Una de las frases más utilizadas a mi alrededor cuando era adolescente era “supéralo”. Se aplicaba a novios, a haber reprobado alguna materia, a que la película hubiera estado mala. Supéralo y continúa con tu vida. Deja de ser una “traumada” o una “intensa” y “sé ligera”. De hecho, la sugerencia de aligerarme me ha llegado por muchos lugares y no lo logro, lo cual es extraño: si la adultez, como decía Freud, es aprender a vivir con huecos, entre más huecos uno tiene, más ligero, debería de ser ¿no? Pero la estructura que sostiene los huecos, digamos, el queso gruyere, tiene que definirse por fuerza por ser queso y no por lo que le falta, por el aire que circula entre su carne. Entre más sólido el queso, más huecos sostiene, sin dejar de ser queso. Bueno, ya dije “queso” tantas veces que hasta me estoy empalagando.
En la adultez he comprobado que las cosas no se “superan”. Pierdes a tu primer amor: sí, vuelves a enamorarte, pero no lo superas, o sea, no subes una escalera rodeada por porristas y pancartas de frases inspiracionales y dejas atrás las cosas: ese es un mito, que realmente corresponde al tema de la Tierra siendo plana… no, es redonda, y la existencia también. Las cosas no se superan; se integran. Los escritores no encontramos temas nuevos, sino nuevas maneras de mirar el mismo tema o par de temas que nos acucian el alma y que serán el origen de todas las preguntas, para siempre. Todos estamos en rotación y en traslación constante, no caminamos en una línea recta dejando atrás el pasado y encarando el futuro. De hecho, el pasado cambia a cada instante dependiendo de cómo lo recordamos, de cómo nos lo contamos, de las reinterpretaciones que necesariamente vienen con la madurez.
Por supuesto: uno se levanta de los lodazales y sigue adelante. Uno es clavado a una pared y sí, se quita los clavos, a costa de mucho dolor y mucha sangre, abandona la pared y se busca otra casa. Ya no hay clavos. El dolor cede. Pero los huecos se quedan. A veces podemos tardar años en descubrir el efecto que un hueco específico provocará, y este aparecerá en el momento menos esperado, disfrazado, solapado, viperino. “Ya lo superé. Ya puedo volverme a casar”. Y ¡zas!, en el primer aniversario de boda, con la gran fiesta en puerta, la mujer se enferma de algo y es incapaz de celebrar. “Ya lo superé. Ahora puedo subirme en avión”. Y a la vista de un avión de papel en la oficina, vienen las náuseas y un arranque de furia contra el chistosito que lo lanzó. Ya después el psicoanalista se encarga de explicarnos que bla, bla, bla. Los huecos hacen que tengamos más espacios por donde el aire helado puede pasar y rozar la carne expuesta. Los huecos pueden hacer que un terremoto nos haga tambalearnos más fácilmente. Hay huecos casi imperceptibles, en los que las municiones se atoran y se quedan, provocando pequeñas asfixias. Hay meta-huecos, que se enquistan en el vacío ya existente y empujan los límites del queso hasta que el emparedado ya no es nutritivo. Hay huecos preñados, que de un día al otro escupen su suero de leche, su moho, y envejecen un queso fresco. Otros huecos son flexibles, y según la temperatura y otras condiciones ambientales, se encogen o se estiran. Eso sí: todos, absolutamente todos los huecos son mirillas a través de las que ver el mundo y a nosotros mismos. Son un caleidoscopio de nuestra vida, con sus dolores, aprendizajes y oportunidades. Hay bloques de queso, cómo no, sólidos, como cabezas duras y cuadradas a las que no les entra nada y nada les sale. Mejor dejar pasar el aire, mejor respirar y suspirar, mejor ser un buen queso añejo que un panela blanquito, sin manchas ni historias.