Cuando yo era niña cargaba con una tristeza muy grande: la de haber nacido demasiado tarde para ser la amiga de mi mamá. Ella, sabia y maravillosa, ni intentó explicarme el porqué de la imposibilidad, pero me aseguró que era mi amiga y que para suerte de ambas, le tocaba además ser mi mamá. Comprendió tanto, sin embargo, que a partir de ese momento me llevó cada semana a tomar un café en aquellos tiempos en que los niños no tomaban café. Nos sentábamos frente a frente, rodeadas de señoras encopetadas y con mis pies colgando de la silla, a hablar de las cosas importantes. Es la clase de persona que da regalos todo el tiempo, pero que no los cuenta como tales ni aunque tu cumpleaños esté cerca. Es alguien que suele sonreír todo el tiempo y eso puede hacer que olvides que en sus zapatos también hay lodo y en su piel de pecas cicatrices. Sus oídos se moldean igual a la música nueva que a los monólogos incoherentes de la escritora exasperada, igual a las preguntas de detergente y dulce de manzana que a los más abstractos cuestionamientos existenciales. ¿Cómo hace para entender todos los idiomas y no regodearse? Ella habla el esperanto del alma y su capacidad de traducción es tan profunda que llegas a convencerte de que eso es lo normal: para el diálogo detrás de la cortina de confesión puedes elegir que te atienda el espejo, el Sanhedrin, el caracol de mar, con su tibio y reconfortante oleaje encapsulado, o la mujer de la tienda de zapatos, que antes de que te hayas dado cuenta, te ha puesto a caminar en los zapatos de tus más odiadas Némesis y te ha llevado a comprender lo que minutos atrás resultaba inasibles y hasta improbable. Su inteligencia emocional es tal, que le permite actuar como si no la tuviese. No son para ella las medallas: posee una cualidad que le permite admirar a todos desde una infinita modestia acerca de la cual también es modesta y que, francamente, resulta incómoda para los que vivimos en otros planetas en que las flores son los narcisos y el alimento de estos los aplausos.
Intento a veces verla desde afuera, como la profesional que es, igual de implacable en su necesidad de ayudar a cada niño y a cada par de padres que le llaman a todas horas llorando. Quiero verla como mujer, entender su historia, ver los parajes oscuros por los que ha caminado para llegar a donde hoy se yergue con esas raíces tan gruesas como torres. Quiero conversar con sus fantasmas, sufrirme sus escalofríos, meternos juntas bajo la cama y encontrar las palabras de consuelo para sus tormentas. Quiero enfurecernos contra alguien más, quiero temerle juntas a la muerte y a todo lo que acecha, quiero ser para ella más y más y lanzarme a sus abismos, verla fuera del rol que para mí la define y que le da nombre a todos sus nombres. Pero ¿podría ella ser separada de su rol de madre? ¿Querría…? Entonces todo lo oscuro y afilado se aclara y suaviza, no hay bordes contra los que estrellar la frente porque ella es refugio y mantita y olor de pan y chimeneas. Ella es comida, calor y casa. Y es toda árbol, desde la raíz que se planta porque sí, que atrae sol y vientos y agua para alimentarse y alimentar. Es el tronco que se engrosa con los recuerdos de su cara sonriente apareciendo en el marco de la puerta, animándome a despertar y enfrentar el nuevo día, con el perennemente reconfortante sonido de su voz siempre disponible al otro lado de la línea, con la paz de saber que existe la sombra cuando sombra se requiere, el abrazo de las ramas cuando hay frío, el silencio de la escucha cuando el ruido ensordece, el dulzor de la empatía cuando alrededor llueve.
Dice no saber cuál es su gran misión. Dice ser más practica que filosófica, más cotidiana que trascendente, más vivencial que espiritual. Ay mamá, mira que dices unas cosas… “No sé mucho de nada”, pregona su -francamente irritante- ausencia de presuntuosidad. “Yo de esto no entiendo”, y se prepara para que le hables por dos horas de tus estupideces. Y tú te crees que le estás explicando… ¡ja! En el fondo, lo que deseas es deslumbrarla y provocar su admiración. Pues hay algo dentro de cada uno de nosotros, sus hijos, que comprende que ella no nombra todo y que se guarda billones de “lo sabía” para triturarlos luego sin que nos demos cuenta. Ese cordón que nos conecta con su corazón inmenso, sabe: los tres hemos estado dentro de su alma, conocemos los parajes que la habitan y sabemos que hay cosas que sobrepasan a las palabras y a las que los tres, de distintas maneras, hemos intentado nombrar. Nuestra madre tiene infinitos apodos por esto, porque hay tantos cariños y tantas materias que forman su prisma de mujer, de raíz, de hoja perennemente verde y voladora. Puede ser de hierro, implacable en su cometido materno, en su cuidar imparable e invencible. Puede ser diminutiva como es diminuto el átomo que todo lo forma, el micro macrocosmos del que nos formamos todos y que formamos a nuestra vez. Puede ser má, y mamá y M y Muá, puede ser de una y de muchas sílabas para ocupar más del lenguaje y que parezca que se puede nombrar, para así poder agradecerle las cosas que no se agradecen.