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Héctor Alejandro Quintanar

25/10/2024 - 12:05 am

Una jueza contra Claudia Sheinbaum

“¿Qué pretendía una jueza con la decisión de contrariar a un cambio constitucional ya institucionalizado?”

En América Latina, el empleo de herramientas jurídicas como armas políticas contra gobiernos legítimos ha sido, desafortunadamente, una constante en el Siglo XXI que ha conllevado consecuencias funestas. Y detrás de ello siempre ha estado un sector de las derechas latinoamericanas que, hay que decirlo sin tapujos, es autoritario y suele jugar a la política sin ceñirse a los límites que ésta marca, pero exige que sus adversarios sí los cumplan.

La tónica de la segunda mitad del Siglo XX no dejó dudas: ciertas oligarquías en el subcontinente latinoamericano usaron a la democracia como etiqueta demagógica, pero instaron -con las fuerzas armadas y mayor o menor intervención estadunidense-, a diversos golpes de Estado que mantuvieron a la región bajo pleno dominio de dictaduras desde 1954 a 1989, con pocas excepciones, donde sobresalieron Costa Rica y México.

El Siglo XXI terminó con los golpes militares pero no con la antidemocracia. A partir de las dictaduras argentina de Videla y chilena de Pinochet, por su número de muertos y violaciones a derechos humanos, quedó en claro que las asonadas perpetradas por soldados se desgastan con celeridad y pierden utilidad. La inercia antidemocrática de esa derecha golpista transformó las defenestraciones militares por golpes técnicos, sea a través del uso destituyente de procesos jurídicos o legislativos contra gobernantes legítimamente electos. Todo ello, a pesar de que presuntamente América Latina había avanzado a un estadio democratizado. Ello no impidió que esas derechas coludidas con poderes de facto defenestraran ilegítimamente a gobiernos, o maniataran a posibles gobernantes, con base en chicanas jurídicas, legislativas y mediáticas.

Ocurrió en Honduras, ocurrió en Ecuador, ocurrió en Argentina, ocurrió en Paraguay, ocurrió en Brasil, en Bolivia y en Perú. Manuel Zelaya, Rafael Correa, Cristina Fernández, Fernando Lugo, Lula da Silva, Dilma Rouseff y Pedro Castillo enfrentaron recursos jurídicos ilegítimos que los desplazaron, a la mala, del poder legítimo o de competir por él.

México había sido la excepción a la oscura inercia golpista del Siglo XX en América Latina. Se nos vio como hermano mayor de la región precisamente porque la política exterior mexicana tuvo un rol soberanista de excepción y no estuvimos regidos por una dictadura anticomunista. Eso no implica que México fuera una democracia, e incluso ni siquiera significa que México no hubiera reproducido taras brutales que sí ocurrieron en los regímenes militares, como la desaparición forzada, el asesinato masivo o la tortura.

No obstante ello, México sorteó con su diplomacia a las directrices más nocivas de la disputa geopolítica de la guerra fría y sus dos potencias protagónicas. A la par de la ola democrática de fines del Siglo XX, México vivió también un proceso de apertura, aunque no de una dictadura a la democracia sino de un régimen autoritario y lábil hacia un presunto gobierno del cambio.

Y ese gobierno del cambio, encabezado por Fox, demostró que podía ser tan autoritario como las derechas golpistas técnicas de la región, cuando en 2004 trató de defenestrar, a la mala, a un gobernante electo, el Jefe de Gobierno, bajo la excusa absurda, y falsa, de desacato a un ordenamiento judicial, a un amparo. La evidencia mostró lo contrario: nunca hubo desacato alguno y, de hecho, el juez que giró tal decisión contra López Obrador fue sancionado, una década después, por acusaciones de corrupción.

Veinte años después de esa asonada, en un contexto radicalmente distinto, ciertos actores políticos parecen no haber entendido la lección ni de la historia latinoamericana ni de la historia mexicana. Una jueza de Coatzacoalcos, Nancy Juárez, giró la decisión de que la Reforma Judicial debía sacarse del Diario Oficial de la Federación y que, de no hacerlo, la presidenta Claudia Sheinbaum caería en desacato, que, según su dicho, podría implicar una pena de cárcel de entre tres y nueve años.

Poco importan los hechos. La Reforma Judicial fue procesada por los canales institucionales, votada con mayoría calificada por las cámaras legislativas y congresos locales, y, desde septiembre, hecha norma constitucional, misma que no puede ser retenida con ningún amparo ni cuya constitucionalidad puede ponerse a debate, al provenir su origen de un constituyente permanente. Asimismo, desde la educación primaria se sabe que un presidente en México, al contar con fuero constitucional, no puede ser destituido ni sometido a proceso penal salvo que así lo decida la Cámara de diputados ante algún fundamento bien sustentado.

Es dudoso que la jueza Juárez, por más ignorante que sea, desconozca estas premisas legales básicas. Tal parece que su motivación no es algún pretexto leguleyo sino la histórica sevicia de ciertas derechas en América Latina y México, que se creen capaces de defenestrar adversarios con herramientas leguleyas; o, en el mejor de los casos, se trata de una jueza que usa su cargo para tratar de defender un interés personal con base en estridencia disfrazada de decisión jurídica.

La jueza, olvida, sin embargo, dos cuestiones. La primera es que su intentona probablemente quedará sólo en el anecdotario del absurdo, donde una persona sin atribuciones ni argumentos quiso desoír una decisión soberana, institucional y constitucional; impresa ya en páginas que la oficializaban.

La segunda es que omite esa jueza un hecho central. En 2004, cuando un colega suyo quiso enjuiciar también por desacato de forma ilegítima a un gobernante legítimamente electo, la respuesta política generó un vendaval de movilización que derivó en el movimiento que hoy gobierna. Un juececillo transa y autoritario, así, no sólo no golpeó a su adversario sino que lo hizo más fuerte. Es improbable que la jueza Juárez realmente pensara que puede encarcelar a la presidenta, y más bien parece querer dar patadas de derrotada ante una reforma que siente que la perjudica. Pero el tufo autoritario de su estridencia no puede pasar inadvertido.

Hoy, Claudia Sheinbaum no necesita hacerse más fuerte. Cuenta con una legitimidad electoral histórica, un consenso social mayoritario a su favor, una simpatía en encuestas muy amplia y, asimismo, procesó la decisión de una reforma judicial por los canales debidos y con el trámite democrático exigido por la ley. No tiene que buscar legitimarse ni legitimar sus actos porque éstos van precedidos de la inercia legal, institucional y democrática.

¿Qué pretendía una jueza con la decisión de contrariar a un cambio constitucional ya institucionalizado? Más allá de sus deseos, lo único que ha logrado es evidenciar es que las bajezas leguleyas que pretenden imponer intereses poco claros son en el México de hoy, afortunadamente, una minoría impotente. Pero que existan, aunque no tengan medios para satisfacer sus intereses, es ya en sí mismo una señal de alerta.

 

Héctor Alejandro Quintanar
Héctor Alejandro Quintanar es académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, doctorante y profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa, autor del libro Las Raíces del Movimiento Regeneración Naciona

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