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Julieta Cardona

26/03/2016 - 12:00 am

Gratias agere (dar gracias)

Me apena decirlo, pero no me había sentido agradecida. Entre vivir en la Ciudad de México -que si no tienes cuidado, te chupa el alma-, mi acumulación de actos deshonestos, mi desarrollada soberbia y, por supuesto, más saquitos de mierda, no había reparado en agradecer.

Un mandala hindú. Foto: Especial
Un mandala hindú. Foto: Especial

Me apena decirlo, pero no me había sentido agradecida. Entre vivir en la Ciudad de México -que si no tienes cuidado, te chupa el alma-, mi acumulación de actos deshonestos, mi desarrollada soberbia y, por supuesto, más saquitos de mierda, no había reparado en agradecer.

Entre tanto ruido interior, mala política y malas noticias es difícil sentir un amor expreso. Un amor expreso por la lluvia, los árboles, el pasto: un amor, incluso, por el otro o lo otro que respira.

Quería irme lejos. Había ido a visitar a mi padre cuando lo decidí: Padre, me iré lejos. Pobre hombre cano y hermoso; sin consultarlo me he convertido en todo lo que él no deseaba que fuera. Alevosamente he hecho todo lo que él intentó mantener lejos de mí.

Me dijo que sí. -¿Y qué tan lejos? -Pues lejos. -¿Qué te duele? -Todo. -¿Qué de todo? -Todo de todo. -¿Ibuprofeno, ketorolaco, morfina? Y nos reímos.

Así que me tomé unos días del trabajo. De esta versión mía que no me gusta cuando estoy en la ciudad. De esta versión mía que soy yo y que no estaba gustándome en ningún lugar. Necesitaba, pues, una cosa: reconocerme. Saber que podía estar conmigo a solas sin juzgarme. Saber que podía dar gracias.

Pero no me fui al otro lado del mundo. Hice un recorrido de nueve días entre la sierra de Coahuila, los cultivos de fresas en Guanajuato, las entrañas del noroeste del Estado de México y el blanco desprendimiento de una mujer que amé un montón. Me sumergí en lo verde de la sierra madre oriental, su niebla, sus cuatro grados Celsius, su cielo despejado una sola noche -y por solo veinte minutos-, sus libélulas salpicadas entre los manzanos secos y el silencio asentado en todo lo verde después de tardes de bongós.

Luego me interné en una cabaña -más austera que sola- adentro de un bosque de ocotes; eché leña al fuego, pasé un par de noches muy largas, tuve miedo y frío multiplicado por dos y al amanecer, antes del primer café, me sentí agradecida. Me acostaba a sentir la tierra. Y hoy estoy todavía en mi última parada en una pequeña ciudad del Bajío; vine a casa de mi tía sabia porque desde siempre he sentido que vengo a ella cuando me siento inerme. Camino descalza rodeando la fuente de su casa y otra vez me llega esa necesidad por dar gracias.

Todavía no termina mi viaje -aunque está a punto-, pero respiro fuerte. Me lleno de aire: ocupo cada recoveco. Siento que quizá, si no me invado así, podría caer sin haber agradecido todo el aire que, aunque muchas veces poluto, me permitió reconocer que no hay prisa: que nada es tan urgente, salvo el amor.

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