Jorge Javier Romero Vadillo
24/09/2020 - 12:04 am
El discurso desde la aldea
El Presidente perdió la oportunidad de usar el foro de Naciones Unidas para hablar del papel que debería jugar la comunidad internacional para superar la peor crisis mundial desde la fundación del organismo.
El discurso del Presidente de la República ante la 75 Sesión de la Asamblea General de la ONU mostró de manera descarnada la estrechez de su comprensión del mundo y las enormes limitaciones de la visión que tiene de la tarea que le corresponde como gobernante de un país complejo, con 130 millones de habitantes, que hasta antes de la crisis ocupaba el decimoquinto lugar entre las economías del mundo y que encierra una enorme diversidad social y económica, que no puede ser administrada como si se tratara de una pequeña aldea.
Más allá de la vergüenza ajena que provocó en muchos ver que el Jefe del Ejecutivo mexicano dedicaba buena parte de su intervención en el mayor foro internacional a contar cómo rifó un avión que todavía quiere vender porque es muy lujoso –y a presentar el sainete como gran logro justiciero– o de sentir bochorno al oírlo contar la anécdota de que Mussolini se llamó Benito porque su padre garibaldino admiraba mucho al gran Juárez, lo que seguramente le contó algún profesor de historia en la secundaria de Macuspana después de narrarle la historia apócrifa de Napoleón diciendo que con 10 generales como Morelos dominaría al mundo, lo grave es constatar que esa visión estrecha orienta sus decisiones gubernativas. No se le ocurrió al Presidente exaltar el papel histórico de Juárez con los juicios de Víctor Hugo o, para agradar a parte de su hueste, con las opiniones de Marx. No le dio su supuesto gran conocimiento histórico más que para evocar al líder fascista criminal.
La mención a Mussolini en la tribuna de la ONU precisamente cuando se conmemoran 75 años de la fundación del máximo organismo internacional, sobre las ruinas dejadas por el mayor desastre de la historia humana provocado precisamente por el aludido, junto con otros megalómanos desquiciados, solo puede señalar o que no tiene idea de lo inapropiado de su mención o que, en el fondo, siente cierta admiración por el personaje y lo enorgullece que lleve el nombre del prócer mexicano. Sea una u otra la causa de su torpeza, esta refleja su escasa comprensión de lo que la ONU ha representado durante los últimos 75 años.
El Presidente perdió la oportunidad de usar el foro de Naciones Unidas para hablar del papel que debería jugar la comunidad internacional para superar la peor crisis mundial desde la fundación del organismo. Si eso es pedirle demasiado, al menos pudo poner en el centro de su discurso la iniciativa de su propio Gobierno para que sea la ONU la que administre el acceso mundial a la vacuna, de manera que se garantice su disponibilidad para los países más necesitados, sin que sean los intereses mercantiles los que guíen su distribución. No fue así. López Obrador comprobó ante los ojos del mundo que es un gobernante extraordinariamente limitado, un simple que solo alcanza a concebir el Gobierno del país como si de administrar su rancho de Palenque se tratara.
Dicen que López Obrador ha escrito libros de historia. No he leído ninguno de ellos, pero por lo que he visto desde que comencé a seguir su carrera política –cuando, paradójicamente, emergió como líder local de la resistencia contra la depredación de Pemex en Tabasco, después de su primera campaña a Gobernador– sus concepciones políticas se nutren de los lugares comunes que sobre la historia patria se difundían en los libros de texto gratuito de la época clásica del PRI.
Su discurso siempre ha usado la visión maniquea, según la cual conservador es sinónimo de traidor a la patria. Una historia de buenos contra malos, basada en la teleología de que los grandes conflictos nacionales se han resuelto a favor del pueblo bueno, gracias a la labor titánica de próceres que encarnan todas las virtudes, y han enfrentado a los representantes de los intereses extranjeros, a los vendepatrias. En esa narración ha decidido colocar la que él cree su gran hazaña: la de arrancarle el poder a los malditos neoliberales para darle a la historia mexicana un nuevo giro en la ruta de la salvación nacional.
Toda contradicción entre las vidas y las obras de los próceres que encarnan el bando del bien contra el mal son eliminadas de su narrativa. El camino del pueblo mexicano hacia la justicia es tan épico como un mural de Diego Rivera. Maniqueísmo puro, basado en datos históricos obtenidos de los reversos de las estampitas con las que hacíamos la tarea de historia en la primaria y la secundaria.
Simplona como es, esa visión de la historia es la que entiende la mayoría de la sociedad mexicana, víctima de la catástrofe educativa provocada por el arreglo corporativo con el que gobernó el régimen del PRI al magisterio. De ahí que el discurso presidencial haya adquirido la fuerza que tiene entre buena parte de la sociedad mexicana. Se trata de un discurso poderoso que encuentra terreno fértil en la profunda escisión social que existe en este país desde hace cinco siglos. La polarización de la sociedad mexicana no la ha provocado López Obrador. Lo que ha hecho el Presidente es aprovechar la profunda herida que divide al país para beneficiarse políticamente de ella.
Nadie como López Obrador ha sabido convertirse en representante del rencor social enconado en la sociedad mexicana, producto de la brutal desigualdad económica, del racismo, del clasismo y de la pobreza. Con su lenguaje elemental y sus esquemas simplones, López Obrador logró lo que ningún otro político en el ultimo siglo: convertirse en el redentor de los olvidados y los marginados. Lamentablemente ese logro no ha estado acompañado de un proyecto de reformas institucionales para la transformación necesaria, fuera de sus programas de transferencia de efectivo, que en poco cambian la estructura social de la desigualdad.
Por el contrario, la visión elemental del país y del mundo que tiene el Presidente, mostrada de manera transparente en su discurso ante la ONU, lo lleva a añorar una Arcadia imaginaria, la de los tiempos del falso milagro mexicano y, a partir de esa visión, a construir un proyecto reaccionario, de concentración de poder personal, con aterradores rasgos autoritarios. El acto fallido de evocar a Mussolini con retintín de admiración refleja la imagen de caudillo que de sí mismo tiene López Obrador. La desgracia es que enfrente solo tiene una oposición fallida y una ultraderecha naciente, la de FRENA, imagen invertida de su propio movimiento.
La tarea que resulta urgente es la de la recomposición de un proyecto de izquierda democrática que desenmascare la simulación justiciera del redentor imaginario y le enfrente con una agenda reformadora y una narrativa de igualdad social que valore plenamente la democracia y el Estado de derecho.
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