Deben ser todos esos refranes acerca de madrugar, o un mensaje protestante que se me ha colado por entre todas esas novelas de monstruos y que me convence de que es necesario un adanesco sudor en mi frente para creerme que el pan es mío y que merezco comérmelo así, dorado, moreno, recién salido de todos los hornos, recién listo para mis labios. Sospecho de lo que llego fácil aunque a veces las tormentas llegan también y tras imperfeccionarlas sobreviviendo, tras vaciar los pulmones de agua salada, ¿no se merece uno la bocanada de aire? Una parte de mí cree que no. Todo es una montaña que escalar, todo es pasarse de las 40 horas laborales, llegar primero, marchar la última, sudar, sudar, sudar.
Tras siete años de trabajar en mi primera novela, de encaminarme (¡ja!) al Púlitzer con cada esforzadísima metáfora, con cada rebuscada frase, con cada desgranarse lo más profundo y no dejarse nada privado sino exponerse, arrancarse la piel porque eso hacemos los escritores y lloramos, y gritamos, y comemos carne y bebemos vino, ay, después de todo eso: 400 páginas de basura literaria que ni mi Max Brod personal se permitiría rescatar después de mi prematura muerte. Pero si trabajé tanto. Pero si tenía que tender mis páginas al sol cada mañana para secarles el sudor y alumbrarles la oscuridad, así que ¿por qué, Adán, mentor, por qué quisiera olvidar que existe ese manuscrito y por qué tengo 20 versiones distintas guardadas?
Vino después el fin de semana, la vacación que era simplemente tomar aire antes de hundirse en la mina y llenarse de carbón las entrañas. Y cuando, vestida con la ropa poco seria de quien planea quedarse a ver la tele un domingo por la mañana, me senté a escribir, fue como salir a correr a nivel del mar tras estar jadeando en el pico más alto de la coordillera. Las palabras fluían como las notas de una canción bien escrita, fácil, cómoda, felizmente. Esto tiene que ser una porquería, me dije luego de nueve meses. Porque mi embarazo no había incluido vómitos, malestares ni deformaciones de mi cuerpo ni de mi alma. Había sido un parto natural, pero como los que a veces suceden en mis sueños, cuando de pronto sostengo un bebé sin haber palidecido de dolor para traerlo al mundo. Durante esos sueños suelo preguntarme: ¿es mío este bebé? Imposible. Y sin embargo aquí está, reconociéndome, sonriendo, vivo y completo. Algunos dirán que es hermoso, otros dirán, eufemistas, que “está chistoso”… pero nadie negará que es mío, que tiene mis ojos, mi voz, mi piel.
Esto tiene que ser una porquería, me dije, pero más porquería era mi novelle cuisine, tan especiada que dormía la lengua, tan elegante que ya no sabía uno si era berenjenas o panza de res, tan tanto y tan poco que siempre dejaba insatisfecho. ¿Será esta la receta secreta? ¿Una silla cómoda, una pantalla que no lastime los ojos, una historia que me romancee como un buen bailarín, que me guíe en vez de imponer?
Cuando la pieza del rompecabezas es abrazada por las que la rodean y cae suavemente, el placer da escalofríos. ¿Fue fácil encontrar la pieza? Muy fácil: era la única que quedaba sobre la mesa. Aplausos para ella, que entró a la primera, que supo cuál era su lugar, ¿no? Bah. Porque ya no recordamos las horas de paciencia, cuántas veces le probamos otros lugares, una esquina, un pedazo de cielo con el que no comulgaba, unos huecos para sus alas que sí encajan, mira, empuja fuerte, esfuérzate y… listo. Ahí tienes, sudor y lágrimas. Pero, ¿no era eso un ave? Que no. Parece un ave pero es un pedazo de bodegón. Qué pena. Parecía un ave.
Deben ser todos esas revistas para mujeres, o alguna triste anécdota envejecida que se me ha colado por entre las fantasías y que me convence de que el amor es huracán y la pasión un corazón sobredoseado al que hay que apuñalar con una jeringa de adrenalina cada tanto, para despertarle. Sospeché cuando él llegó, tan fácil como mis últimas letras y tan cómodo como la playera favorita, porque no aplastaba mis dedos al bailar ni mi alma al estar, porque su calor no quemaba y su frío no congelaba. Por que era demasiado fácil. Porque a veces una, en la inercia de la carrera, sigue corriendo aunque la pista se acabe y quede sólo una pared. O un precipicio. Porque a veces, aunque una haya seguido el mapa obsesivamente, se siente rara al estar Ahí, en el lugar correcto y en el momento correcto, pues ¿cuáles son las probabilidades de que eso pase? Una en mil. ¿Cuáles son las probabilidades de que yo sea la pieza perfecta en su tablero, y él en el mío? Una en mil. Pero sólo se necesita una: la última.
Quizá algunos tardamos más en armarnos, en ocupar el espacio que nos toca, en permitirnos abrir la boca y vaciarnos de sal. Quizá a algunos nos cuesta creer que ese saco que nos queda tan bien es nuestro y no de alguien más, que no hay que hacerle arreglos, cortarle, agregarle, zurcirle, porque es nuestro y ajusta así, fácil, y que eso está bien. Que eso es lo deseable. Que eso es el Destino porque, esté en un bodegón o no, un ave es un ave.