“ENTRE LAS CENIZAS / Historias de vida en tiempos de muerte”, editado por las periodistas Marcela Turati y Daniela Rea, es un libro sobre las historias de las víctimas que se organizaron para resistir la violencia
SUR+ y Periodistas de a pie han sacado al mercado este libro (está disponible tanto impreso como gratis en internet). Por considerarlo un documento de alto valor periodístico y social, Sin Embargo MX reproduce algunas de las historias con autorización de las editoras
Sobre la mesa, Héctor Sánchez despliega una hilera de hojas. Hay copias de diplomas, reconocimientos y constancias académicas ordenados de manera cronológica. Son el relato breve de una vida corta que lleva el nombre de su hijo: Jethro Ramssés Sánchez Santana, detenido, torturado y asesinado en mayo de 2011. Tenía 26 años y vivía en Jiutepec, Morelos. Sus últimas cuatro horas de vida son el capítulo más largo de su biografía y están contenidas en siete tomos de una investigación por desaparición forzada.
VER: EL INFORME DE AMNISTÍA INTERNACIONAL
En su muerte están involucrados policías municipales, federales y soldados de la 24 Zona Militar de Morelos: al menos 40 uniformados, de acuerdo con expedientes del caso. Hasta ahora, sin embargo, sólo tres militares enfrentan juicio en la prisión del Campo Militar 1. Dos por lesiones, homicidio calificado e inhumación clandestina, y un coronel de infantería por el encubrimiento de esos delitos. El resto ha evadido cualquier posible responsabilidad, escabulléndose tras la justificación que hace sospechosa a la víctima: “En algo estaba metido”. “Por algo le pasó”. “Uno nunca sabe…”. Es la sentencia anticipada que, desde hace seis años en este país, hace culpables a las víctimas, niega a los muertos por violencia su derecho a la inocencia, y a sus familias, la justicia. “Daño colateral” llaman las autoridades a la tragedia: cada una de las historias de los que salen de casa vivos y aparecen muertos, los que ya no vuelven, los que se llevan los criminales, o los policías y militares; los cuerpos sin identificar. No hay nombre para todas las víctimas ni números exactos. Apenas cálculos.
En contra de Jethro han dicho que al ser detenido durante una riña en la feria de Acapatzingo, se jactó de ser miembro de un cártel del narcotráfico y amenazó a los policías. Dos meses después apareció muerto en un hoyo de tierra en Atlixco, Puebla.
La voz de Héctor se enciende sólo de recordar que en el expediente del crimen hay declaraciones que involucran a Jethro con el narcotráfico: quiere justicia y dignidad para su nombre. Por eso ha recuperado de los cajones familiares fotografías y documentos que lo ayuden a proyectar en tamaño real la imagen de su hijo. No sólo para dispersar los rumores que pretenden torcer su historia, sino para defender a su familia de una duda “injusta” que los medios han difundido sin apenas investigar quién era Jethro, cómo vivía ni el daño que ocasionan al proceso judicial.
“Quieren criminalizarlo para quitarle fuerza al caso — dice—, pero yo estoy seguro de lo que era Jethro y voy a de- mostrarlo, porque lo que hicieron con mi hijo fue un acto de cobardía que no puede quedar impune”. Toda su indignación no alcanza para exprimirle la tristeza, pero al menos ha convertido su luto en fuerza. Sólo así pudo sostenerse en pie este último año. Atravesar la desesperación y la ira y, después de todo, encontrar la manera de levantar el nombre de su hijo y salvarse él mismo de la desesperanza con un proyecto que cariñosamente llama Multiplicando a Jethro: una escuela preparatoria y técnica para revivir la memoria de su hijo en cada uno de los estudiantes. “Queremos reproducir un ejército de muchachos positivos, que nos recuerden a todos cómo era él”.
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El lugar es pequeño pero suficiente: una oficina para la dirección y dos espacios adaptados como aula y biblioteca. Suficiente por ahora para recibir a la primera generación de alumnos del Centro de Educación y Capacitación Ingeniero Jehtro Ramssés Sánchez Santana, ubicado en la calle Paseo de los Lirios número 7, colonia Ampliación Bugambilias, en Jiutepec, Morelos.
Allí, frente al local pintado de azul y blanco, con puertas y ventanas de cristal opaco, unas 30 personas se reunieron el 19 de junio de 2011 para la inauguración de la escuela que tiene como lema: “Luz de trabajo y dedicación”. Ese día Jethro habría cumplido 27 años y su padre quiso que el acto fuera al mismo tiempo homenaje y celebración.
Sin saberlo, Héctor sigue el ejemplo de otras ciudades y comunidades con heridas profundas por hechos de violencia, donde la pérdida y el dolor también han sido cimiento para obras de recuerdo colectivo. Los sobrevivientes de la masacre de Acteal, en Chiapas, levantaron una capilla en honor de los 45 muertos; Atoyac, Guerrero, pintó su mural para las víctimas de la guerra sucia; en Creel, Chihuahua, las familias de los 13 jóvenes asesinados en 2008 construyeron la Plaza de la Paz. Son todos actos de amor y lucha que buscan preservar la memoria de las víctimas con una acción colectiva o un espacio común. Es la lucha contra el olvido. La reparación simbólica que hay detrás de acciones tan sencillas como re- bautizar calles, construir escuelas, levantar memoriales para honrar a quienes debían estar y no están.
Para Héctor, la escuela es la continuación de una tarea que Jethro ya había emprendido al capacitar a jóvenes con ganas de superarse. Lo hizo desde muy joven como maestro de natación y lo siguió haciendo como maestro en la Universidad Politécnica de Morelos. “Era uno de sus sueños”, dijo en la inauguración. Uno al menos que Héctor ha podido concretar en el mismo local que había cedido al hijo para instalar su propio taller, al lado del suyo. Jethro quería convertir ese negocio en una pequeña empresa y antes de su desaparición había comenzado a gestionar un apoyo federal.
Ingeniero electromecánico egresado del Instituto Tecno- lógico de Zacatepec, quería ser empresario y para ello eligió una maestría en administración de negocios, en la Universidad Latina de Cuernavaca. Para aprender inglés vendió su auto y viajó a Texas, donde trabajó durante ocho meses. Nunca sobró el dinero en su casa, pero “él siempre veía las cosas hacia arriba, nunca se conformó”. Y no es que fuera un ratón de biblioteca, era un joven normal, que le gustaba el deporte y la fiesta, pero tenía aspiraciones que contagiaban. Sobre todo a su padre, que hoy saca fuerza del recuerdo para llevar adelante el proyecto de escuela que ya tiene plan de estudios, director y maestros.
“Hemos alejado un poquito el dolor. Inconscientemente, creo, este proyecto es como terapia, nos distrae y alienta saber que hacemos algo positivo, un bien social en favor de los jóvenes”. Hace falta, pues en esa entidad la violencia pintó diana sobre su frente.
Las cifras lo demuestran. Entre las mil 500 personas asesinadas entre 2009 y 2012, había 600 víctimas menores de 30 años. La mayoría de Cuernavaca y de los municipios de Temixco, Cuautla, Xochitepec, Emiliano Zapata, Huitzilac y Jiutepec, de acuerdo con reportes de la Red por la Paz con Justicia y Dignidad y la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Morelos (CIDHM).
No bastó la muerte, pues en muchos casos las autoridades intentaron estigmatizar a jóvenes asesinados, deslizando versiones sobre posibles vínculos con el crimen organizado.
En esa entidad que el PAN gobernó durante 12 años, la Procuraduría General de Justicia del Estado (PDJE) tenía registro de mil 300 personas desaparecidas hasta 2011. La CIDHM considera que al menos 10 casos han sido desapariciones forzadas. Jethro es uno de ellos. Sonríe en las foto- grafías que su padre lleva consigo. Pero en el aire hay una tristeza que aprieta la respiración.
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Jethro Ramssés Sánchez Santana desapareció la noche del domingo primero de mayo de 2011. Había salido de su casa para jugar futbol con sus amigos y luego ir a la Feria de Cuernavaca, en Acapantzingo. Hasta allí, la historia sin contrastes. La confusión comienza a partir de las horas siguientes a una riña en la que habría participado con otros amigos, entre ellos Horacio Cervantes Demesa, y que justificó la intervención de policías municipales.
Lo que ocurrió a partir de esa tarde está asentado en el expediente 331/2011 del Juzgado Quinto Militar. A Hora- cio lo sacaron primero de la feria y luego lo aprehendieron. Jethro, en cambio, fue detenido en el lugar de la pelea. Los municipales llevaron a los dos a la parte posterior de la feria y allí los golpearon. Argumentaron que Jethro presumió tener relación con un grupo de la delincuencia organizada y los amenazó. Por eso llamaron a la Policía Federal.
En su declaración, Horacio dijo que los federales llegaron con pasamontañas y también los golpearon. Cuando preguntó a uno de ellos qué estaba pasando, “me dijo que un amigo mío había abierto el hocico de más”. Luego los entregaron a los militares, que llegaron a la feria en tres unidades tipo pick up. Un “teniente Guerra” (era José Guadalupe Orizaga y Guerra) pidió a sus hombres vendar los ojos de los detenidos y subirlos a las unidades, separados.
“Me esposaron con las manos hacia atrás, de ahí me subieron a una camioneta, y de ahí ya no supe más de Jethro…”. Horacio declaró una sola vez. Nunca más respondió a los citatorios.
El 4 de julio de 2011, el Ministerio Público Militar consignó al teniente de infantería José Guadalupe Orizaga y al subteniente Edwin Raziel Aguilar, quienes confesaron la muerte del joven en las instalaciones militares, a consecuencia de una “broncoaspiración”.
En los informes del Ejército se apunta que Horacio y Jethro fueron interrogados en el cuartel de la 24 Zona Militar. Horacio fue liberado esa misma madrugada. Pero de Jethro nadie volvió a saber… Hasta dos meses después.
Su cuerpo fue hallado en un paraje conocido como La Ocotera, en Atlixco, Puebla. Las autoridades de ese estado localizaron sus restos y las pruebas de ADN confirmaron su identidad.
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Héctor no sabe qué resorte disparó la idea de abrir una escuela en memoria de su hijo. Sólo sucedió que un día, mientras recorría de nuevo su recuerdo, la imaginó de pronto. Algo tenía que hacer para mitigar el dolor y sacudirse la frustración de la pérdida. “Mi esposa y mis hijas estaban deshechas y sólo se me ocurrió que teníamos que hacer algo para mantenernos ocupados”. La familia compartió la idea y emprendieron el proyecto. “Creo que vamos bien, aunque nunca supimos hasta dónde podíamos llegar”.
No sólo dudaban de la entereza de su ánimo, sino de la disposición de recursos, pues comprobaron que en México los familiares de las víctimas pagan con tiempo y dinero el derecho a la justicia. Desde la desaparición de Jethro dispusieron de todo a su alcance para buscarlo y, ya aparecido el cuerpo, siguieron en el trajín de los traslados de Cuernavaca al Distrito Federal, entre ministerios públicos, juzgados, abogados, organizaciones civiles, comisiones de derechos humanos.
“Abandonamos todo”, dice Héctor, y nadie en la familia quería volver al negocio que abría la herida. “Ni mis hijas ni mi esposa podían estar allí”. Sólo Clara García, vieja amiga de la familia y empleada del taller, pudo hacerse cargo para evitar la quiebra.
Héctor es un hombre sencillo que halla donde puede las pa- labras para explicarse: “El dolor hace muchas cosas: yo pensé en suicidarme, emborracharme, ser un perdedor. Pero tengo la confianza de que mi hijo está arriba y no creo que lo viera con buenos ojos. Siempre busqué la forma de hacerlo gente de carácter, porque yo todavía tengo una hechura a la antigüita, en el sentido de ser muy hombre para enfrentar las cosas”.
Habla de sí mismo en pasado. Del hombre apasionado que “se ponía chinito” al escuchar la música de los chinelos o el mariachi que acompañaba las fiestas familiares. Hoy es otro. Un hombre que se obliga a seguir adelante por su familia, dice. Por sus dos hijas y su esposa que prefieren ya no hablar de Jethro en público. “Ya nos dieron un trancazo, pero quiero que ellas se recuperen, porque yo no sé si me voy recuperar. Al menos sé que no soy el mismo”.
Ha aprendido a hablar con los términos de la ley, pero no se acostumbra. Nunca había tenido nada que ver con policías ni ministerios públicos, y menos con militares. Ahora, en cambio, “cuando veo una camioneta del Ejército me entra una inquietud tremenda”. Pero no es miedo, dice. “Ya todo lo malo le pasó a mi hijo y no puede haber nada peor”. Hay pausa. Su garganta se corta. Ha tenido que aprender a salvar los silencios ahogados desde la primera conferencia de prensa a la que convocó su abogado, para pedir la aparición con vida de Jethro.
Héctor ha vuelto al negocio que inauguró hace 33 años. Su tiempo está dividido entre el taller, el caso de su hijo y el Centro de Educación y Capacitación. La escuela no es un negocio sino un servicio, aclara, “y no pretendemos sacar provecho”.
Como está pensada para jóvenes con necesidad económica y ganas de trabajar, han decidido otorgar media beca a los mejores estudiantes de preparatoria. “Aquí podrán cursar su educación media superior y una carrera técnica al mismo tiempo, porque la idea es que puedan comenzar a trabajar por su cuenta desde el principio, para que más tarde ellos, si tienen ganas, cubran su universidad”.
Así educó Héctor a sus hijos y así piensa que otros podrán avanzar por sus propios medios, sin necesidad de pensarse como empleados. “Queremos alentar en ellos una ambición positiva. No serán profesionales terminados, pero sí podrán seguir adelante”, dice.
Los estudiantes del Centro de Educación y Capacitación asistirán a clases cuatro horas diarias: dos para cursar la preparatoria y el resto para su formación técnica. Héctor cuenta con el plan de estudios oficial para educación media superior y él diseñó la parte técnica a partir de sus conocimientos en mecánica automotriz. También ha dispuesto de toda su herramienta y equipo para la práctica de los estudiantes, aun- que le faltan simuladores. Ha pensado recurrir a las empresas automotrices y fundaciones para conseguir donativos. “Lo que ya no utilizan y puede servir a los muchachos”.
Por el momento necesita cuatro profesores que recibirán su salario de las cuotas de los estudiantes; serán simbólicas, pero ayudarán a mantener el lugar. La dirección estará a cargo de Vicente Romero Ortiz, un profesor con 40 años de experiencia docente, que ayudó a la familia Sánchez Santana en los trámites. Héctor llegó a él por recomendación del abogado Cipriano Sotelo Salgado, quien lleva el caso de Jethro y recientemente inauguró una escuela de derecho en Cuernavaca.
“No saben cuánta admiración despierta esta familia que ha transformado su dolor en algo positivo, pensando en los jóvenes para prolongar la memoria de su hijo. Donde quiera que esté, Jethro debe sentir un gran orgullo”, dice Vicente.
En él cabe todo el entusiasmo que aún no halla su lu- gar en la vida de los Sánchez Santana. Para él está claro lo que significa ese centro. “Se trata —dice— de no quedarnos nada más en el dolor, el pésame y la pérdida, sino transformar todo eso y redignificarlo. Tener la alternativa de vida para ofrecer algo a los demás en memoria de alguien”.
Héctor, por ahora, no sabe cómo traducir este esfuerzo. “Dicen que hay un motivo que nos hace crear y un hábito que nos hace seguir. El hábito por ahora me ayuda a seguir”. Qué más podía hacer que seguir adelante para limpiar el nombre de su hijo y su familia, porque “sólo llorar no nos ayudaba en nada”.
Su deseo es que la escuela crezca y en el futuro ocupe todo el predio que hoy comparte con su taller y la casa familiar. Todo lo hicimos “a valor mexicano, con el coraje, la ambición y el cariño por mi hijo”, dice.
Héctor Sánchez espera que el Centro de Educación y Capacitación “Jethro Ramssés Sánchez Santana” pueda arrancar con sus cursos de inmediato para ver allí multiplicado a su hijo.