Ay, mis hijos…

26/01/2014 - 12:00 am

Los personajes son como los hijos: aunque los motivamos a que sean “ellos mismos”, en secreto siempre esperamos que se parezcan a nosotros, ¿o no? Mi madre me decía, sorprendida, que no entendía cómo mi hermano podía tener tal talento en la guitarra, si ni ella ni mi padre tenían dones musicales. Supongo que no soy la única que se ha imaginado la concepción como una tómbola que contiene las características de ambos progenitores: una edecán tetona con un vestido de látex (rojo) recibe de manos del conductor, un hombre gordo de 50 años, los boletitos que anuncian cómo será la mezcla genética… “orejas pequeñas” (gracias mamá)…”nariz inexistente”… “buenos dientes”… “dedos con cintura”… Etcétera. Si de repente nos topamos con algo desconocido, hay que encontrar algún pariente lejano que haya sido pelirrojo, o que haya nacido con tres pezones. No aceptamos la “caracterización espontánea”, tiene que venir de algún lado. Pues con los personajes es lo mismo. En mis presentaciones siempre hablo un poco del proceso creativo (me sigue sorprendiendo poder decir algo y que sea cierto) y digo que más que ser una diosa creadora y destructora, soy una intérprete, una médium que tiene la bendición o maldición, según el caso, de escuchar los lamentos de los personajes que flotan en el limbo novelístico (¿novelero?), necesitando que alguien se ocupe de sus asuntos pendientes poniéndolos en papel. Todo eso suena muy poético y lindo, pero ¿qué pasa cuando estando ante la mesa redonda, con los ojos en blanco, las cortinas moviéndose misteriosamente y la bola de cristal mostrando todos sus colores, la voz del personaje, desde el más allá, nos dice: “Estás como loca si crees que voy a subirme al coche con ese tipo”? Pero a ver, querida protagonista, cómo te explico que tienes que subirte al auto, por que todo lo que pasará después depende del accidente que tendrás en ese viaje. “¿Accidente? Ni hablar. No me subo con ese imbécil. Hazle como quieras”. Pero… ¡tú haces lo que yo digo! “Ya ves que no, escritorcilla soberbia”. ¿Soberbia? Mira, tú, hija de la gran ch…

¿Y qué viene? El bloqueo literario. Cada escritor tiene su respuesta precocinada para qué es o incluso si existe el bloqueo literario; la mía es esta: cuando los intereses del autor chocan con el destino natural de la historia y los deseos de los personajes, hay un bloqueo literario. O sea, cuando me niego a dejar ir, cuando soy incapaz de soltar las riendas y ser sólo una pasajera en esa carreta que a veces parece ser guiada por un jinete sin cabeza (*guiño*), se levantan paredes entre mi cerebro y el texto. Si alguien leyó mi columna anterior, se habrá enterado de que soy obsesiva-compulsiva. Pues imagínense lo complicado que es para mí soltar las riendas y dejar que “otro” decida. Muy complicado.

Esta semana sucedió justamente lo que acabo de contarles: la protagonista se negó a enamorarse del prospecto que yo le tenía planeado. A mí siempre me han atraído los tipos atribulados, o como les llaman los gringos, “the strong, silent type”. Esos tipos que casi nunca sonríen, que se ve que esconden un universo de sufrimiento detrás de sus ojos sombríos y su máscara de frialdad. Siempre quiero enseñarles que existe la posibilidad de una vida mejor, que YO los amaré lo suficiente como para que sonrían, que seré el fuego en su hogar, el limpiaparabrisas en su parabrisas, etcétera (y sí, ya estoy yendo a terapia). Naturalmente, esta chica, engendrada por mí, debía enamorarse del emo que le puse enfrente, y su amor sería profundo y tempestuoso, lleno de gestos sutiles, y caricias embriagadoras. Y que se niega. Y por más que intento recrear la escena en que todo debe suceder, se siente forzada. Tuve que dejar la novela unos días y analizar qué estaba pasando. ¿Cuál era su problema? ¿Por qué no se enamoraba? Pronto me di cuenta de que la pregunta correcta era “¿cuál es MÍ problema?” Desesperada, a punto de borrar furiosamente párrafos completos (que resulta menos romántico que quemar el único manuscrito, pero bueno, esta es la época en que nos tocó vivir), decidí hacer un experimento y dejarla hacer. Mi maestro me había aconsejado escribir páginas y páginas de diálogo entre los personajes, con temas azarosos no relacionados a la historia, para conocerlos más, simplemente. Para saber qué opinan, cómo piensan. Así lo hice, mi TOC palpitando bajo las yemas de mis dedos, exasperado. Pues resulta que esta chica estaba esperando a que yo me quitara de su camino para elegir a un personaje secundario, un tipo en el que yo ni me habría fijado por lo inconsecuente. Un tipo normal. Un tipo sano. La dejé tener su aventurilla y de pronto el bloqueo se desvaneció y la historia fluyó deliciosamente. No puedo decir que no apruebo del tipo que eligió: también es mi hijo. Tendré que hacer un esfuerzo para conocerlo más a fondo, para entender qué de un tipo tan normal le resultó tan atractivo a mi chica. Es increíble que lo que el controlador más anhela es que le arranquen el control.

Gracias, protagonista.

“No, gracias a ti, madre. No podría haber elegido a una creadora mejor. Cada una de tus comas, de tus adjetivos, de tus puntos suspensivos, son perfectos. Has sabido plasmar mi historia…”

La obligué a decir eso. ¿Se nota?

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Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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