Dicen los historiadores que aquella fue la última guerra de trincheras. La Primera Gran Guerra se llamó así porque su campo de batalla llegó a ocupar más de la mitad del planeta, donde ejércitos de 32 países se enfrentaron entre el 28 de julio de 1914 y el 4 de agosto de 1918.
Fue el conflicto más sangriento de su tiempo. Su fatal saldo: más de 10 millones de soldados y 6 mil 500 millones civiles que perdieron la vida, y discapacitados que se contaron por miles.
Los combatientes principales (Alemania, Austria, Francia Rusia y Gran Bretaña) se equivocaron cuando predijeron una contienda rápida. A lo largo de cinco años se calcula que cada día morían 6 mil hombres en los diversos frentes repartidos por el mundo, especialmente en territorio europeo… y así fue el panorama durante más de mil 400 días ininterrumpidos de combates.
La magia de una canción
Hoy, a tan sólo siete años de distancia de cumplirse un siglo del fin de ese conflicto –el 11 de noviembre de 1918– que cambió para siempre la configuración política, militar y económica del mundo, los informes sobre su origen y su desenlace son exhaustivos.
De esa primera batalla global, donde soldados de territorios tan distantes y dispares de Europa, como India, Sudáfrica, Japón, Nueva Zelanda, Estados Unidos y Canadá, se unieron a las hostilidades, lo sabemos casi todo… casi todo sobre la guerra… pero ciertamente muy poco sobre la paz.
Porque ese conflicto planetario tuvo una “insurrección pacifista” nacida ni más ni menos que de los mismos soldados, y sucedió en la noche de Navidad de 1914.
Un suceso que se antoja mágico y que suena a cuento, pero que fue real, a pesar de que los gobiernos y los medios de comunicación de la época intentaron eclipsar la historia, conocida como “La tregua de Navidad” o “La tregua de Khaki Chum” –en alusión a las vestimentas militares de la tropa–.
Noche de Paz
En esa última guerra de trincheras, los soldados de uno y otro bando solían estar separados por apenas unos metros. No sólo podían intuirse, sino que podían perfectamente verse… y oírse.
Y quizá porque la vida posee más significado de cara a la muerte, aquella Nochebuena de 1914 esa cercanía obró el milagro: las armas callaron y los hombres cantaron.
“Todo ocurrió espontáneamente, en forma muy misteriosa. Un espíritu más fuerte que el de la guerra prevaleció aquella noche”, recordaría años más tarde Leslie Walkington, un fusilero de 17 años, citado en el libro de Malcolm Brown & Shirley Seaton, Christmas Truce (Pan Grand Strategy Series).
No es fácil cantar de paz en medio del temor y, sin embargo, varios artículos y libros que rescataron aquella experiencia cuentan cómo los villancicos navideños lograron hermanar a los enemigos: ingleses, franceses y alemanes que se enfrentaban en un paraje de Bélgica.
Stanley Weintraub, autor de Noche de Paz, la increíble historia de la tregua de 1914, (1) recoge en su libro diversas fuentes que confirman esta historia.
El título no es gratuito, puesto que los testimonios recuerdan que los soldados alemanes, comenzaron a cantar Stille Nacht (Noche de Paz). El bando de los aliados, separados de la trinchera germana por no más de 60 metros respondió: también cesó el fuego y acompañó los villancicos con sus instrumentos, para luego cantar a su vez melodías en su lengua.
La música, dicen, es en sí mismo un “idioma de paz”… un idioma que, esa noche, en alianza con la fecha navideña, terminó por borrar no sólo la distancia física, sino la que imponían los uniformes y las insignias que aquellos soldados.
Paz: el mejor regalo entre los regalos
Para la primera Navidad en el frente, tanto los aliados como los alemanes habían recibido de sus respectivos gobiernos paquetes con chocolate, cigarros, botellas de alcohol, cartas de sus familiares y, del lado teutón, hasta unos pequeños árboles de navideños que la tropa colocó a lo largo de su trinchera.
Sin saberlo, los dirigentes políticos y militares estaban alimentando así lo que sucedería aquella Noche de Paz, pues una vez terminada la tanda de villancicos, el espíritu navideño iría aún más lejos: los soldados de uno y otro bando comenzaron a aventurarse en la llamada “tierra de nadie”, la zona entre trincheras donde muchos de sus compañeros yacían muertos.
Los sobrevivientes de esa tregua de Navidad escribieron cartas a sus familias y describieron la experiencia como mágica. Y lo fue, puesto que los llamados “enemigos” bebieron y comieron juntos, compartieron cigarrillos, intercambiaron fotografías, se contaron sus vidas y se dieron los regalos que unos y otros tenían a la mano: vino, cigarrillos, botones de sus uniformes, chocolate, unos pocos dulces… en fin, aquello que los gobiernos enfrentados habían enviado para animar a sus soldados, terminó como un obsequio en manos de sus supuestos enemigos… era la noche de Navidad.
“Como ni nosotros ni ellos nos entendíamos en el idioma, comenzamos a hacernos entender por medio de señas y signos (…) todo el mundo parecía agradable. Y aquí estábamos, riendo y conversando con los hombres a quienes apenas unas horas antes, estábamos intentando matar”, recordaba el oficial inglés John Ferguson.
El inaudito suceso llegó a oídos de los superiores de aquellos soldados que de pronto se habían convertido en amigos.
Las cartas enviadas desde las trincheras llegaron a unos pocos diarios locales, aunque de los grandes periódicos, sólo el Daily Mirrow de Londres se atrevió a publicarla: “Armisticio extraordinario”. “Británicos y alemanes estrechan las manos”, decía el titular del rotativo que salió a las calles a principios de enero del año siguiente.
Y a pesar de los esfuerzos de los altos mandos por detener la confraternización de quienes se supone deberían odiarse, aquel episodio se extendió en territorio y en tiempo.
En más de una trinchera, la paz entre las tropas continuó hasta pasado el Año Nuevo y algunos de quienes vivieron para contar la realidad de aquel “cuento de Navidad” recuerdan que en muchos frentes los soldados se obstinaron por no hacer la guerra hasta bien entrado el mes de febrero de 1915.
Alfred Anderson, un oficial escocés que presenció el armisticio espontáneo de Ypres, en Bélgica, murió apenas en 2005 a la edad de 109 años.
No sólo era el ciudadano británico de más edad, sino que fue el último sobreviviente de la “Tregua de Navidad” y, hasta el día de su muerte, recordó los hechos con nostalgia: “Aquella mañana había un silencio de muerte. De pronto, dejó de sonar el ruido de la guerra”, repetía Anderson a quien quisiera oírlo.
La tierra de todos
En las trincheras, los hombres habían dejado de creer que sus contrincantes eran “unos bárbaros”, y pasada la Navidad habían dejado a un lado los fusiles para jugar partidos amistosos de fútbol en los helados campos de esa zona llamada “tierra de nadie”, convertida en esos pacíficos días en “tierra de todos”.
Pero antes de jugar, los soldados se habían dado a la tarea de sepultar a los compañeros caídos de uno y otro bando, presentando honores y condolencias a los compatriotas de las víctimas.
Algunas reseñas de la época afirman que en aquel paraje de Bélgica donde comenzó la “Tregua de Navidad”, para la ceremonia de entierro se habría leído el Salmo 23 de la Biblia, como una suerte de salvoconducto religioso común, tanto para los creyentes católicos, como para los protestantes.
El episodio, que más tarde sería conocido como “la pequeña paz de la gran guerra”, no fue tolerado por los altos mando militares ni por los gobiernos de los países contendientes, que habían gastado millones en propaganda y en armas.
Bajo amenaza de corte marcial, Alemania, Francia e Inglaterra obligaron a sus soldados a reanudar las hostilidades. Interceptaron las cartas enviadas desde el frente y presionaron a los medios informativos para detener cualquier publicidad a ese “levantamiento pacífico” nacido en el corazón de quienes hacían físicamente posible la guerra: los soldados rasos.
Y aún si es verdad que la paz, por su fragilidad, es más difícil de hacer que la guerra misma, lo cierto es que tuvieron que hacerse verdaderos esfuerzos para que los hombres que habían confraternizado volvieran a atacarse.
Los combatientes se negaron a disparar a sus ahora amigos y muchos tuvieron que ser trasladados de compañía. Otros tantos, intentaron ingeniárselas para que sus contrarios no murieran, aún cuando los oficiales superiores los obligaban a disparar.
Si las armas tenían que volver a hablar, aquellos soldados quisieron que por lo menos no volvieran a matar; hacían disparos al aire o tiros erráticos que, a pesar de la corta distancia que los separaba, fallaban en dar en el blanco de sus otrora enemigos.
En su libro Noche de Paz, Stanley Weintraub rescata el texto de un mensaje enviado desde las tropas alemanas a la trinchera franco-británica.
Fechado el 30 de diciembre de 1914, poco después de que fueron forzados a terminar aquella “Tregua de Navidad” y acompañado de algunos cigarrillos como regalo, el envío decía:
“Estimados camaradas: Siento mucho informarles que tenemos terminantemente prohibido salir a encontrarnos con ustedes, pero seguimos siendo sus compañeros. En caso de que nos veamos obligados a disparar, lo haremos muy alto. Ofreciéndoles algunos cigarrillos, quedamos sinceramente de ustedes”
Finalmente, la ofensiva se reanudó y la guerra continuó con su conocido y mortal paso. Los dirigentes políticos y militares se aseguraron de aplastar “cualquier intento de tregua” en los años subsiguientes.
La Primera Guerra Mundial, que en aquel diciembre de 1914, ya había cobrado la vida de medio millón de personas en apenas cinco meses de combates, vivió realmente una “insurrección pacífica”, que algunos historiadores consideran que, de haber continuado, habría podido detener la maquinaria ofensiva de los gobiernos que se enfrentaron durante cinco mortales años.
En diciembre de 1915, algunos oficiales intentaron repetir el alto al fuego navideño, pero la cercana vigilancia de los mandos superiores lo impidió.
Después de ese año, los países contendientes ordenaron intensificar sus ataques al enemigo durante la semana de Navidad y Año Nuevo con fuertes bombardeos y asaltos constantes, para cerciorarse de que ninguna intentona pacífica se abriera nuevamente paso entre las tropas.
Como de película, pero la paz fue real
En 2005, el mismo año en que moría en Escocia Alfred Anderson, el último sobreviviente de la “Tregua de Navidad”, el director francés Christopher Carion llevó al cine esta hazaña con su película “Joyeux Noël” (Feliz Navidad), que fue candidata a llevarse el Oscar como mejor filme extranjero
Años antes, en 1983, el ex Beatle Paul McCartney grabó la canción “Pipes of Peace” (Pipas de la Paz) inspirada en “La Tregua de Khaki Chum” o “Tregua de Navidad”.
A la postre, esta historia sirve quizá para recordarnos que son los gobiernos y la alta política militar quienes envían a los hombres a unas guerras que los dirigentes jamás librarán cuerpo a cuerpo.
Y quienes están en el frente, bajo el influjo de esa propaganda guerrera, suelen olvidarse de que en realidad el enemigo no es más que un igual, vestido acaso con uniforme diferente…
Actualmente, algunas tácticas militares aconsejan a los soldados que durante el cruce de un puente no lo hagan con pasos acompasados, pues se ha comprobado que la energía de un mismo ritmo prolongado y de un grupo numeroso, puede ser capaz de cimbrar y hasta de romper algunas estructuras.
¿Podría esto aplicarse de modo contrario, lograr que los ejércitos del mundo acompasaran algún día el ritmo para tender puentes y construir estructuras distintas?
Es una metáfora, pero historias que parecen sacadas de un cuento, como la “Tregua de Navidad” de 1914 nos invitan a creer a veces es posible invertir el curso de los acontecimientos, y que la paz es una opción viable aún en medio de la peor guerra.