Óscar de la Borbolla
25/02/2019 - 12:04 am
Nihilismo rejuvenecedor
Hay una frontera que divide a los jóvenes de los viejos y no es, como podría parecer a simple vista, la apariencia física, y tampoco el conocimiento y lo que se llama "experiencia"; es, más bien, creer o no creer en las consecuencias. Para el joven, no me refiero al imprudente (aunque muchos lo sean), […]
Hay una frontera que divide a los jóvenes de los viejos y no es, como podría parecer a simple vista, la apariencia física, y tampoco el conocimiento y lo que se llama "experiencia"; es, más bien, creer o no creer en las consecuencias. Para el joven, no me refiero al imprudente (aunque muchos lo sean), las consecuencias existen pero no cree que se sigan forzosa y unívocamente: no observa sus actos desde la creencia en una fatal concatenación causa-efecto. Para el viejo, en cambio, (aunque muchos también son imprudentes) a cada acción sigue, de modo inevitable, una y sólo una consecuencia. Para el joven, el futuro no necesariamente es engendrado por sus actos; para el viejo lo que se haga hoy determina inexorablemente lo que ocurrirá mañana.
Y, por supuesto, se cree que la visión del viejo explica mejor la estructura de la vida; sin embargo, (y esto lo hemos discutido muchas veces en esta columna) la vida no es un orden cuyos factores puedan ser controlados como en un experimento de laboratorio en el que se pone o se quita una variable y el resultado cambia en una dirección o en otra. La vida es un relajo que acontece en el reino del azar y los resultados brincan arbitrariamente en un sentido u otro sin que podamos gobernarlos. Y aunque cada resultado sea la consecuencia de una serie de factores, jamás podemos tener todos los pelos en la mano.
Y para muestra, ahí está el infeliz que se la pasa cuidando su salud obsesivamente y le llega desde cualquier parte, disfrazado de automóvil, el accidente que lo deja tendido en la cuneta, y también está quien se ha entregado a los excesos y a los vicios y que muere porque, cuando uno se adentra lo suficiente en los años, a nuestro reloj biológico se le acaba la cuerda. Parece más recomendable seguir las instrucciones de la precaución, pero no es una regla de oro, pues las excepciones abundan.
Creo que la diferencia entre jóvenes y viejos está sobre todo en el miedo, en vivir sin miedo o vivir temeroso; entre dar un bandazo y atreverse, o cuidar y proteger y aferrarse a lo seguro.
"Pero es que yo he visto y he vivido mucho", dice el viejo, "y los actos traen sus consecuencias". Sí que las traen, pero jamás sabemos a ciencia cierta cuáles, ni terminamos de identificar con precisión lo que las causó exactamente.
"Si hubiera vivido de otro modo", dice el viejo arrepentido y aconseja al joven: "No hagas esto ni aquello..." pero nada garantiza qué haciendo o no haciendo uno logre o evite ciertas consecuencias, porque, insisto, la vida no es un simplón experimento de laboratorio. Nos gustaría que así fuera, porque, por miedo, nos rehusamos a admitir el caos en el que estamos inmersos; pero la verdad: vienen de tantos lados los factores, son tan sorpresivos y arbitrarios que la “experiencia" de nada sirve para indicarnos el camino seguro: miedo o no miedo, creencia en que se pueden controlar los acontecimientos del porvenir o ni siquiera pensar en el futuro es ahí donde estriba la verdadera diferencia entre el joven y el viejo.
Y, como puede advertirse, ninguna de las dos actitudes tiene ventaja sobre la otra, porque temer o no temer no influye en lo que sucederá realmente: estamos inermes ante el azar y cualquiera que sean nuestras decisiones terminaremos igual de sorprendidos ante el desenlace con el que cada cual tropezará al final de la vida.
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