Después de meses de huirle, al fin vi ayer The Danish Girl, la dizque célebre película acerca de la primera cirugía de cambio de sexo de la historia. No voy a escribir una reseña de la aburrida y emocionalmente plana narrativa ni de la incapacidad de los guionistas para aprovechar la gran anécdota que tenían entre las manos: hoy quiero comentar la única escena que me conmovió tras dos horas frente a la pantalla.
Cuando Einar, el pintor danés, se viste por primera vez como mujer, con solo poner un pie en la calle lo atenaza una preocupación que lo hace detenerse y reconsiderar todo el paseo. Se queda paralizado en la banqueta y le dice a la que por seis años fue su esposa: “¿Y si no soy lo suficientemente bonita?”. Hasta hace diez minutos, Einar, transformado en Lily, su verdadera identidad de género, se sentía la mujer más hermosa sobre la faz de la Tierra. No podía dejar de admirarse al espejo mientras su mujer lo maquillaba y emperifollaba, mientras sentía la suavidad de la seda de sus medias nuevas, la textura de la peluca de medio pelo, el porte que le daban los zapatos de tacón. En un instante, la pura perspectiva de estar expuesta a las miradas masculinas la despojó de la sensualidad y confianza que exudaba en la intimidad y la enfrentó a un laberinto de espejos deformadores que la pusieron a temblar, a cuestionarse si lo que ella había visto en su reflejo era la fantasía o la realidad.
El actor Dustin Hoffman compartió hace unos meses su experiencia al filmar la comedia Tootsie en 1982, en la que interpretó a un hombre que decide hacerse pasar por una mujer para ampliar sus perspectivas laborales. En la entrevista, Hoffman recuerda el momento en que tras horas de preparación y filmación, se vio por primera vez en la pantalla como mujer. “Muy bien”, le dijo al equipo de maquillistas y demás profesionales, “ya soy una mujer creíble. Ahora háganme hermosa”. Cuando el equipo se encogió de hombros, diciéndole que no podían hacer milagros, Hoffman se quedó en shock al darse cuenta de que no era una mujer bella. “Tuve una epifanía y al llegar a mi casa me puse a llorar. Al verme en pantalla me pareció que era una mujer interesante a la que, sin embargo, nunca me habría acercado como hombre, porque no cumple con los estándares que le ponemos a las mujeres con respecto a su físico. ¿A cuántas mujeres inteligentes e interesantes dejé de conocer porque me lavaron el cerebro?”, se pregunta, y se le quiebra la voz. “Para mí, Tootsie nunca fue una comedia”.
Lo que Hoffman está diciendo es algo asumido para las mujeres pero que él experimentó en carne propia: que con la identidad femenina viene la preocupación por ser bella, antes que por ser otras cosas. Esta preocupación está tan profundamente insertada en nuestra psique, que pareciera una cuestión fisiológica, al grado que se le sigue explicando evolutivamente: Las mujeres que tienen ciertos rasgos (antiguamente caderas grandes, por ejemplo) atraen más a los hombres que buscan plantar su simiente en el ejemplar mejor capacitado para perpetuar la especie. Por supuesto, si seguimos quedándonos en las razones primitivas y animales para hacer las cosas, tendríamos que seguir justificando las violaciones, la promiscuidad, la infidelidad y el que las madres se coman a un bebé si nace con algún defecto físico. Las mismas razones ya no aplican pero la presión para ser hermosas sigue pesando sobre el sexo femenino aunque a menudo estos mismos esfuerzos sean los “culpables” de tentar, provocar o buscar el abuso sexual y/o verbal.
Permítanme una última referencia de cultura pop: en la serie ya avejentada El Sexo y la Ciudad, una de las chicas se lía con un fotógrafo cuya onda es vestir a mujeres de hombres para retratarlos en esta identidad alternativa. ¿Cuál es la preocupación de Charlotte, la ultra-femenina ñora que va a ponerse en los zapatos de un hombre (o más bien que va a ponerse los zapatos de un hombre) por primera vez? Tener un bulto muy grande entre las piernas. Se llena la ropa interior de papel de baño porque su idea es que la masculinidad está ahí, y que entre más grande, mejor. Menuda presión.
La idea de que a las mujeres les gusta ser miradas y a los hombres mirar, a las mujeres ser tocadas y a los hombres tocar, se ha usado en múltiples teorías para explicar las diferencias en la sexualidad de unos y de otros, la manera en que recibimos placer, las razones por las que sentimos la inexplicable “química” a veces y otras veces no. Pasivas y activos, propensas a la monogamia o tendientes a la infidelidad, perfectas contra, simplemente, masculinos. Pero a medida que las líneas entre géneros se van difuminando y entrelazando y los temas tabúes dejan de serlo, estos papeles estereotípicos van también transformándose, o deberían. ¿Y si pudiéramos vernos como nos ve el espejo más amoroso, el más íntimo, el del baño vaporoso que nos devuelve sólo los mejores rasgos, y existir así, hacia dentro y no hacia fuera? ¿Y si pudiéramos ver con los otros sentidos, borrarnos la sobrecarga mediática, complacer al tacto, al olfato, al oído, a la piel, al cerebro…?
Si usted, lector, probara a ser mujer por un día y se viera a sí mismo con sus ojos de varón, ¿se invitaría a salir? ¿Sí? ¿No? Y usted, lectora, ¿cuánto papel de baño se metería en los calzones para sentirse masculino?