Investigaciones sobre el cerebro, sobre ese que domina todo pero que todavía nos cuesta saber mucho de él, son las que propicia Dean Burnett. Su nuevo libro es tan bueno como el anterior, El cerebro idiota. Para saber más, de cómo somos, cómo sentimos.
Ciudad de México, 24 de noviembre (SinEmbargo).- En El cerebro feliz el neurocientífico Dean Burnett profundiza en nuestro ser más privado para investigar qué causa la felicidad, de dónde viene y por qué estamos tan desesperados por aferrarnos a ella. Las preguntas que plantea son, precisamente, las que abordan una parte importante de lo que significa ser un humano moderno.
Fragmento de El cerebro feliz, de Dean Burnett, de Ediciones Martínez Roca, con autorización de Planeta
1 La felicidad en el cerebro
¿Le gustaría que lo embutieran de cabeza en un tubo?
No responda todavía, porque aún hay más. ¿Le gustaría que lo embutieran de cabeza en un tubo frío y estrecho, que no le permitiera movimiento alguno? ¿Durante horas? ¿Un tubo en el que tuviera que oír ruidos muy fuertes, un estrépito continuo de chasquidos y chillidos como los de un delfín metálico furioso?
Prácticamente todo el mundo respondería que no a semejante pregunta, para, acto seguido, ir a pedir amparo al agente de la autoridad más cercano. Sin embargo, imagínese que no solo aceptara esa propuesta, sino que incluso se ofreciera voluntario. ¡Y en repetidas ocasiones! ¿Qué clase de persona haría algo así?
Pues yo. Sí, yo he hecho eso mismo muchas veces. Y volvería a hacerlo si me lo piden. No es que padezca de una forma extraña y muy particular de fetichismo, sino que soy un neurocientífico, un ávido estudioso del cerebro y un entusiasta de la ciencia, por lo que en el pasado me he presentado voluntario para diversos experimentos de neurociencia y psicología. Y desde el amanecer del actual milenio, muchos de esos experimentos han implicado que me escanearan el cerebro mediante la técnica de la IRMf .
IRM son las siglas de la “imagen por resonancia magnética”, un complejo procedimiento de alta tecnología que se sirve de potentes campos magnéticos, ondas de radio y diversas formas más de magia tecnológica para producir imágenes muy detalladas del interior de un cuerpo humano vivo que nos revelan cosas como fracturas óseas, tumores de tejidos blandos, lesiones hepáticas y extraterrestres parásitos (si fuera el caso).
Pero los lectores más atentos se habrán percatado de que yo me he referido a la IRMf. La “f” es importante. Es la inicial de “funcional”, por lo que hablamos de una imagen por resonancia magnética funcional. Eso significa que el mismo método que se emplea para observar la estructura del cuerpo puede adaptarse para observar la actividad del cerebro en funcionamiento, lo que nos permite ser testigos de las interacciones que tienen lugar entre las incontables neuronas que componen nuestros cerebros. Tal vez no parezca muy impresionante, pero esa actividad constituye esencialmente la base de nuestra mente y nuestra consciencia de un modo muy análogo a como las células individuales constituyen nuestro organismo: las células se combinan según pautas complejas para formar tejidos, que se combinan a su vez para formar órganos, que se combinan para formar un ente funcional, que es usted. Desde el punto de vista científico, eso es bastante importante.
Pero… ¿por qué les estoy diciendo esto? Se suponía que íbamos a ver de dónde procede la felicidad. ¿A qué viene esta detallada descripción de unas técnicas avanzadas de neuroimagen? Lo cierto es que, aunque les mentiría si negara que hablar de complejas técnicas de neuroimagen me hace bastante feliz, hay una razón mucho más sencilla para sacarlas a colación aquí.
¿Quieren saber de dónde viene la felicidad? Pues muy bien. ¿Qué es la felicidad? Es un sentimiento o una emoción o un estado de ánimo o un estado mental o algo por el estilo. Sea como fuere que la definamos, resulta sumamente difícil negar que, en su nivel más fundamental, es algo producido por nuestros cerebros. Así que ahí lo tienen: la felicidad viene del cerebro. Ahí está todo el argumento del libro condensado en una sola página, ¿no?
Pues no. Aunque técnicamente es correcto afirmar que la felicidad viene del cerebro, este no deja de ser un enunciado esencialmente vacío de significado. Porque, según esa lógica, todo viene del cerebro. Todo lo que percibimos, recordamos, pensamos e imaginamos. Todas las facetas de la vida humana implican al cerebro en mayor o menor grado. Pese a sus pocos cientos de gramos de peso, el cerebro humano realiza una cantidad asombrosa de trabajo y tiene centenares de partes diferentes haciendo miles de cosas distintas a cada segundo y todo ello nos proporciona la rica y detallada existencia que tan inconscientemente damos por descontada. Así que por supuesto que la felicidad viene del cerebro. Pero eso es como que le pregunten a uno dónde está Southampton y responda diciendo que “en el Sistema Solar”; es tan correcto como inútil.
Necesitamos saber de dónde viene exactamente la felicidad, qué parte del cerebro la produce, qué región la sustenta, qué área reconoce la presencia de hechos que inducen esa felicidad. Para ello hay que examinar un cerebro feliz por dentro y contemplar qué está ocurriendo en él en esos momentos. No es una labor sencilla, pero si alguna esperanza tenemos de llevarla a cabo, es recurriendo a las sofisticadas técnicas de neuroimagen. De ahí la IRMf.
¿Lo ven? Ya les dije que era relevante.
Por desgracia, varios son los obstáculos que se presentan a la hora de realizar ese experimento.
En primer lugar, un escáner mínimamente bueno de IRM pesa varias toneladas, cuesta millones de dólares o euros y genera un campo magnético capaz de atraer una silla de trabajo desde la otra punta de una oficina a una velocidad letal. Pero, aun en el caso de que pudiera tener acceso a semejantes superaparatos, yo no sabría muy bien qué hacer con ellos. He estado en su interior muchas veces, pero eso no significa que sepa cómo manejarlos (igual que el hecho de ser un viajero habitual de vuelos transcontinentales no me convierte en piloto).
Mis propias investigaciones neurocientíficas han girado en torno a los estudios conductuales de la formación de recuerdos. Aunque esto pueda sonar a algo excepcionalmente complejo y detallado, lo cierto es que mi trabajo consistía sobre todo en fabricar unos intrincados (y baratos) laberintos para animales de laboratorio y en observar luego cómo estos los resolvían. Muy interesante todo, pero de dudosa utilidad si lo que pretendía era que se me confiara el manejo de cualquier herramienta que pudiera ser más peligrosa que un simple cúter (instrumento que usaba en mis experimentos para recortar cartón y, aun en ese caso, no sin antes advertir al resto de personas de que despejaran la estancia, por si acaso). Nunca me habían dejado estar cerca de los mandos de algo tan sofisticado como un escáner de IRM.
Pero resulta que estaba de suerte. Vivo muy cerca del CUBRIC, el Centro de Técnicas de Imagen para el Estudio del Cerebro, de la Universidad de Cardiff, donde había participado como voluntario en todos esos estudios que mencioné antes. Cuando finalicé mi doctorado en la Facultad de Psicología de dicha universidad, el centro todavía estaba en construcción y no se inauguró hasta justo después de que yo me fuera. Era como si los plazos de finalización y puesta en marcha se hubieran previsto con toda la (mala) intención, como si la universidad misma se hubiera dicho: “¿Se ha ido ya ese pesado? Bien, ahora podemos estrenar lo bueno”.
El CUBRIC es un lugar excelente al que acudir para todo lo relacionado con las investigaciones avanzadas más recientes sobre el funcionamiento del cerebro humano. En mi caso, soy doblemente afortunado porque, además, tengo amigos que trabajan allí. Uno de ellos es el profesor Chris Chambers, destacado experto e investigador en técnicas de imagen cerebral, que no tuvo inconveniente en reunirse conmigo para hablar sobre cómo enfocar un estudio dirigido a detectar y localizar la felicidad en el cerebro.
Aquella fue más una reunión de negocios que una mera conversación entre amigos. Yo sabía que, si quería convencer a un profesor para que me dejara utilizar su valiosísimo equipo para mi propia investigación personal sobre cómo se procesa la felicidad en el cerebro, debía asegurarme de haber hecho antes los deberes informándome bien sobre el tema. Pues, bien, ¿qué sabe (o sospecha) ya la ciencia sobre cómo funciona la felicidad en el cerebro?
FELICIDAD QUÍMICA
Si queremos saber qué parte del cerebro es responsable de la felicidad debemos considerar antes qué entendemos por una “parte” del cerebro. Aunque muchas veces es concebido como un ente único (y sorprendentemente feo), el cerebro es también un órgano que puede descomponerse en un elevadísimo número de componentes individuales. Tiene dos hemisferios (izquierdo y derecho) formados por cuatro lóbulos diferenciados (frontal, parietal, occipital y temporal), cada uno de los cuales se compone a su vez de abundantes regiones y núcleos diferentes. Todos estos componentes están hechos, a su vez, de células cerebrales (llamadas neuronas) y de otras muchas células de apoyo vital (células gliales) que mantienen todo en funcionamiento. Cada célula consiste, en esencia, en un complejo sistema de sustancias químicas. Así que podría decirse que, como ocurre con la mayoría de órganos y entes vivos, el cerebro es un gran conglomerado de componentes químicos. Sustancias químicas dispuestas de formas y modos admirablemente complejos, pero sustancias químicas al fin y al cabo.
Para ser justos, podríamos seguir descomponiendo cada elemento en niveles todavía más básicos. Las sustancias químicas están formadas por átomos, que, a su vez, se constituyen a base de electrones, protones y neutrones, que, a su vez, están hechos de gluones, etcétera. Si entramos más a fondo en la composición fundamental de la materia misma, terminamos sumergiéndonos en la complejidad de la física de partículas. Sin embargo, hay ciertas sustancias químicas que el cerebro utiliza para fines que no son meramente los de procurarle una estructura física básica y que, por tanto, desempeñan un papel más “dinámico” que el de ser material de construcción de las células. Me refiero a los neurotransmisores, que desempeñan papeles clave en el funcionamiento cerebral. Son, desde luego, los elementos más simples y fundamentales del cerebro, de los que podemos decir que tienen una incidencia profunda en cómo pensamos y cómo nos sentimos.
El cerebro es, en esencia, una masa enorme e increíblemente compleja de neuronas, y todo lo que hace depende (y es resultado) de pautas de actividad generadas en esas neuronas. Una señal electroquímica, un impulso conocido por el nombre de “potencial de acción”, viaja a lo largo de una neurona y, cuando alcanza el extremo final de esta, se transfiere a la siguiente, y así sucesivamente hasta que llega a su destino. Es como un amperio desplazándose por un circuito desde una central eléctrica hasta la lámpara de nuestra mesita de noche. Se trata de una distancia impresionante que recorrer para algo tan aparentemente insustancial, pero resulta tan habitual para nosotros que apenas si reparamos alguna vez en ello.
El patrón y el ritmo de esas señales, de esos potenciales de acción, pueden variar enormemente y las cadenas de neuronas que los transmiten por relevos pueden ser increíblemente largas y ramificarse de manera casi interminable, dando lugar a miles de millones de patrones, a billones de cálculos posibles, sustentados por conexiones establecidas entre casi todas las regiones del cerebro humano. Eso es lo que hace que el cerebro sea tan potente.
Volvamos unos pocos pasos atrás para decir que el lugar en el que la señal en cuestión se transfiere de una neurona a la siguiente tiene una importancia crucial. Esa transmisión se produce en la sinapsis, que es el punto de encuentro entre dos neuronas. No obstante y ahí es donde la cosa se vuelve un tanto extraña, no existe en realidad ningún contacto físico significativo entre dos neuronas: la sinapsis propiamente dicha es el hueco que hay entre una célula nerviosa y la siguiente, no un punto material sólido. Pero, entonces, ¿cómo viaja una señal de una neurona a otra si estas no se tocan entre sí?
Pues mediante los neurotransmisores. La señal llega al extremo terminal de la neurona precedente en la cadena y eso activa en dicha célula la liberación de neurotransmisores en el hueco de la sinapsis. Cuando esos neurotransmisores interactúan con unos receptores específicos para ellos que se encuentran en el extremo inicial de la segunda neurona, esta recoge la señal y la reenvía hasta la siguiente neurona de la cadena. Y así sucesivamente.
Podemos imaginarlo como si se tratara de un mensaje importante enviado por los centinelas de un ejército medieval a su alto mando en la retaguardia. El mensaje está escrito en un papel y es llevado a pie por un soldado. Llega a un río, pero tiene que hacer llegar el mensaje hasta el campamento que está instalado en la orilla opuesta. Así que lo ata a una flecha y dispara esta para que llegue al otro lado, donde otro soldado podrá recogerlo y seguir transportándolo con destino al puesto de mando central. Los neurotransmisores son como esa flecha.
El cerebro usa una gran diversidad de neurotransmisores y cada uno de ellos tiene un efecto palpable sobre la actividad y el comportamiento de la neurona siguiente, siempre y cuando —claro está— esa neurona disponga en su membrana de los receptores pertinentes: los neurotransmisores funcionan únicamente si pueden encontrar un receptor compatible con el que interactuar. Son, en cierto sentido, como una llave que solo puede abrir una cerradura concreta (o toda una serie de ellas). Volviendo a la metáfora de los soldados, el mensaje estaría encriptado para que solo los conmilitones pudieran leerlo.
También es muy amplia la variedad de órdenes que ese mensaje podría contener: atacar, retirarse, reagrupar las fuerzas, defender los flancos izquierdos, etcétera. Pues bien, los neurotransmisores se caracterizan por una flexibilidad parecida. Los hay que incrementan la intensidad de la señal; los hay que la reducen; los hay que la detienen; los hay que provocan reacciones totalmente diferentes. Hablamos de células, no de cables eléctricos, por lo que sus formas de reaccionar pueden ser varias.
Dada la diversidad resultante de semejante configuración, el cerebro tiende a usar neurotransmisores específicos en ciertas áreas para desempeñar determinados papeles y funciones. Teniendo eso en cuenta, ¿es posible que haya un neurotransmisor, una sustancia química, responsable de la producción de felicidad? Aunque parezca sorprendente, no es una idea tan descabellada. De hecho, son incluso varios los candidatos a los que podría caberles tal honor.
La dopamina es uno de los más evidentes. La dopamina es un neurotransmisor que desempeña una amplia variedad de funciones en el cerebro, pero una de las más conocidas y contrastadas es su papel en la generación de placer y gratificación o recompensa. La dopamina es el neurotransmisor que sustenta toda la actividad del circuito mesolímbico de recompensa en el cerebro (de ahí que también se le llame en ocasiones el circuito dopaminérgico de recompensa). Siempre que el cerebro de una persona detecta que esta ha hecho algo que él aprueba (beber agua cuando tenía sed, huir de una situación de peligro, intimar sexualmente con otra persona, etcétera), recompensa ese modo de actuar de un modo muy característico: haciendo que la persona experimente un breve pero, a menudo, intenso placer desencadenado por la segregación de dopamina. Y el placer da felicidad, ¿no? El circuito dopaminérgico de recompensa es la región cerebral responsable de ese proceso.
También hay pruebas que indican que la segregación de dopamina se ve afectada por lo sorprendente que sea una recompensa o una experiencia. Cuanto más inesperado es algo, más lo disfrutamos, algo que, al parecer, se debe a la cantidad de dopamina liberada por el cerebro. Las recompensas esperadas se corresponden con un aumento inicial de dopamina que enseguida amaina. Pero las recompensas inesperadas activan un nivel de segregación aumentada de dopamina durante un periodo más prolongado desde el momento en que se experimenta la recompensa.
Situemos todo esto en un contexto del mundo real. Si usted ve que ha llegado dinero a su cuenta corriente el día en que le abonan normalmente su nómina del mes, obtiene una recompensa prevista. Pero si se encuentra veinte libras esterlinas en un bolsillo de unos pantalones viejos, tendrá una experiencia inesperada. Esas veinte libras son mucho menos dinero, pero son más gratificantes, porque no las esperaba. Y esto, según hemos podido estudiar, provoca una mayor secreción de dopamina.
A su vez, la ausencia de una recompensa esperada (por ejemplo, que no le hayan ingresado la nómina en el banco el día que tocaba) parece provocar una caída sustancial de los niveles de dopamina, algo que le resultará desagradable y estresante. Así que es evidente que la dopamina resulta fundamental para su capacidad de disfrutar de las cosas.
Dean Burnett es un neurocientífico y cómico monologuista. Vive en Cardiff y trabaja en el Instituto de Medicina Psicológica y Neurociencias Clínicas de la universidad que lleva el nombre de dicha ciudad. Es también el bloguero más leído de la red de blogs de ciencia de The Guardian. Puso en marcha Brain Flapping hace tres años, un blog que, desde entonces, ha recibido más de once millones de visitas. Su entrada sobre el suicidio de Robin Williams tuvo 2 225 000 visitas en dos semanas y fue compartida más de 375 000 veces en Facebook. Con Espasa ha publicado El cerebro idiota.