Periodista, fundamentalmente reportero, como él mismo dice, Alejandro Páez Varela ha sido editor en más de una decena de diarios y revistas en México.
Aunque su pasión por el periodismo se mantiene bien firme, ha abierto un nuevo camino en las letras mexicanas. Sus últimos tres libros hablan de su origen, de Ciudad Juárez, donde rescata historias sobre el sufrimiento de esa urbe fronteriza, de antes y de ahora.
Es precisamente esa espina clavada en el corazón la que se destaca en éste, el cuarto texto de la serie Cuentos de Navidad, preparada para usted en SinEmbargo.mx. Al celebrar la Nochebuena y la Navidad, dice el autor, pensemos un poco en los mexicanos que sufren, acosados por una guerra idiota que se lanzó desde diciembre de 2006. Alguien tiene que pagar por ese dolor: “Y si no, la Navidad misma no tiene sentido”, afirma.
El texto es parte del libro EL ÚLTIMO ÁRBOL, Cuentos de Navidad, que circula por estos días bajo el sello Planeta. La selección y el prólogo son de Mónica Maristain, escritora, periodista, agente literario.
Otros autores de este libro, que es también una excelente opción para estos días de asueto, son:
Héctor Abad Faciolince - Federico Andahazi - Edgardo Cozarinsky - Álvaro Enrigue - Rodrigo Fresán - Santiago Gamboa - Ana García Bergua - Francisco Hinojosa - Mónica Lavín - Norma Lazo - Elvira Lindo - Élmer Mendoza - Andrés Neuman - José Ovejero - Alejandro Páez Varela - Pedro Ángel Palou - Santiago Roncagliolo - Alberto Ruy Sánchez - Antonio Ungar - Juan Pablo Villalobos
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La Navidad no es tan importante
Por Alejandro Páez Varela
I.
No sé por qué le damos tanta importancia a la Navidad. No es por la fecha, confío; no somos tan simples. Esto trasciende a una festividad religiosa. Quizá sea porque nos damos vacaciones en familia; porque la gente, con tiempo libre, comparte euforia y calor en calles y comercios y, en ese barullo aparentemente cálido, muestra un espíritu distinto al de todos los días: uno más amistoso, uno más tolerante y amable. Quizá sea porque crees que los otros no te tratarán como siempre. Usted no es un simple consumidor, sino un entusiasta de la Nochebuena; usted no es un cliente que se atasca el aguinaldo en regalos, sino un individuo sensible que piensa en los otros.
Quizá porque, ya en la canasta de los días consagrados, nos imaginamos de las manos y cantamos que nadie es pobre, que nadie es rico, que nadie es miserable y que nadie es menos.
Si pudiera programar mi muerte, sería para estas fechas (por favor, no me sumen a la lista de clichés porque voy a otra cosa). Me gustaría ser un trofeo en momentos de alta sensibilidad para echarles a perder las navidades desde hoy y hasta que se me recuerde. Me gustaría que me tendieran una camita junto a los regalos, a un lado de la pierna de cerdo o junto al pavo. Así le evito a cualquiera tener que sacar de las entrañas un suspiro, un buen pensamiento: son días para quererse, para amar al otro. Amén al que se muere. Es buen momento.
Héctor Varela murió en noviembre. No me habría atrevido a pedirle, si tal cosa fuera posible, que arrastrara sus males hasta acá, hasta finales de diciembre, para poder llorarlo con más enjundia. Como muriera, cuando muriera, quedó bien. Entiendo, porque nunca supe que estuvo enfermo, que era imposible que durara un día más de los que duró. Hasta noviembre se pudo sostener. Y ya está. Sospe- cho que fue sabio en el final; que bajó el ritmo cardiaco para no llegar al tumulto de los amantes de las fechas. Se fue como un pájaro: un día discreto (que no está marcado en el calendario) bajó las alas, se arrastró en el árbol y se puso a merced de los gatos. Tan tan.
No sé por qué no le dije que lo quería tanto. Que le debo tanto. Pensé que tendría tiempo. Jugué con su enojo. No lo busqué. No le pedí que me perdonara, si es que lo ofendí. Debí aclararlo todo. No le dije que adoraba sus ojos transparentes, llenos de luz. No le prometí —aunque cumpliré— que aquello que me confió morirá conmigo. No le dije que amaba guardarle secretos. Qué tonto fui. Pinche Héctor. Me perdí lo mejor: despedirlo.
Por eso nadie pretenda administrar los tiempos de la vida, mucho menos los de la propia. No gobernamos, no tenemos control de un carajo. Nadie pretenda saber los planes del otro, y mucho menos el destino. Nadie diga con quién piensa estar al final, porque seguramente se va a equivocar.
Mejor entréguese de inmediato a la gente que tiene a un lado, cuando la tiene, sin importar el calendario. Abrácela, compártale. Si tiene culpas, dígaselo. Si tiene penas, expréselas. La vida le hará un corte de caja abrupto, algún día, como a mí. Le recordará su vulnerabilidad. Le arrancará del adiós.
Quise mucho a ese tipo y no se lo dije lo suficiente. Debí buscarlo. La Navidad me parece intrascendente. Lo que vale la pena es el otro.
(Qué complicado vivir, Héctor. Ahora entiendo que el mejor reportero no es el último en abandonar la escena; tampoco el que se va más tarde. El mejor reportero es el que aprende rápido que una vida tiene sentido cuando le sirve al otro).
II. Para los que no pueden celebrar la Navidad
Esta Navidad me quedaré en el D. F. por varias razones. Una de ellas es que me reorganizo; me gustan las últimas semanas del fin de año para sacar pendientes; pocos correos, pocas llamadas, calles vacías, algo de silencio. Durante un largo periodo renté mi vida amueblada y ahora me dispongo a habitarla; requiere composturas mayores; pues en eso me entretengo, por ejemplo. Por otro lado, la verdad es que no me siento con ánimos para pasar por mi ciudad, por Juárez, como he acostumbrado en estos años para estas fechas. La última vez que puse un pie regresé con una enorme depresión; fue hace unos meses. No es fácil soportar el trauma de ver tu hogar en ruinas. Aunque una parte de mis amigos y mi familia está en el exilio, otra sigue allí. Es muy doloroso verlos navegar en ese mar de desolación. Así pues, no insisto más: me quedo en el D. F. Tengo una oferta generosa para la Nochebuena. No celebro; escapo de los festejos (religiosos, cívicos o militares); pero me parece que será una buena opción. La casa que me asila tiene perros, así que me separaré de Simone y Niño solo por ese día.
Lo siento por los que no tienen opciones, como yo. Los que deben encerrarse en sus casas porque el Estado no puede darles siquiera una noche de paz para reunirse, celebrar, recordar, tomarse unas cheves. En varias ciudades del norte de México no se recordó el Bicentenario, como usted sabe; las autoridades suspendieron desfiles, el Grito, etcétera. Tampoco se celebrará la Nochebuena aunque lo permitan las autoridades: ¿quién quiere una masacre en su sala, en su comedor? No puedo sino apenarme por tantas familias. Espero que pronto termine esta pesadilla.
Cuando las calles estén limpias de armas y sangre deberemos hacer varias revisiones. Es un deber frente a la historia, y principalmente frente a los muertos inocentes. Debe revisarse el cómo se tomó la decisión de ir a la guerra; quiénes, por qué. De eso hay mucho y se ata, desgraciadamente, a la agenda política: a quien llegue a Los Pinos en 2012. En otro nivel, incluso en la academia, deberemos revisar el modelo de desarrollo que se vendió para el norte del país y arrojó a los jóvenes a los brazos del narcotráfico y provocó fenómenos tristísimos, como los feminicidios. En 1983, Francisco Barrio Terrazas llegó a la alcaldía de Ciudad Juárez y desde 1992 gobernó Chihuahua. En 1986, Ernesto Ruffo Appel fue electo alcalde de Ensenada y después se convirtió en el primer gobernador de oposición. Desde entonces, una mezcla PAN-PRI de empresarios-políticos fue gobernando el norte, aplicando fórmulas que pondrían esa región a la vanguardia. Barrio y Ruffo, personajes simbólicos de ese cambio, no volvieron a ganar elecciones en sus entidades y el primero, para vergüenza pública, está en un exilio dorado en Canadá (es embajador) porque se sintió inseguro en su tierra natal.
Bonita cosa. El tema es que se cumplirán 30 años de estos gobiernos y, ¿cuál es el resultado? Usted lo conoce.
En fin. Ya me puse denso y no es por las fechas, sino porque el país está así de jodido.
Usted que puede, disfrute. Y cuando celebre, cierre los ojos un instante y dedíquele un pensamiento a los que no celebrarán. Dedíquelo a miles de chihuahuenses, por ejemplo. Dedique un pensamiento a infinidad de regios, michoacanos, tamaulipecos, sinaloenses, etcétera. Dedique, si puede, un suspiro a esos que están en medio de esta guerra idiota por la que alguien debe pagar. Porque alguien debe pagar. Y si no, la Navidad misma no tiene sentido.
-Alejandro Páez Varela. Ciudad Juárez, 1968. Opina que desde que nació es fundamentalmente reportero. Todo lo demás constituye un agregado de la vida. Ha sido editor y funcionario de varios medios mexicanos, tanto del interior del país como de la ciudad de México. En 2007, junto con varios artistas publicó Paracaídas que no abre (2008); las letras son de él y las rolas, de ellos. Con Jorge Zepeda Patterson y otros colegas escribió Los amos de México (2007, 2011), Los suspirantes (2005), Los intocables (2007) y Los suspirantes 2012 (2011). En 1999 ganó el primer lugar del Premio Latinoamericano de Periodismo de Finanzas de Columbia University y Citibank. Sus últimos tres libros hablan de su origen, de Ciudad Juárez: La guerra por Juárez (2009) trata sobre la barbarie en esa frontera y el terrible error de lanzar una guerra por razones políticas y morales. En Corazón de Kaláshnikov (2009), su primera novela, rescató muchas de las historias que había recopilado como reportero de policiaca en El Mexicano, diario de esa ciudad. Y en No incluye baterías (2010) hace una especie de diario de dos años de vivir en un país tan sufrido como México.