¿Se puede hacer literatura desde el humor negro, desde el sarcasmo y la ironía? Carlos Velázquez demuestra una vez más que sí con su quinto libro de relatos Despachador de pollo frito. Para este autor coahuilense le gusta alejarse de la seriedad sin sacrificar la calidad literaria. "¿A quién no le gusta reír?”, pregunta.
“Mis personajes no le interesan a la literatura mexicana actual”, afirma Velázquez: “Son seres que están al límite, pero que le dan una vuelta. Consiguen darle la vuelta al cliché en general”, afirma Velázquez y ahonda acerca de los temas que lo obsesionan y son plasmados en su narrativa. Esta es la entrevista para Puntos y Comas.
Ciudad de México, 25 de abril (SinEmbargo).- En la literatura de Velázquez todo es retorcido. Si hay gore, éste es rosa. Si hay humor, éste es descabellado. Si hay amor, éste es un pretexto para el abismo. Pero la existencia de sus personajes no es una excentricidad inextricable, son seres comunes y corrientes que son arrastrados hacia la infamia por la tan irresistible atracción fatal, como le puede ocurrir a cualquiera de nosotros.
Despachador de pollo frito, quinto libro de relatos de Carlos Velázquez, nos lleva por una serie de protagonistas y entornos en donde la mentira y las triquiñuelas; el travestismo y la dipsomanía; el delirio y la enfermedad; la ruina y los desastres emocionales, configuran a través de su inconfundible prosa cáustica, sonora y veloz, un universo mordaz que termina siendo un espejo despiadado en el cual incluso el lector más escéptico se verá seducido y hechizado.
Un detective privado mexicano recibe la inaudita encomienda de desenmascarar a un falso Paul McCartney, un cinéfilo y sensible godín recibe un revés kármico a su prolongada carrera como rompecorazones, un director de orquestas xenofóbico con su propio pueblo llevará al borde de la locura a la comunidad de Tatahuila por sus conflictos con la autoridad, un travesti verá su vida arruinada a partir de una úlcera rectal que lo conducirá al camino de la redención pseudo-evangélica y un despachador de pollo frito arrastra una disputa con su jefe a un péndulo de venganzas y revanchas en donde el propio cuerpo será usado como el campo de batalla principal.
En estos cinco cuentos, Velázquez maneja a su entero placer el devenir de estos seres cuasi fantásticos de tan desposeídos, con un magistral manejo de la estructura y la forma que reverencia a los grandes maestros del género. Sin dejar nunca el sentido del humor como punta de lanza, conduce las tramas a partir de una premisa encantadora y envolvente, en donde todo mundo soltará una carcajada rotunda.
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—Para los nuevos lectores de tu libro, ¿puedes contar de qué va cada relato? ¿Hay algún hilo que una cada texto?
—Desde que me he dedicado a la literatura, mi intención ha sido estructurar mis relatos a partir de muchas premisas, no sólo una. Entonces, hay crítica social, aunque parezca que no (no se tiene que ser militante para criticar lo que está ocurriendo). Por ejemplo, en mi literatura hay muchos gordos, pues es una manera de protestar en contra de la leyes sanitarias de lo que consume el mexicano promedio. En este libro en particular, regreso un poco a lo que ocurría en La marrana negra de la literatura rosa, mi tercer libro de cuentos, que da historias de travestis y personajes llevados al límite.
En resumidas cuentas, son personajes que están lidiando todo el tiempo con su capacidad para desenvolverse en la vida, pero que por alguna razón terminan, no saliendo venturosos, pero sí de alguna manera solucionan los problemas que la vida diaria nos ofrece. Es como meter a un ratón en un laberinto y en lugar de que éste halle la salida, se sube por un muro y lo salta. Mis personajes son eso: seres que están saltando al otro lado de la cerca, de la pared de ladrillos o rompiéndola para pasar a través de ella.
—¿En qué te inspiraste para la construcción de tus personajes? ¿Tienen algo de ti? Todos parecen compartir un poco de cinismo y una gran inclinación hacia la desgracia y el absurdo...
—Yo tengo dos vertientes como narrador: la del cronista y la del cuentista. Lo que trato de hacer, igual y a lo mejor no lo consigo pero de verdad que trato, es separar un poco ambas facetas. Cuando escribo ficción, procuro alejarme de mí lo más que puedo. No sé cómo se me perciba a mí como autor, pero una de las cosas que yo puedo percibir de la literatura de otros es que los personajes que yo retomo no le interesan a la literatura mexicana del momento.
La literatura mexicana actual versa mucho sobre la clase media alta y cuando tratan los problemas de personas reales, de las clases bajas (lo puedes ver en la cinta Roma), siempre es a través como de una especie de epifanía, de redención o recompensa: "Ah, eres pobre, te voy a premiar".
Mis personajes no tienen esa recompensa; ellos van a edificar una realidad a partir de su propia experiencia, pero muy distinta a lo que se supone que, según el estato social, debería convertirse. Varios de mis personajes son sacados de estratos sociales muy bajos, otro no tanto, pero tienen esta vuelta de tuerca, lo cual no es una idea original mía, es una cosa que viene unida al relato desde el siglo pasado.
Básicamente es eso: seres que están al límite de su propia circunstancia de vida, pero que le dan una vuelta a todo lo que les está ocurriendo. Incluso a veces (y esto no lo sabía, lo he sabido por otros), el cliché forma parte de mi novela, pero al cliché hay que darle una vuelta. Mis personajes consiguen darle la vuelta al cliché en general.
—¿Buscaste transmitir un mensaje particular con el conglomerado de historias?
—No busco transmitir un mensaje único, pero sí tengo mis obsesiones y en cada libro voy retomando temas: la obesidad, la drogadicción, las relaciones tóxicas de pareja. No busco reproducir el mismo efecto, pero sí que el tema no se agote. Las relaciones humanas, que es la fuente principal de la cual deriva la literatura, son únicas e irrepetibles. La condición humana es un tema que no se agota nunca, por lo tanto la literatura es un tema que no se agota nunca.
Es como si tú fueras terapeuta y vieras cinco pacientes al día, cinco días a la semana, todos te van a contar cosas distintas. A lo mejor detrás hay una especie de malestar compartido, pero todos son diferentes. Eso me pasa con mis cuentos: tengo cinco pacientes que me hablan de cosas distintas y escribo un cuento sobre cada uno y en el siguiente libro puedo tener también un paciente con las mismas características (es travesti, tiene sobrepeso, es de estrato bajo), pero me va a hablar de problemas distintos.
—¿El humor es un buen vehículo para contar una historia trágica? ¿Qué te gusta de la comedia como recurso narrativo?
—Estamos en una librería Gandhi, si tú bajas y buscas entre los estantes, te vas a dar cuenta de la triste realidad, que es una realidad que yo también vivo como lector: la mayoría de los libros y literatura mexicana son una solemnidad que pesa como una losa. Pienso: ¿se puede hacer literatura desde el humor negro, desde el sarcasmo, desde la ironía? Claro que se puede, Ibargüengoitia es un gran ejemplo. Sin embargo la literatura, por cuestiones de mercado, tiende a lucrar mucho con la catástrofe, con lo que significa padecer una condición, ya sea femenina, homosexual, de clase.
Aunque no me lo creas, porque podría sonar ya muy comentado, casi nadie está poniendo atención en el humor. Cuando era niño, yo me reía mucho, fui un hijo de la comedia, vi mucha comedia en televisión. Ahora me extraña que la literatura mexicana sea tan solemne... por eso a mí me gusta mucho ponerle ese toque, darle ese plus sin sacrificar la calidad literaria. ¿A quién no le gusta reír?
Twitter por ejemplo es una fabrica de censura. Dices: ¿qué pasó con la capacidad que teníamos los seres humanos para reirnos? La corrección política no te da oportunidad de nada. Hay gente que todavía tiene la capacidad de crear un pensamiento propio, pero en los últimos tiempos parece que somos los censores de nosotros mismos.