Jorge Alberto Gudiño Hernández
25/02/2024 - 12:01 am
Un producto rancio de la polarización
Considerar la posibilidad de defender a un político o a un partido me resulta absurdo, sin importar sus ideologías o sus resultados.
Me habla un amigo intentando encontrar eco a su indignación. Suelta la noticia (da igual cuál sea) y desea que me sume, de inmediato, a su cruzada. Intento ser prudente, matizar, entender lo que está diciendo y me corta: buscará a otro interlocutor más a modo, que abrace sus causas de inmediato. Leo a un columnista quejándose del deterioro del Estado. Comparto algunas de sus opiniones, pero no todos sus argumentos. Más tarde, recibo la liga a las columnas de dicho periodista, de parte de varios amigos, incluido el indignado de la mañana.
Entiendo la crítica y la aplaudo. Incluso cuando es exagerada. Los ciudadanos tienen derecho a la queja. En todas las sociedades ocurre esto: se habla mal del estado de las cosas, del gobierno, de los servicios, de los derechos o de la forma de vida. Es normal. Conformarse con lo que se tiene es algo impropio de las personas. Se desea más y se buscan culpables para justificar lo que no se tiene. Incluso en los países más civilizados, con estados de derecho más sólidos, con instituciones firmes y niveles altísimos de seguridad social, sus habitantes se quejan. Razones nunca faltan. Y está bien. Uno no mira a quienes están peor para aplacar sus deseos o su inconformidad: se aspira a potenciales máximos.
La ceja de la sospecha se alza cuando, en medio de todas estas críticas, se suman acusaciones que suenan excesivas. Pactos, prebendas, corruptelas, asociaciones delictuosas y demás. Que escriba esto no significa que no existan ni que yo lo crea. Al contrario, es fácil convencerme de que es y ha sido así desde hace demasiado tiempo. El problema es la falta de pruebas. Decir que alguien dijo o que alguien le contó a uno no basta para alzar el dedo flamígero acusando a una persona de una responsabilidad que no tiene sólo por el hecho de que ha actuado mal en otros ámbitos.
Y es aquí donde se pone interesante la cosa, donde surge ese producto rancio de la polarización: la defensa de las causas ajenas.
Insisto: es normal criticar y señalar, incluso sin fundamento. El chisme y cierta sevicia bastan para acusar a cualquiera. No resulta sorprendente. Lo que llama la atención es que, en un afán de entrar en la discusión, se defienda a los contrarios.
Leo al mismo columnista que fue crítico hace dos o tres sexenios hablando maravillas de los gobernantes de antaño. Escucho a mi amigo que se quejó amargamente durante los sexenios anteriores diciendo que ojalá nos siguieran dirigiendo hombres de esa probidad. Hasta hay una campaña para las próximas elecciones que habla de las bondades del partido más odiado por las mayorías desde hace décadas. No es un asunto de desmemoria sino de tener la razón a la hora de ser críticos… como si se les estuviera juzgando a ellos.
Me da mucho trabajo defender una causa que no sea la mía o la de alguno de mis afectos. Considerar la posibilidad de defender a un político o a un partido me resulta absurdo, sin importar sus ideologías o sus resultados. Estamos mal, muy mal, y llevamos mucho tiempo así. Es probable que ahora estemos peor que antes o un poco mejor. Es una discusión que se puede llevar a cabo, que es pertinente y útil. Lo que resulta absurdo y es ese lastre que surge de la polarización es que, para intentar probar algo, se hablen maravillas de los otros gobiernos (y esto aplica en cualquier momento en que se lea, sea quien sea quien gobierne).
Insisto, criticar es normal, es lógico y saludable; defender a los impresentables sólo puede ser un síntoma de lo mal que funcionan nuestros argumentos. Cada quien.
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