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Antonio María Calera-Grobet

26/02/2022 - 12:04 am

Viaje al mundo de Luis Buñuel en el Delorean

Ahí fue que nos echamos una firma y nos trepamos al Delorean.

Luego le seguiría Don Luis con una idea de nuevo comunismo, bastante lúcida a la vez que oscura, la cosa de una película de guerra que ya había tramado y en la que Fellini debía terminar crucificado. Foto: Cuartoscuro.

Apenas estacionamos el Delorean en la cerrada de Félix Cuevas (ahí junto a unos carruajes y sus camellos, había también un burrito andino con su cuerno, un urinario con ruedas, lo que parecía ser un caracol de enormes proporciones, en fin, ahí junto a los transportes de los demás invitados), nos enfundamos los disfraces. Y es que el cabrón de Claudio Brook insistió en que nos emperifolláramos de miembros del Ku Klux Klan. ¡Joder! Nada más la hace una vez de crucificado y ya se siente deidad para dar bandazos. ¡Qué se le va a hacer! Tocamos la campanita acostumbrada de la casona y, más rápido que un instante, rechinó el portón de madera con su decoración como de Khajuraho. Nos recibieron ataviados por todo lo alto, la perrita Tristana con su tru-tru, y el gatito Pepín Bello (al que no confundimos con el cerdito Jamoncete por los ojitos pequeños detrás de las capas de papel crepé, y porque iba ataviado como enorme pierna de jamón serrano, una cosa que no se atreverían con aquel). Entonces sonó una bocinilla: “¡Andando, par de palomos, que la fiesta ha arrancado y no os la podéis perder más!”. Hasta la última vez que lo vi, jura y perjura Claudio que la que escuchamos fue la voz de Angela Molina. Solito se la cree.

Y bueno, a decir verdad, aquello no necesariamente se trataba de una fiesta sino algo más: la estampa perfecta de una edad de oro. Así a primeras, arrellanados en el sillón como labios de Mae West, nos topamos con un par de robots a la manera de Mandiargues y Cardoza y Aragón, hincando el diente a un pangolín en salsa de frambuesas. Sacaban chispas y chorreaban largos berretes de grasa desde las comisuras. “¡Dejad a ese par de vagos, que ya les ha dado hace rato un corto circuito!”, nos gritó la señora Katy Jurado, que deambulaba por entre extras vestidos de vaqueros, con una charola de escargots vivos, algunos de ellos colgando de la bandeja de plata, otros ya prendidos de su vestido de lunares. “¡Vayan ya con Luis, que está allá en el fondo con los demás señores, esperándolos!”. Y si que fuimos apretando el paso y con tanto orgullo, relamiéndonos. Habíamos llegado al fin, luego de un viaje, primero al nacimiento de Jodorowsky y luego por la guerra del Peloponeso (pasando, y no por mí, por un helado a la Danesa 33), a la gran fiesta, la mejor de todas.

La cosa (ya imaginarán, o más bien nadie podrá imaginar jamás la epopeya, épica, locura de todo aquello) a lo verdaderamente grande. Se habían dado ahí cita o no, los más finos representantes de la crema y la nata, la burguesía de la pantalla con todo y su discreto pero estrambótico encanto. Entre los invitados en la primera estancia, copa en mano y carcajada abierta en medio de la cara, se veía en danza heavy a una guapísima Miroslava, al Robertito Cobo en overol rojo, ese excéntrico que fue Huysmans con un casco de guerra, Guy de Maupassant tomando notas, y una suerte de espuma grácil que parecía ser, o bien Pepe Alameda o bien Jean Sorel. Cruzando un dintel con un letrero con bombones formando la palabra “Ishtar”, dimos con el primer patio repleto de suculentas, cactáceas y orquídeas. Ahí un orondo Fernando Soler, al cuidado de la parrilla, con un delantal que en letras góticas decía: “¿Qué es lo que me ves, tan pobre pendejo?”. Doraba a sus anchas a una nereida de ojos verdes, y mientras la sobaba con ambas manos un masaje de mantequilla danesa, la atiborraba de indicaciones en lo que seguro se trataba de un falso casting. Cuando Brook estaba a punto de hacerla de pleito el dedo tatemado de la sirena nos señaló un punto a la derecha. Y sí. Estaba ahí bien plantado, como toro de buen trapío, el maestro aragonés. Qué estampa. Que buena cara. Bien armado, vestido con su clásico de papa, en charla picante con Fernando Rey y Francisco Rabal. “Asalto Hepático” es que les decían, por su proclividad al desmadre cada vez que se topaban. Andaban de pesados atendiendo a sus fanáticos. “¿Qué ha pasado con ustedes?”, nos jaló el maestro. “¡Miren que llegar demorados y con su cacharro del tiempo! Les voy a vacunar con uno de mis martinis extra secos, e irán con carga extra de hormigas y uñas de maniquí.” ¡Qué cosa! El Brook y yo nos aventamos un par al hilo, mientras el festejado se iba de lengua sobre las jugarretas sindicales de la Warner para no contratar gente pequeña, las vecinas de Dalí, la vez que redujo a Welles por líos de plata. Una maravilla. En vivo. Luego le seguiría Don Luis con una idea de nuevo comunismo, bastante lúcida a la vez que oscura, la cosa de una película de guerra que ya había tramado y en la que Fellini debía terminar crucificado, y reflexiones sobre política como la verdad absoluta y comprobable de que Anthony Quinn ya debía de haberse levantado como presidente de México bastante tiempo atrás. Pero bueno, como por órdenes de su mujer se puso al teléfono por un momento, huimos para comer algo.

Preguntamos a Arturo Beristain quien nos dijo que andaba como loco desde hacía un buen rato buscando una pica para llevar a Flandes. O un cigarrillo. Nos dijo: “Atrás de la pista dos, la rodeada de aceitunas, que donde estaba un escenario en forma de carabela donde veríamos a unas coristas cubanas cantar a Moré o rolas chuleadas de Guty Cárdenas, atrasito y a la derecha, puso el empresario de cortinas y economista, ganadero y vividor, Rafael Torres, una estupenda barra de picar. ¡Van!” Y vaya que dijimos claramente atacaríamos “ipso facto”, pero Claudio se quedó brindando, o se debe decir, babeando, con las chicas del escenario. Hasta terminó ahí trepado. Ya qué. Bienvenidos al “Bufete Galáctico”, nos dijeron los que ahí se restauraban. Y lo mejor, que a un lado de la mesa de viandas el mejor chascarrillo: un burro amarrado con un cartel que, de puño y letra de Buñuel, lamentaba: “Yo quedé así por no traer regalos a Don Luis Buñuel”. El chef había sido traído desde Benidorm con todo y su equipo de más de 20 forcados pelirrojos y el menú era amplio. Leímos. Salmorejo de lianas de Weismuller, Almorrana de reno, Gazpacho de ornitorrinco en melancolía. “Los unicornios saben a alcaparra”, acotó de pronto Lilia Prado. Seguía la carta: Oclayo de ninfeta. Manitas de maja desnuda cubierta de glaucomas sodomizando a un pato con tendencias suicidas. Jibias rellenas de excusas. Chivo maricón en barbecue. Sílfide con berberechos y cigalitas en caldillo de marihuana. Un platillo se llamaba “El río y la muerte”, elaborado con perdiz, gamo, capibara y venado en una especie de wonton bañado con pil pil. Otro del que me acuerdo era así: Bullabaise con gabardina de poliéster y terrina de bogavante. Por cierto, el preferido de José de la Colina. Centolla en sombrero de copa sin Astaire. Mojama de crítico medio cabal. Yelmo con fondo de chichero de meretriz y añadido de torero, todo esto con rouille de babuino. Y seguía: Bullabaisse de rinocerontillo con cinta scotch y nueces de macadamia a todo mecate. Perro andaluz. Remataba en rojo: Vinos olorosos, frescos pero viejos, tan secos como dulces, rebien avinagrados nacionales e importados hasta decir nunca basta. En fin, toda la Vía Láctea en cuanto a platillos de nuestra comida en relación al ácido desoxirribonucleico, los mitos Vascos y las genéticas ganas inherentes a todo ser vivo por desfacer sus entuertos vía de la fornicación. Nos atiborramos y hasta, sin querer, morfeamos.

Al dejar la pestaña, apenas lo vi, pregunté que bebía a Piccoli. “Un vermú”, me respondió a medios chiles, y yo lo dejé en paz charlaba, ni siquiera me atreví más de un segundo a mirarla, con la más bella entre las bellas, de día y de noche, qué espalda, con la grandiosa, nos tallamos los ojos ambos, Catherine Deneuve. La belleza, una diosa que, qué vestido strapless, chopeaba su collar de perlas en una ponchera a tope de rompope hecho de leche bronca y huevos de avestruz. Y por si fuera poco, nos cayó este milagro: “¡Qué bueno verte, Claudio, tanto tiempo, yo pensé que ya te habías muerto!”. Era la Bouquet, la mismísima Carole Bouquet, que luego dijo: “Por cierto que no se ha torturado para esta fiesta a ningún curita o político de pacotilla, y claro que los bocadillos no se han hecho triturando a ningún salvaje, esclavos de ninguna colonia: eso no sería muy haute cuisine. Por lo demás, eso sí, monjas hay por aquí las que quieran. Espero verlos en el certamen de belleza de marionetas vudú. Ciao, bellos”.

“Ah, este Don Luis –me dijo Brook ̶, que cosas se avienta en esta casona tan bella que tiene en México. Enredaderas de celuloide, pianos de cola estibados en la alcoba, fisicoculturistas nadando en su alberca de Campari. Y luego ese gesto de regalar asientos en la azotea para ver al Pérez Turrent, pasar capote a Conejillos de India, las estructuras vomitivas de Gunther Gerzo en la entrada a los baños. Esa es la idea de este viaje en el tiempo, las dimensiones, pequeño amigo -me dijo-, para ver lo que era y debería de ser, vivir como el arte manda”. Borracho, por supuesto. Y yo igual. Todos.

Cuando salimos, como era justo y necesario, justo lo que esperábamos, la fiesta inolvidable se había convertido en un pozole indescifrable. Los meseros no dejaban de pasar y pasar con bandejas rellenas, y las imágenes y los audios de la encrucijada (semejantes coreografías y cánticos con didjeridoos, bandoneones y castañuelas), las diatribas por los altavoces (hay que registrarlo aquí, cada uno de ellos de una insultante poesía), dejaban poco a la imaginación para entender algo de o que ahí pasaba. Paso entonces que (de disfraz ya nada y de corbatas llevábamos pliegos con manifiestos de vanguardia, pegadas a las frentes fotos de Ray), nos confesamos Brook y yo: empezábamos a caer. Decidimos meternos a un baño para echarnos agua fría y agruparnos. Y a decir verdad nada que logramos, pero decidimos seguir. A la salida de los sanitarios (vigilados como luego sabríamos por guaruras que hacían de mingitorios o lavamanos), en una especie de zotehuela, fuimos testigos de un hecho francamente sin precedentes. Ahí en una esquina se dejaba ver (lo vimos los dos casi a punto del llanto), cubierta por lonas de ofertas gasolineras, una jaula en la que, quiénsabequién, había encerrado (esta es palabra de verdad y lo podrían corroborar los espíritus de Joaquín Cordero y Ernesto Alonso quienes le daban en ese momento clases de teología), al señor Charles Chaplin. Vestido de mucama francesa. Nos asomamos, claro a verlo, ofrecerle un trago, un bocadillo, y vimos entonces a la guapa de Jean Moreau adentro, acercándole algunas sobras dejadas por la concurrencia. “Así me lo ha pedido él”, nos balbuceó.

En esa estampa andábamos cuando escuchamos a la Pinal al micrófono: “Tercera llamada. Todos con sus regalos a la pista en el gran jardín”, repitió varias veces. “Lo bueno era que estábamos en la tercera llamada”, me dijo Claudio. “Cada quien con su mal gusto”, le dije, tal y como recordaba siempre apuntaba el mero Buñuel. Rumbo a la recalcitrante cita vimos que los famosos postres de la madre de Mantequilla comenzaban a salir ya. Hoyos negros cubiertos con crema pastelera. Dedos gordos en caramelizado de diabetes. Plaquetas de payaso. Radiador brûlée. Llamó nuestra atención un par de propuestas por sus tamaños: El fantasma de la libertad, un merengue de azúcar impalpable que desaparecía antes de ser probado. No me gusta como piensas: un chile habanero emplatado con un encendedor, una copa llena de agua destilada y una lavativa. La comedera fue tumultuaria. Todos los presentes, aunque en verdad no anduvieran y ahí, el farandulón ya sacado su cobre, vaya que le ha entrado a semejante subida al cielo, sobre todo las del monchis: Rita Macedo, Ofelia Guilmáin y Pilar Pellicer.

Y así y asado, entre esto y lo otro, la cosa llegó al éxtasis. Subieron al escenario los miembros del grupo surrealista Las Hurdes (compuesto por Max Ernst al saxo, Raymond Queneau a la batería, Carlos Savage al bajo y el mismo Buñuel con los tambores de Calanda), y de ahí palreal, todo un garbanzo de a libra. Se movieron los botes. Marejada. Claudio y yo no nos rajamos. Nos metimos tres que cuatro tequilas y saltamos a la pista. Bailamos por horas. Hasta desfallecer. Por ahí me pareció que Claudio se llevó al Delorean a Bouquet. Igual me lo imaginé. Me acuerdo desde ahí ya poco. Que agotado me dije a Brook que nos fuéramos a despedir de los que viéramos y que luego ya le hablábamos al maestro. Recuerdo que aceptó, a regañadientes, pero cedió. Ahí fue que nos echamos una firma y nos trepamos al Delorean. Claudio insistió en manejar. Delirios de grandeza. Le di las llaves. Nos abrochamos el cinturón. Nos dijo el tablero el tiempo estimado de vuelo al siglo XXI, porque según el Brook habíamos quedado de almorzar con Kubrick en un restaurante de comida japonesa. Se puso el disfraz. Se veía ridículo. “45 minutos y listo, ya la hicimos. Pásame una chela de la hielera, maldito Jean Claude-Carrière”, me dijo. “Sí, pero ya no hay. Y quítate la capucha que pareces pirulí”, le contesté. Dos horas después (por haber tomado rumbo por donde no era y salimos a la carretera luego de para terracería, hubo pista para despegar.  “Buenas parrilladas las del maestro”, me dijo el carnal Claudio.  “¿Oye? ¿Y este? ¿Qué hace el Álvarez Félix acá atrás?”, le pregunté.  “¡Me lo robé!”, me dijo carcajeándose, mientras le destapaba una Coronita caliente que llevaba varios viajes en la guantera.

 

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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