Sergio Saldaña Zorrilla
25/09/2018 - 12:03 am
¿Cómo evitar pasar de la bancarrota a la crisis?
Muchos analistas limitados dicen que en México no estamos en bancarrota porque no hemos declarado la suspensión de pagos de la deuda pública. Pero esto tiene más que ver con el tipo de Estado que tenemos que con la gravedad de nuestras finanzas públicas.
Las crisis económicas siempre estallan de un día para otro. Previo a las crisis, Gobierno y medios de comunicación financieros siempre envían mensajes de tranquilidad al público. Esto es comprensible si se toma en cuenta que ir advirtiendo sobre el riesgo de una crisis puede precipitar el inicio de ésta, cosa que Gobierno y sector financiero quieren siempre posponer hasta encontrar un lugar seguro para ellos: en el caso del Gobierno, hasta entregar su administración al próximo Gobierno; en el caso del sector financiero, hasta haber reinvertido en activos más seguros.
Aunque el término “bancarrota” recientemente usado por el Presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, para describir la situación actual de México es controversial por lo inusual de su aplicación más allá del nivel de una empresa, me parece una analogía atinada. Por analogía, la bancarrota de un Estado sería la insolvencia ante sus obligaciones financieras. Las obligaciones financieras de un Estado son financiar la atención de las necesidades básicas de su población y el pago de la deuda pública. Aunque un financiero o un contador intelectualmente limitado podrían desconocer esta primera fuente de obligaciones, un individuo con un mínimo de formación en teoría del Estado difícilmente la objetaría.
Muchos analistas limitados dicen que en México no estamos en bancarrota porque no hemos declarado la suspensión de pagos de la deuda pública. Pero esto tiene más que ver con el tipo de Estado que tenemos que con la gravedad de nuestras finanzas públicas. Un Gobierno responsable con su población ya habría declarado suspensión de pagos simplemente con las condiciones de desabasto del sector salud en que estamos en México. Pero no, en México, por el tipo de Estado irresponsable con su población que tenemos, se prefiere aplicarle de facto una especie de suspensión de pagos al sistema de salud, antes que incumplirle a los grandes acreedores.
En estos momentos la economía mexicana se encuentra en un enorme desequilibrio externo que justifica usar esta definición de bancarrota. Aquí unos indicadores:
14 mil millones de dólares de déficit comercial (últimos 12 meses).
20 mil millones de dólares de déficit en cuenta corriente (últimos 12 meses).
Saldo de la deuda pública equivalente al 48 por ciento del PIB.
Reservas en declive.
Caída del 80 por ciento en los ingresos petroleros (2012-2018).
Con 60 por ciento de la población en pobreza y un Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) agonizante.
Ahora, bancarrota de un Estado y crisis no son lo mismo. Mientras la bancarrota es la insolvencia para cumplir obligaciones financieras, la crisis económica es la caída generalizada y sostenida en el nivel de actividad económica de un país (producción, consumo, empleo, etc.). Una bancarrota no lleva necesariamente a una crisis; eso dependerá del tipo de solución que se le dé a la bancarrota.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, el Plan Marshall sacó de la bancarrota a Europa Occidental. Ello impidió a esos países entrar en una larga crisis posguerra. Sin embargo, el costo de ese rescate fueron las bases militares de Estados Unidos que hasta hoy siguen ahí. Los rescates financieros siempre tienen costos de soberanía, de ahí la importancia de salir por nosotros mismos de nuestros problemas financieros.
Durante los últimos cuatro años, las declaraciones de las autoridades monetarias de México y de sus repetidoras (supuestos analistas financieros y medios oficialistas) han afirmado que estos niveles de deuda pública son manejables y que estamos lejos de niveles de alerta. Eso sería cierto si los demás indicadores macroeconómicos externos fueran sanos y en el caso de México no es así. Una deuda pública alta es un lujo que te puedes dar si tienes altos ingresos públicos, pocas necesidades sociales y una cuenta corriente muy favorable. Por ejemplo, Japón es el caso, pues tiene la deuda pública como porcentaje del PIB más grande del mundo, pero en contraparte es un país desarrollado, con una economía altamente productiva y tiene un superávit de cuenta corriente de 200 mil millones de dólares.
En segundo lugar en deuda está Grecia, pero a diferencia de Japón, tiene una economía de baja productividad, ha tenido un enorme déficit público y aún se encuentra sumergida en una profunda crisis financiera, que inició con la suspensión de pago de su deuda en 2015 y que actualmente se encuentra enfrentando políticas de austeridad impuestas por sus principales acreedores. Estados Unidos tiene la quinta deuda más grande del mundo como porcentaje de su PIB, pero tiene la ventaja de que controla buena parte la política monetaria global por medio de la emisión del dólar, y aún así los Estados Unidos están corrigiendo su déficit en cuenta corriente por medio de una agresiva política comercial proteccionista. En suma, el actual elevado déficit en cuenta corriente combinado con elevados niveles de deuda pública y un bajo nivel recaudatorio, coloca a México en un escenario de alto riesgo de crisis.
Es evidente que tanto el actual Secretario de Hacienda, José Antonio González Anaya, como el anterior, Luis Videgaray, dejan colgando de alfileres la economía mexicana. Tan sólo el costo financiero de la deuda de Petróleos Mexicanos (Pemex) de este año es de 111 mil millones de pesos, equivalente al 28 por ciento de su gasto programable. Lo que quiero puntualizar con esto es que el próximo Gobierno tendría escaso margen de maniobra para sortear una eventual crisis.
Cuando López Obrador usó el término “bancarrota”, el grueso de la crítica se dirigió hacia el uso del término “bancarrota”. Desubicados. Aunque es bueno clarificar términos, nuestro debate no debería centrarse en discutir la precisión del término “bancarrota”, sino en la evidente emergencia que tenemos enfrente. Discutir la palabra “bancarrota” es tan accesorio como discutir si es “bomba” o “explosivo” lo que nos dejaron en las manos; la preocupación debería centrarse en desactivarla.
Tenemos dos opciones básicas: esperar a que nuestros indicadores externos empeoren y hagan inevitable un paquete de rescate de organismos financieros multinacionales, o anticiparnos a la crisis con la implementación temprana de medidas. Yo sostengo que debemos actuar ya. Debemos exigirle al actual Gobierno de Peña Nieto que inicie las medidas –y no esperar a que llegue la nueva administración, a la cual, de todos modos, le tocará cargar con el grueso del problema. Considero que las medidas mínimas que debemos comenzar a implementar son las siguientes:
1. Reducir el déficit en cuenta corriente por medio de una política comercial proteccionista –similar a como lo están haciendo los Estados Unidos-, especialmente respecto de los países con los que tenemos un mayor déficit, como es el caso de China. Necesitamos reducir las importaciones chinas a la vez de atraer inversiones de ese país a fin de diversificar nuestras fuentes de Inversión Extranjera Directa –el cual, dada la rivalidad Estados Unidos-China, será un trabajo de relojería diplomático-económico.
2. Reducir el endeudamiento con financieras internacionales, pues en estos momentos estamos en sus manos. Hemos perdido parte de nuestra soberanía económica ante ellos y en este mismo instante están en la posición de imponernos condiciones sobre el destino de nuestros ingresos y egresos fiscales.
3. Aumentar los ingresos fiscales petroleros por medio de la reactivación de Pemex. Lo anterior en un fino balance entre permitir la reinversión de sus utilidades con la contribución al presupuesto público.
4. Aumentar la base gravable para incluir a las grandes empresas, de forma tal que fortalezcamos estructuralmente el presupuesto federal para hacer frente a estas obligaciones.
5. Reducir gradualmente el agregado monetario M3 para prevenir más inflación a causa de una eventual caída de corto plazo en la oferta de bienes derivada del proteccionismo, así como reducir el agregado monetario M4 frenando el endeudamiento.
6. Contrarrestar una eventual subida de tasas de interés con efectos contractivos, por medio del fortalecimiento de la banca de desarrollo con lineamientos claros para el otorgamiento de créditos preferenciales. Esta es siempre una eficaz medida contracíclica de corto plazo.
7. Financiamiento selectivo de obras de inversión pública con efecto multiplicador en la economía. Durante las últimas tres décadas, la inversión pública en México ha sido baja y desatinada. La obra pública es una medida contracíclica eficaz en el mediano y largo plazo si se basa en una fina evaluación socioeconómica de proyectos que mida tan preciso como se pueda el beneficio social neto de cada obra. Simplemente, el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAICM) debe analizarse de esa forma. La consulta ciudadana es un lindo detalle para los mexicanos, pero lo prudente sería tomar la decisión basada en números derivados de una evaluación socioeconómica de los proyectos Texcoco versus Santa Lucía, internalizando no sólo los costos públicos, sino también los costos privados en que incurriríamos los usuarios (pasajeros y aerolíneas) durante la vida útil de los respectivos proyectos. Lo mismo debemos hacer para toda la obra pública que se pretende financiar.
Las salidas ortodoxas de las crisis de deuda parten de un rescate financiero, que es esencialmente prestarle más dinero al deudor para que amortice su deuda. Las condiciones para esos nuevos préstamos suelen ser contraccionistas, intervencionistas y muchas veces incluso indignantes. En un rescate, lo que es bueno para los acreedores suele ser malo para los ciudadanos y la actual experiencia griega es elocuente al respecto. El rescate financiero griego incluye la intervención en su sistema de pensiones, la fijación de metas de recaudación y gasto e incluso severas reglas de regulación bancaria. En México aún estamos a tiempo.
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