La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa destrozó a familias enteras. En Tixtla, Guerrero, de donde son 20 de ellos, se sufre en el alma su ausencia.
Tixtla, Guerrero, 25 de septiembre (SinEmbargo).- Desde que Joaquina Patolzin vio en los noticieros que fue identificado un resto del joven normalista Joshivani Guerrero de la Cruz, como uno de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala el 26 de septiembre del año pasado, está nerviosa, furiosa y de mal humor.
La razón: su hijo de 25 años Julio César López Patolzin desapareció esa noche junto con Joshivani y la sola idea de que en efecto, los restos sean del estudiante, minimiza la posibilidad de que su muchacho esté con vida. Golpea su fe, destruye sus esperanzas depositadas en cada rezo.
Porque Joaquina ya pasó del dolor a la rabia. Está enojada con lo que le rodea porque su hijo no aparece. Hace unos meses se cayó de los escalones que llevan al segundo piso de la casa de sus padres, donde viven ella y su esposo desde que se casaron. Se lastimó una pierna y debe viajar tres veces por semana a Chilpancingo a terapia.
En cada viaje gasta 150 pesos, porque va y viene en taxi a Tixtla, pues no puede subirse a las combis que transitan diariamente por una angosta carretera repleta de curvas. Un gasto que para su precaria situación económica, golpea los bolsillos de por sí, empobrecidos.
Antes de que Julio César desapareciera en Iguala con 42 de sus compañeros, Joaquina tenía un puesto de verduras en Chilpancingo. Meses después de tragedia familiar, tuvo que abandonarlo debido a que su dolor le impidió trabajar.
Hoy Joaquina no desea hablar con nadie, menos con extraños. Acaba de llegar de una de sus terapias a su vivienda ubicada en la calle Riva Palacio del Barrio Santuario en Tixtla y encuentra a su esposo Rafael López Catarino con uno de los álbumes familiares en las manos.
–Trae unos cafés–, le pide él.
Ella lanza una mirada a su esposo sentado en la estancia de la casa, en donde la noche anterior se rezó un Rosario porque su abuela paterna cumplió dos años de muerta. Ahí hace un año, en ese ambiente de santos, sirios y flores, estuvo Julio César rezando por el alma de su bisabuela. Una semana después abordó uno de los autobuses que salieron de la Escuela Rural Raúl Isidro Burgos, donde estudiaba primer grado, y salió de Ayotzinapa pasadas las cinco de la tarde. Entre la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre desapareció en Iguala.
Rafael recuerda a Julio César mientras tres niños comen una sopa en una mesita con sillitas de plástico improvisadas. Pequeñas, como ellos. Así creció Julio. En esa misma casa corrió y jugó como lo hacen ahora sus sobrinos.
Joaquina entra a la cocina repleta de sartenes, cacerolas, vasijas y tinajas que se sostienen con clavos de las paredes. Su madre come un poco de sopa con pollo deshebrado. Joaquina no prepara café.
–¡No quiero hablar con nadie! ¡Atiéndelos tú Rafael! De todas formas los muchachos ni aparecen–, grita desde la cocina.
–Tranquilízate mujer–, responde él.
–¿En qué beneficia esto a mi hijo? Yo quiero que aparezca ya–, le dice.
Rafael, en la estancia contiene las lágrimas, se le quiebra la voz y cierra el álbum de fotografías, en donde Julio César es niño y juega con sus hermanos y primos.
“Disculpen a mi esposa. Está muy nerviosa y enojada por lo que está saliendo en la tele y en los periódicos de Joshivani pues. Ahí la encontré llorando y le dije: ‘son mentiras, no te creas del gobierno’. Luego dice que yo no la entiendo, que no busco a mi hijo, que no lo tuve los nueve meses. Que no sé lo que ella está sintiendo”, dice Rafael.
El padre de Julio César cuenta que a su hogar han llegado muchas personas. Algunos reporteros, otros ni siquiera se identifican. Hay quien ha tocado su puerta para decirles que ya se “calmen”, pues recibieron un millón y medio de pesos.
Un millón y medio de pesos por el dolor de perder a un hijo. Rafael hace una pausa.
“¿Usted cree que vamos a tener un millón de pesos? A veces batallamos para comer. Por eso ella ya está así”, dice.
Su mujer pasa del llanto al silencio, cuenta. En las noches se sienta en la cama y amanece rezando. Duerme poco. Las madrugadas son para hablar con Dios y pedirle que por favor le regrese a Julio César.
“Yo creo que de repente va a llegar mi hijo. Ella lo está esperando, que va a entrar de repente. Vendrá repuestito, no tan flaco y se subirá al cuarto”, dice Rafael.
Llegará de repente como aparece en sus sueños y el dolor, la rabia y la desesperación, habrán quedado atrás.
Rafael cierra el álbum y se encamina hacia el lugar donde él y su hijo hicieron equipo toda una vida: la parcela que sembraron y cosecharon durante muchos años.
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La parcela familiar de media hectárea está ubicada a unos 600 metros de la vivienda de Julio César, sus abuelos y sus padres. La calle principal que lleva a los terrenos está adoquinada. Es una de las novedades que ocurrieron en el último año durante su ausencia.
Rafael pasa frente a un guamúchil y recuerda que una vez su hijo chocó la camioneta de la familia y lloró al decírselo.
–Choqué la camioneta pues, le dijo a su padre.
–No te preocupes hijo. Yo me conformo con que no te haya pasado nada, que estés bien y que no me mientas. Ya sabe que a mí dígame la verdad, le contestó.
Después del guamúchil hay una vereda y las parcelas de los campesinos de Tixtla aparecen al paso. Rafael está conmovido recordando a su hijo. A Julio le gustaban mucho los animales, dice al ver a un caballo amarrado a un poste. El padre habla en pasado.
“Esos recuerdos a mí me llegan porque nunca nos dijimos una mala palabra. Ni él a mí, ni yo a él. Siempre fue muy respetuoso”, dice.
Antes de matricularse en Ayotzinapa, se dedicaba al campo, a trabajar la tierra con su padre. No está casado, ni tiene hijos.
“No sé si tenía novia. Ahí a la casa han llegado varias a decir: ‘yo lo conocía’. Yo creo que sí tenía alguna pues”, dice Rafael.
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Este agosto Rafael sembró solo. El dinero no alcanza para pagarle a un peón. En la parcela hay surcos sembrados con flor de terciopelo, cilantro, col y jícama. Las flores aún pueden romperse con un ventarrón y representar pérdidas para el campesino. Si se quiebran ya no sirven y los manojos no los quieren ni regalados, cuenta.
Desde esa parcela Julio César escuchaba tocar a la banda de guerra de la Normal de Ayotzinapa. Era entonces un niño que soñaba con ser maestro rural. En ese tiempo el hijo de Rafael formaba parte de la banda de la escuela primaria. Así fue creciendo. Luego se integró a la de la secundaria y después al grupo de la preparatoria.
–Algún día voy a estar en esa banda–, le dijo Julio al padre.
–Sí mijo, pero para eso, primero ponte a estudiar para que no vayas salir con mal promedio y te acepten en la escuela–, le contestó Rafael.
El hombre se pierde en el tiempo. Tiene la mirada fija a las flores y empieza a llorar.
Las lágrimas brotan y escurren por su rostro moreno y demacrado. En su casa, con su esposa Joaquina no puede llorar. Ella está tan afectada, que prefiere salirse a desahogarse al monte, dice.
“Yo quería una vida distinta para mis hijos. Mi hijo quiso estudiar para maestro, porque aquí en Tixtla hay muchos que salieron de esa escuela y él vio el cambio de vida. Porque de campesino, no deja mucho pues. Aquí se invierte y a veces a se pierde o nomás se saca para volver a sembrar”, expone.
Rafael sigue llorando. Nunca quiso que sus hijos sufrieran lo que él cuando fue niño al quedar huérfano de padre y a cargo de su hermano menor en Tixtla.
“A mi papá lo mataron en el Distrito [Federal] cuando yo tenía siete años. Mi mamá me dejó solo con mi hermano. Tenía otro hermano que se envenenó y otro que se mató ahí en la curva de Ayotzinapa. Entonces yo me quedé con mi hermanito. Mi mamá se fue al DF a buscar trabajo y me dejó dos cochinos nada más”, recuerda.
Rafael aprendió a trabajar desde muy niño. Ayudaba a cargar cajas de tomate en la normal Raúl Isidro Burgos y se ganaba unos centavos.
–Tengo hambre hermano–, le decía el niño.
–Espérate tantito. Ahorita que me paguen y regrese a la casa comemos–, contestaba Rafael.
Por la tarde, cuando terminaba la jornada, Rafael compraba tortillas. Ese era el alimento que llevaba a la mesa.
Mientras eso ocurría, la madre de los niños regresaba con bolsas de desperdicios para los cerdos. Los niños hurgaban y si encontraban trozos de bolillo duro, lo mojaban en café y se alimentaban.
“Esto me duele mucho. Aquí me desahogo, ahora no puedo en la casa, no puedo porque mi mujer está mal, lo que está pasando ella no está fácil”, dice. Se limpia las lágrimas con un paliacate.
Rafael insiste: como padre quería para su hijo Julio César una vida mejor. Cuando el muchacho le informó que quería estudiar en la escuela normal, no se opuso. Era el único de la familia que hasta ese momento, expresaba deseos de estudiar una profesión.
En agosto del año pasado, Julio César ya estaba del otro lado de la parcela de su padre. Labraba las tierras de Ayotzinapa como parte de la prueba de admisión.
Julio debía demostrar que era resistente e hijo de campesino. Que sabía trabajar bajo el sol y labrar la tierra. Así lo hizo.
Durante un tiempo padre e hijo conversaron a través de la cerca que divide las tierras de la escuela de las parcelas de los campesinos.
Hasta ahí llegaba Rafael con unos tacos envueltos en las servilletas bordadas por la abuela. Quizás Julio no comía bien porque estaba flaco, dice Rafael.
Estaba delgado y un poco demacrado, pero animado porque fue seleccionado como alumno de primer ingreso, luego de las pruebas.
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–Abuelito, ya quedé abuelito. Ya estoy en la escuela–, le dijo Julio a su abuelo Cándido Patolzin Castrejón el 15 de septiembre del año pasado.
–Que bueno mijo, ahora sí a salir adelante–, le contestó.
Fue en el novenario que la familia realizó para recordar el primer aniversario de la muerte de la bisabuela de Julio. Ese día el muchacho llegó a la vivienda con un grupo de normalistas de primer grado. Sus nuevos amigos.
“Estaba muy contento porque el trabajo del campo, es muy pesado. Yo le enseñé a sembrar todo tipo de hortalizas desde chiquito: col, cilantro, lechuga, maíz, flores. Él fue siempre el que se iba conmigo al campo”, recuerda.
Era un “chamaco” muy querido en el Barrio Santuario de Tixtla, dice Cándido. Era tranquilo y no se metía con nadie. Estudiaba y por las tardes se apresuraba al campo para ayudar a su abuelo a fertilizar y a fumigar.
“Le enseñé bien a sembrar. Cuando creció, él podría ir a cualquier lado a sembrar con orgullo de su trabajo, porque aprendió bien”, relata.
Julio trabajaba y estudiaba. Casi siempre hacía sus tareas escolares por la noche, porque la tarde la ocupaba en ayudar en la parcela de su padre o de su abuelo.
Su “chamaco” fue un niño fuerte, sano y juguetón. Era el más travieso de sus nietos. Corría por toda la casa, jugaba a las canicas y al trompo, recuerda Cándido.
Pero mientras crecía, los intereses de Julio César cambiaron:
–Quiero estudiar abuelo–, le dijo varias veces Julio.
–Si hay una oportunidad estudien. El trabajo es duro en el campo y la siembra es muy aventurera–, le aconsejó Cándido .
“Eso platicábamos y pues orales, le decía yo. En Ayotzinapa podía estudiar porque no pagan, se gasta poco, nomás para los materiales. Ellos pues son pobres, siempre han vivido en la casa porque no tienen para pagar renta”, cuenta el abuelo.
Cándido nunca imaginó el desenlace que tendría su nieto. Ahora la tristeza es su compañera desde que sale a las seis y media de la mañana a labrar la tierra. Ese mismo dolor regresa con él a las 10 y media cuando desayuna y lo acompaña durante toda la jornada hasta las nueve de la noche. Y así cada día.
“Estoy triste porque no sé dónde está mi hijo. Que investiguen por favor dónde los tienen. Que [Enrique] Peña Nieto diga donde están. Ese cabrón se está pasando pues”, dice.
La versión de basurero de Cocula y la incineración masiva con leña y neumáticos, no lo convence. Para Cándido es una mentira. En toda su vida de campesino ha visto humear los cuerpos de animales y hasta de los accidentados en las carreteras.
Por más quema, siempre queda algo. El cuerpo encogido del pipero que se incendia y quema con combustible o la grasa del animal quemado cuando muere.
“¿Nomás con una basurita van a quemar a tanta gente? No pues si no somos tontos. Somos campesinos”, dice.
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Gustavo López Patonzin coincide con su abuelo materno. El joven de 28 años trabaja en una tabiquera. Es mayor que Julio César y no cree que su hermano haya sido quemado en el basurero de Cocula.
“No tengo palabras para explicar lo que nos está pasando. Mi jefe está enfermo, se le subió el azúcar y mi madre se cayó y se lastimó una pierna, nomás por andar pensando”, dice.
Gustavo conversó por mensajes de celular con su hermano el día que desapareció.
–¿Cómo estás carnal?–, le dijo.
–Muy bien carnal, todo bien–, le contestó.
Mario no le preguntó en dónde estaba. Cuando intercambiaron mensajes era tarde, pasaban de las cinco. Julio estaba por vivir la persecución en Iguala unas horas después, que lo llevó a permanecer hasta hoy, desaparecido.
Cuatro días después Gustavo, su padre Rafael, familiares y vecinos se fueron a los cerros de los alrededores de Iguala a buscar a Julio. Empezaban a las siete de la mañana y terminaban a las 11 de la noche durante dos meses consecutivos.
Pero la búsqueda fue en vano. Sólo encontraban rumores y después, fosas.
“Me siento muy triste porque no lo veo. El 29 de enero cumplió 26 años, ahí me la pasé llorando”, recuerda Gustavo.
Mario Flores Patolzin, de 30 años, es primo de Julio César. Convivió con él desde niño y lo considera, además de parientes, amigo.
Desde la desaparición del joven normalista, Mario se empeñó en encontrarlo. Subió cerros, se internó en el monte y durante dos meses mantuvo la esperanza de dar con su paradero en aquellas largas expediciones.
“Aquí varios de la familia hemos soñado que regresa. A mí en lo personal me afectó mucho. Descuidé a mi familia, a mi hijo”, dice.
Mario tiene un hijo de 10 años. En varias ocasiones el niño ha soñado que Julio regresa y ha visto a su padre llorar.
–¡Papá, papá! Soñé que mataban a mi tío. ¿Verdad que va a regresar papito?–, le dijo una noche.
–Duérmete mijito, sí va a regresar tu tío Julio–, le contestó.
Por su hijo y para evitarle más sufrimiento, Mario contiene su dolor. Sigue con su vida normal, mientras espera que Julio aparezca.
“Convivía mucho con él. Los fines de semana nos juntábamos los primos y nos íbamos a pescar. Ya de grandes nos íbamos juntos al baile.
Mario no cree la versión de la Procuraduría General de la República (PGR). Rafael, el padre, tampoco.
“Yo quiero que me diga la PGR qué combustible usaron. Porque dicen que después de seis horas bajaron a echarle más. Desde qué altura lo echaron, porque no los alcanzó la lumbre”, cuestiona Rafael.
–Los expertos extranjeros dicen en su informe que la PGR omitió un quinto autobús. Ellos plantean la hipótesis de que los muchachos pudieron tomar un camión cargado con droga o dinero sin saberlo esa noche. ¿Usted cree que eso sea posible?–, se le pregunta.
–Sí lo creo. Si ellos tomaron por error ese autobús cargado, los de ahí no iban a querer perder su droga. Por eso el gobierno sabe muy bien qué pasó esa noche. Mientras ellos hacían la matazón en Iguala, ese autobús siguió circulando para otro lado.
–¿Usted cree que las cenizas encontradas en el río pueden ser de los muchachos?
–Pudieran ser, pero no los quemaron en el basurero. Si fueran ellos, los incineraron en los hornos del Ejército.
Rafael sabe que existe la posibilidad de que los restos sean de los jóvenes. Pero él como padre, espera vivo a Julio César.
“Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos”, exige.