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Jorge Javier Romero Vadillo

24/10/2024 - 12:02 am

El triunfo de la obcecación ideológica

“Estas obcecaciones ideológicas ya están marcando el inicio del gobierno de Sheinbaum de una forma que se avizora contraproducente”.

“Su idea juvenil de que el cambio debería ser radical, casi revolucionario, la lleva a despreciar cualquier cosa que huela a reforma moderada”. Foto: Cuartoscuro.

A mediados del siglo pasado, la Ciencia Política vivió lo que, con optimismo, se bautizó como la “revolución conductista”. Gracias al auge del behavioralism, una importación directa de la psicología, el estudio del poder político cambió de rumbo. Entonces, la gran obsesión era centrarse en lo observable, en cómo se comportaban los individuos dentro del sistema político, con un arsenal metodológico tan cuantitativo que daba la impresión de que la política podía medirse con una calculadora. En este festín de números y gráficas, las instituciones, tanto formales como informales, se relegaron a meros adornos sin importancia. Según esta visión, daba igual si un país tenía una Constitución o una pandilla con reglas propias: todo dependía de lo que hicieran los individuos.

Durante décadas, los expertos nos insistieron en que las decisiones políticas eran el resultado de una racionalidad impecable, al estilo de los modelos de la economía neoclásica. Según este cuento, los políticos actuaban como fríos calculadores que maximizaban beneficios y minimizaban riesgos, como si las decisiones de gobierno fueran tan simples como resolver una ecuación. Pero luego llegaron autores como George Tsebelis y nos mostraron que, en realidad, esto era una fantasía de quienes nunca habían pisado la arena política. Según Tsebelis, los políticos no jugaban un solo juego, sino varios a la vez. Tenían que lidiar con arenas anidadas, con múltiples actores y objetivos en conflicto. Así que, lo que a primera vista parecía una decisión absurda o irracional en un contexto, era en realidad un movimiento estratégico para ganar en otra arena, aunque eso significara perder en la primera. La racionalidad política resultaba más un acto de malabarismo que de cálculo.

Aunque Tsebelis nos sacó de la fantasía de la racionalidad pura, seguía atrapado en la idea de que los políticos, al menos, eran adaptativos. Según él, aunque jugaran en varias arenas simultáneamente, sus decisiones siempre eran respuestas estratégicas a las reglas del juego. Pero Douglass North se encargó de arruinar esa ilusión con un golpe de realidad mucho más crudo: los políticos no siempre juegan adaptativamente, y a veces ni siquiera saben bien a qué están jugando. North introdujo el concepto de “mapas mentales”, ideologías y modelos del mundo a medio cocinar, muchas veces erróneos. No solo toman decisiones basadas en información incorrecta, sino que están convencidos de que tienen razón, lo que resulta en políticas ineficientes, aunque a veces les traigan beneficios personales. Así que no, no es que los políticos sean brillantes estrategas en un juego complejo; a menudo, solo son unos necios convencidos de sus ideas obtusas que, lamentablemente, pueden ser muy convincentes, aunque acaben por arruinara a sus países.

La obsesión de López Obrador, mantenida a trancas y barrancas durante su infausto sexenio, por desmantelar la institucionalidad construida durante la transición democrático, lo exhibe como un destacado conjurado de la necedad. Si seguimos la línea de North y sus mapas mentales, lo que lo movía era una ideología mal cocida que remite al presidencialismo fuerte del PRI clásico, cuando todo giraba en torno a la figura omnipotente del presidente. Para él, lo que existía en los años dorados del PRI no era autoritarismo, sino un gobierno eficaz. Está convencido de que las instituciones surgidas en los últimos 30 años no solo son aberraciones del neoliberalismo, sino obstáculos para su “transformación”, como si el verdadero problema de México hubiera sido intentar poner contrapesos a su liderazgo visionario. En realidad, destruir estos avances institucionales —desde la desaparición de órganos autónomos hasta el debilitamiento del poder judicial— no conduce a ningún tipo de eficacia gubernamental, sino que arrastra al país de vuelta a un sistema en el que el poder se concentra en una sola persona, con todas las consecuencias de discrecionalidad, corrupción y arbitrariedad bien conocidas para quienes vivimos durante el régimen del PRI.

Claudia Sheinbaum opera con un mapa mental distinto al de López Obrador, pero no menos obtuso. Su idea juvenil de que el cambio debería ser radical, casi revolucionario, la lleva a despreciar cualquier cosa que huela a reforma moderada. “Reformista” era un insulto en sus días de militancia revolucionaria, cuando quienes proponíamos acuerdos para transformar al país éramos vistos como tibios, incapaces de estar a la altura de las circunstancias históricas. Ahora, en el gobierno, sigue con esa misma convicción. Movida por sus acedas creencias anticapitalistas, ha continuado el desmantelamiento de la independencia judicial y de los órganos autónomos que intentaban poner freno a la concentración monopólica y a la manipulación gubernamental de la economía. Con un tufo que recuerda la añeja defensa de la dictadura del proletariado, de la que abrevó desde su infancia, según cuenta ella misma, Sheinbaum parece convencida de que cuanto más control tenga el gobierno sobre todos los aspectos de la vida pública, más “justicia social” se alcanzará. Su desprecio por el mercado no es nuevo, pero su obstinación por destruir cualquier vestigio de contrapeso institucional ha llegado demasiado lejos, impulsada por un dogmatismo que la coloca peligrosamente cerca del autoritarismo que tanto decía combatir cuando atacaba los intentos de reforma de la UNAM impulsados por Jorge Carpizo.

Estas obcecaciones ideológicas ya están marcando el inicio del gobierno de Sheinbaum de una forma que se avizora contraproducente. Mientras el mundo habla de near shoring y de las ventajas comparativas que México podría aprovechar, ella sigue empeñada en desmantelar los contrapesos institucionales que quedan en pie. Supuestamente busca convertir la cercanía con el mercado de Estados Unidos en una plataforma de despegue económico y clama por atraer inversiones, pero sus decisiones van justo en la dirección contraria. La falta de certidumbre jurídica, el debilitamiento de las instituciones encargadas de regular la competencia y su desdén por el mercado solo ahuyentan la inversión productiva de largo plazo, aunque puedan ser atractivas para las empresas depredadoras que juegan el juego de la compra de protección política. Al final, las ventajas comparativas no servirán de nada si el entorno institucional es tan poco confiable que ningún actor económico con visión de futuro se atreva a jugar aquí. Sheinbaum parece creer que la realidad se ajustará a su ideología, pero sus convicciones serán el mayor obstáculo para el crecimiento que tanto promete.

 

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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