener miedo de perderla, porque ya la perdí. Sólo puedo sentir el hueco. Así debía de ser. La tristeza es manejable, el pánico no. ¿Por qué, entonces, se me sigue cerrando la garganta y encogiendo el corazón cuando oigo un cohete, cuando recorro mi diagrama y rozo mi pie con los dedos? No temo al hecho, sino al miedo. La pesadilla me agita recordándome lo rota que estuvo esa botella, lo imposible que parecía que volviera a armarse. Despierto sin aire porque alguien borró esas huellas de sangre del piso, pero esa sangre ya no corre por mis venas. El gas transparente se perdió, el líquido se volvió plano y sin vida. Mi madre tuvo que cerrarme las heridas, mis hermanos tienen que recordar a esa vena saludándoles, aunque no quieran, aunque quieran verme ahora de piel completa y sonrisa burbujeante.
El pánico del pánico, como un hoyo negro que se alimenta de la oscuridad y al que yo empodero cuando creo estarme desahogando. Por que ¿y si la próxima vez el cristal sí se queda dentro de la carne y es imposible armarme íntegra, completamente? ¿Y si mi botella queda llena de huecos por los que se me escaparán la alegría, las ideas, el amor, la sanidad? Yo sentí el crac, el fusible fundiéndose, la materia gris ennegreciéndose. Uno no debía temer a lo que ya sucedió sino a lo que puede suceder, pero el viaje al subsuelo aparece como una espiral, el naufragio como un hotel maldito en el que siempre hay una habitación a tu nombre por si caes. Por si se te cae un Yoli. Por si se te funde el cerebro y te quedas ciega y muda de pronto y el único sonido que se reproduce en tus bocinas es la estática, y darías lo que fuera por acallarla. Lo que fuera. Tu vida.
Debía quedarme el consuelo de que ya conozco el camino de vuelta. Debería decirme que tengo un tubo de Kola-Loka de repuesto en mi botiquín, porque “Pega de locura”, o “Pega la locura”. La deja como nueva. Pero ¿y si me pierdo en un bosque distinto? ¿Y si al intentar unir los cristales me corto los dedos? ¿Y si se cortan los dedos los demás? Volví a armar el rompecabezas, sí, pero en zona sísmica podría caerse de nuevo, estallar, las piezas podrían perderse bajo el sofá para nunca volver, para acabar engullidas por la aspiradora. ¿Cómo se borra una un hueco, si su esencia es justamente que ya no está? ¿Cómo se quita una el miedo a la oscuridad si, como debe ser, se hace de noche cada tanto? ¿Cómo se deshace una del conocimiento inolvidable de que lo que trae ya no son piezas originales sino repuestos? Viendo, sí, a los puntos tiernos como lo que son: unicornios voladores que nos mostraron mundos que antes no podíamos alcanzar. A los que se llega sólo con el entrenamiento de haber subido millones de escalones, los escalones que empiezan en lo más bajo, en el centro de la Tierra, donde quisiste morirte y, en vez, encontraste la alcantarilla para salir, cubierta de cenizas y embadurnada de pegamento, a la luz.