María Rivera
24/08/2022 - 12:02 am
La justicia
Aun así, la justicia estará lejos hasta que no se nos informe quién dio las órdenes de desaparecerlos, quiénes desaparecieron sus cuerpos, cómo lo hicieron y dónde están sus restos.
Lo he escrito aquí, en alguna columna. El recuerdo de aquel día en que Murillo Karam presentó la llamada “verdad histórica”: el trauma que representó para millones de mexicanos que mirábamos en la televisión el informe en el que se asentaba qué había ocurrido con los normalistas de Ayotzinapa. Lo recuerdo claramente como un manto ominoso cayendo sobre el país que enmudecía o lloraba ante la atrocidad de la exhibición de una mandíbula, unos dientes, en la tierra del basurero de Cocula.
Un basurero donde habrían incinerado a decenas de estudiantes: un horror inconcebible transformado en imágenes de un terreno cuadriculado para buscar cenizas, restos óseos. El país se sumía en un grado de horror y desesperación similar al de hacía unos años, cuando el asesinato de 72 migrantes cimbró a la opinión pública. Migrantes y estudiantes asesinados masivamente, ese era nuestro horror. Quien diga que la violencia ha empeorado estos años olvida deliberadamente la naturaleza de los crímenes que ocurrían, donde lo masivo era un distintivo: doscientos cuerpos hallados en fosas clandestinas en las brechas de San Fernando, más de trescientos en un predio de Veracruz, camiones de pasajeros secuestrados en Guerrero. La desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa sucedió cuando parecía que la violencia había retrocedido, en algo, en el sexenio de Peña Nieto tras un ajuste en la cobertura de los medios. Fue un balde de agua fría, una irrupción violenta del verdadero estado de las cosas, y evidenció el cáncer que nos consumía. Fue entonces que pudimos nombrarlo con todas sus letras en manifestaciones y protestas: fue el Estado.
Sí, fue justamente el Estado, como hoy confirman las autoridades, porque el horror de los hechos ocurridos con los estudiantes ha sido posible solo por la complicidad de autoridades municipales, estatales y federales. Los hechos revelados por Alejandro Encinas, dejan muy claro que el crimen de Ayotzinapa fue eso: un crimen y un encubrimiento de las autoridades y también una muestra de que el Estado continuó con sus prácticas de infiltración de movimientos sociales como si viviéramos en los años setenta. La revelación de que uno de los estudiantes desaparecidos era un militar infiltrado en la normal de Ayotzinapa, retrata con claridad como la mano del Estado, a cargo de los militares, siguió en muchos lugares, donde no debiera de estar.
Un Estado asociado con criminales, y capaz de cometer los peores crímenes como sacrificar a sus propios soldados con tal de encubrir los hechos, su propia participación.
Ahora pienso en aquel pase de lista que al muy poco tiempo de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa hicimos en Reforma en nuestra caminata hacia el zócalo. Recuerdo el ambiente de esa primera manifestación con su densidad, su peso ominoso, como ninguna otra. Veníamos leyendo sus nombres con un megáfono, el peso de su desaparición caía como una plomada, perdíamos la voz tras varias rondas y nos intercambiábamos para seguir leyendo sus nombres durante todo el recorrido. No sabíamos, en ese momento, su destino, ni que repetíamos el nombre de un militar infiltrado, y ahora que lo sabemos, pienso, con alivio, que al menos alguien lo buscaba, como al resto de los desaparecidos, que alguien gritaba su nombre en un pase de lista en la calle: exigía por él, sin saber que el mismo Estado había decidido sacrificar su vida. Es extraño pensar, realmente, en esa esa tarde de la marcha: intuíamos que caminábamos sobre un lodo oscuro y espeso de mentiras y encubrimientos del poder, pero ignorábamos hasta qué grado, como todavía hoy, ocho años después, ignoramos con precisión datos.
Aún falta conocer la verdad que pueda llevar a la justicia, aunque se haya avanzado al asentar lo que todos ya sabíamos: la “verdad histórica” fue un montaje del gobierno de Peña Nieto para tratar de cerrar el caso rápidamente, destrozar cualquier esperanza de que estuvieran con vida e imponer una historia mentirosa. Por eso la gente, casi inmediatamente, comenzó a llamarla “la mentira histórica”. También sospechábamos de la participación del ejército: hoy se han librado ya órdenes de aprehensión contra algunos militares, y se ha detenido al ex procurador Murillo Karam. Aun así, la justicia estará lejos hasta que no se nos informe quién dio las órdenes de desaparecerlos, quiénes desaparecieron sus cuerpos, cómo lo hicieron y dónde están sus restos. También y fundamentalmente, por qué el ejército permitió esos crímenes ¿de quién obedecían órdenes? ¿del alto mando, de los criminales o de políticos asociados con ellos? No lo sabemos.
Un crimen atroz, sin duda, un crimen de Estado es lo que es, a todas luces, porque participaron autoridades de todos los niveles en él, ya sea para cometerlo materialmente, para permitirlo o para encubrirlo. Un crimen que es también una muestra de muchos más cometidos con la anuencia o franca complicidad de autoridades corrompidas, y una foto fiel de cuán podrido estaba todo en México: desde las autoridades municipales hasta Los Pinos, pasando por los mandos militares. Los crímenes de esos días en Iguala también develan que la narrativa de la llamada “guerra contra el narco”, devino en una farsa: no había tal guerra, sino una asociación fatal entre el gobierno y los criminales, un poder ilegal actuando impunemente sobre la vida de hombres y mujeres que han sido desaparecidos y asesinados en México si interfieren de alguna manera en los acuerdos establecidos entre ellos.
Y es una obviedad señalarlo, pero ninguna de las matanzas y tragedias que han ocurrido desde hace por lo menos tres lustros han podido ocurrir sin la participación de autoridades corrompidas, ya sea a nivel municipal, estatal o federal; desde el policía municipal hasta el presidente de la república; esa es la verdadera tragedia que nos ha ocurrido y raíz de los males que nos aquejan.
Escribo esta columna, querido lector, mirando el cielo azul y calmo por mi ventana. Mientras respiro hondo se me agolpan los recuerdos de aquellos días ominosos de la mentira histórica de Murillo Karam. La indignación, la tristeza desesperada de aquellos días, los gritos coreados por miles en la plaza, se transforman en silencio ahora que sabemos que teníamos razón y que se persigue a los responsables. No me alivia, ni me alegra saberlo, sin embargo, querido lector. Más bien, me vuelve a doler esa terrible verdad que brilla en el espejo de los hechos de Iguala y me indigna que el ex presidente Peña Nieto, uno de sus insoslayables protagonistas, siga libre e impune mientras se deshacen en el aire las cenizas de sus mentiras y aún nos faltan 43 estudiantes de Ayotzinapa.
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