Fabrizio Mejía Madrid
24/07/2024 - 12:05 am
Las pequeñas cosas que han cambiado
“Todos podemos intervenir y que los que sólo se dedican a ella, en exclusiva, ven su prestigio social un tanto disminuido”.
Dentro del cambio de régimen que está ocurriendo hoy quisiera dedicarle unos minutos a lo pequeño. No se trata de las nuevas coordenadas del Estado mexicano, ni de la disminución de la desigualdad y de los pobres, ni tampoco de las grandes obras de intercomunicación globales y ni siquiera de las mañaneras con su enorme repercusión en la forma en cómo comunicar es gobernar. Es algo muy pequeño pero que, sin él, no estaríamos hablando de la 4T, el humanismo mexicano, o el cambio de régimen. Es la politización. Decía el obrero-filósofo de la Comuna de París de 1871, Louis Gauny: “A la libertad le gustan las multitudes extremas o la absoluta soledad”. Y, en efecto, la reflexión individual sobre el país y sentirse involucrado junto con millones en un momento histórico, comparten un mismo espacio que es el de la política. Qué y cómo se construyó este espacio es motivo, al menos intencional, de esta columna.
Empiezo por el principio. La política dejó de ser una actividad especializada. Este cambio es doble: significa que todos podemos intervenir y que los que sólo se dedican a ella, en exclusiva, ven su prestigio social un tanto disminuido. No sino eso es lo que está detrás del espectáculo lamentable, la exhibición impúdica de los opinadoras de la oposición que añoran el tiempo en que ellos eran los únicos que podían descentrañar el enigma de la Esfinge llamada “transición democrática”, una cosa muy compleja con todo y sus “contrapesos” y su misterios“pluralismo”. Es haber perdido el espacio de la exclusividad. Hay ansiedad por verse desplazados, relegados, a la condición que tenemos todos: ciudadanos.
Muchos de estos analistas, “transitólogos” que no vieron mal los fraudes electorales ni la partidocracia, y que todavía defienden la corrupción de la élite como un derecho adquirido, muchos de estos catequistas, como les llama Quintanar, atacan con una vieja consigna exclusivista: “Tú, dedícate a lo que sabes hacer”. Así, se le pide a los flautistas, dramaturgas, lingüistas, historiadores, que vuelvan al lugar de sus profesiones y la manera de hacerlo sería callarse. Esta idea es tan vieja como Platón que estaba convencido de que cada uno de nosotros sólo tenia un talento y que debería dedicarse sólo a él. Dedicarse en privado, en soledad, para hacer lo mejor que puedas, viene de la idea de que nuestra identidad es lo que hacemos. Que nuestra identidad es nuestro trabajo. La especialización funciona casi como un rasgo de una supuesta “esencia” de los seres humanos. “Zapatero, a tus zapatos”, resuena todavía como la orden que la policía les asestaba a los 10 mil zapateros que participaron en la Comuna de París de 1871. Muchos de ellos fueron sus dirigentes, pensadores, filósofos de lo apremiante. Y, entonces, un conservador como Mendès, aterrorizado en su casa en París, viendo por las ventanas las barricadas, las fiestas donde se destruían los símbolos del Imperio, se lamentó de “los cientos de zapatos perfectos que no se están haciendo por andar dedicados a organizar asambleas y uniones”. Ese argumento se lo recetaron, también, a los pintores, a los caricaturistas, y a los poetas: los cuadros, versos, trazos que dejaban de hacer, los productos que dejaban de elaborar, por andar metidos en política, algo para lo que no habían nacido, ni eran buenos. Esa idea de que uno nace con un talento en la vida y le debe a la sociedad o a Dios dedicarse por entero a mejorarlo, en realidad, prohibe hacer cualquier otra cosa que no sea trabajar. Así, la naturaleza ha escogido nuestro destino dentro del cual no debe existir algo tan enigmático como la política. Lo mismo puede decirse de quienes se ofenden de que un taxista sea, también poeta o una mesera, fotógrafa. No, eso es mezclar las naturalezas, no respetar nuestro talento único e indivisible que es la sustancia misma del “ser”, es decir, el trabajo que define la identidad de las personas. Esto, por supuesto, lo dicen quienes sienten esta ansiedad, este terror, a que se cambien las jerarquías ya establecidas, a que se confunda a los “académicos” con cualquier pelagatos. El trabajo redime, es de gente honesta, y con esa romantización se les excluye de todo lo que es confuso, ficticio, en apariencia falso o contradictorio, como es la política. Pues bien, esa ansiedad de los “transitólogos” es una buena noticia para los demás: quiere decir que el pequeño cambio del interés por la política se ha ido generalizando, que se ha emancipado de su carácter especializado. Pero este pequeño cambio apunta a otro que sería el fin del trabajo o de la ocupación como idnetidades de las personas. Me parece interesante como la política, saber de sus acciones y decisiones, tomar postura, tener una opinión, se han ido convirtiendo en una nueva identidad. Hay un orgullo de pertenecer a esa esfera que opina, argumenta, debate, condena, vigila. Es el obradorismo. En la derecha vemos esto apenas en desarrollo, en las famosas “tías del Whatsapp”, que reproducen tanto odio como pueden, confundiéndolo con una identidad de clase o de código postal. Pero todos están ya, de alguna manera, incluidos en la política no especializada.
Otro pequeño cambio es la toma de postura. ¿Qué quiere decir esto? Hay una definición de Georges Didi-Huberman. Escribe el crítico de arte: “Para saber hay que tomar posición. No es un gesto sencillo. Tomar posición es situarse dos veces, por lo menos, sobre los dos frentes que conlleva toda posición, puesto que toda posición es, fatalmente, relativa. Por ejemplo, se trata de afrontar algo; pero también debemos contar con todo aquello de lo que nos apartamos, el fuera-de-campo que existe detrás de nosotros, que quizás negamos pero que, en gran parte, condiciona nuestro movimiento, por lo tanto, nuestra posición. Se trata igualmente de situarse en el tiempo. Tomar posición es desear, es exigir algo, es situarse en el presente y aspirar a un futuro. Pero todo esto no existe más que sobre el fondo de una temporalidad que nos precede, nos engloba, apela a nuestra memoria hasta en nuestras tentativas de olvido, de ruptura, de novedad absoluta. Para saber, hay que saber lo que se quiere pero, también, hay que saber dónde se sitúan nuestro no-saber, nuestros miedos latentes, nuestros deseos inconscientes, por lo tanto. Para saber hay que contar con dos resistencias por lo menos, dos significados de la palabra resistencia: la que dicta nuestra voluntad filosófica o política de romper las barreras de la opinión (es la resistencia que dice no a esto, sí a aquello) pero, asimismo, la que dicta nuestra propensión psíquica a erigir otras barreras en el acceso siempre peligroso al sentido profundo de nuestro deseo de saber (es la resistencia que ya no sabe muy bien lo que consiente ni a lo que quiere renunciar). Para saber, hay pues que colocarse en dos espacios y en dos temporalidades a la vez. Hay que implicarse, aceptar entrar, afrontar, ir al meollo, no andar con rodeos, zanjar. También –porque zanjar lo implica– hay que apartarse violentamente en el conflicto o ligeramente, como el pintor que se aparta del lienzo para saber cómo va su trabajo. No sabemos nada en la inmersión pura, en el en-sí, en el mantillo del demasiado-cerca. Tampoco sabremos nada en la abstracción pura, en la trascendencia altiva, en el cielo demasiado-lejos. Para saber hay que tomar posición, lo cual supone moverse y asumir constantemente la responsabilidad de tal movimiento. Ese movimiento es acercamiento tanto como separación: acercamiento con reserva, separación con deseo. Supone un contacto, pero lo supone interrumpido, si no es que roto, perdido, imposible hasta el final”.
Decidí citar a Didi-Huberman extensamente porque deja más claro de lo que yo podría intentar hacer una definición de postura como la del pintor que se abstrae en sus propios brochazos y, luego, debe tomar una distancia para ver el paisaje. Esa toma de postura es la que me interesa como pequeño cambio. Lo hemos visto una y otra vez en esos 36 millones que votan por la izquierda: saben ver el panorama completo, incluso a simplificarlo en una consigna, como lo fue el desafuero de López Obrador o el Plan C, y que, no obstante, pueden meterse a los detalles de las declaraciones, los datos, los artículos constitucionales. Saber es tomar postura y no en vano López Obrador le aplica al término “pueblo” el adjetivo de “sabio”, porque es justo ese afán de conocer lo que está detrás de la irrupción de la política como identidad de los plebeyos y los excluidos.
Sin ser exhaustivo me referiré a un tercer cambio pequeño pero profundo. El término “despolitización” es uno en que la acción de renuncia a los asuntos públicos es permanente. En el caso de los politólogos de la derecha, aquellos que justificaron el fraude electoral en nombre de la estabiludad social o, hace dos sexenios aplaudieron la hoy señalada “sobre representación” como “cláusula de gobernabiidad”, esos catequistas, su despolitización es tan obvia que ellos mismos no la pueden ver. Ante un fenómeno político como el obradorismo no analizan lo político sino que se van a la sociología o a la psicología: que si los pobres votan porque les dan dinero de programas sociales, que si los viejitos pensionados muestran su agradecimiento, que si la mayoría vive engañada por el poder hipnótico de López. Nada de eso explica por qué el voto masivo por Claudia Sheinbaum y el Plan C no tuvo condicionamientos de clase, ingreso, escolaridad, geografía ni género. Lo sabrían si pudieran ver lo político en específico: un nuevo sujeto ciudadano cuyas coordenadas son tan racionales como la esperanza en el futuro y tan emocionales como la sensación de que se está siendo justo después de décadas de indignación callada. Específamente político es el nuevo arraigo al país, pensar y hablar de política, ver las mañaneras, y entusiasmarse con los logros a contracorriente del Presidente de la República, indignarse con los jueces, lamentar los errores, que somos todos. Que seamos todos es un rasgo político, tanto como el “nosotros” y el “ellos”. Sin esa delimitación no hay campo de la política. Específicamente político, no de socilogía, psicología, o de “cultura política”, es el que esos 36 millones borren en un solo día con la idea de la polarización de dos bandos encontrados. Los hay, esos bandos, pero uno es mucho más raquítico de lo que los “transitólogos” estaban dispuestos a aceptar. De ahí su pasmo en todos estos días desde la elección. Eran tan pequeños que se dejaron deslumbrar por sus propios medios de comunicación y encuestadoras alquiladas. Ahora repiten la frase de Claudio X. González: “Ser mayoría no te da la razón”. Nadie dijo eso. La razón tampoco la da la minoría, en cualquier caso. La razón no es un tema específico de la política, en cambio, lo es el consenso y de eso estamos hablando, señor González, de un nivel de interrelación de 36 millones que saben de política y le dan el mismo sentido a su expectativa de futuro.
El término despolitización está también ligado al de la esfera privada que es justo donde se supondría que los despolitizados se van a refugiar. ¿A dónde van? Van a la vida ordinaria, es decir, a las rutinas, a la repetición en un mismo espacio. La cita, el traslado, el recado, el mandado. “La prosa del mundo”, como la llamó Hegel. Ese es el lugar donde no habría política. Pero resultó que donde se gestó el cambio de régimen fue en ese mismo espacio, en la vida ordinaria que es también la vida popular. Ahí fue donde llegaron los mensajes de injusticia e indignación necesarias. Hasta ahí llegó la falta de ingresos, los bakos salarios, la imposibilidad de seguir estudiando porque había que trabajar, la necesidad de migrar a los Estados Unidos y despedirse de la familia, los lutos por las despariciones y muertes del sexenio de Felipe Calderón. Fue en la esfera privada donde se hizo necesario saltar a la política, a que esos males estaban interrelacionados con la apatía y la falta de compromiso. Hasta ahí llegó una forma de ser pobre que es decirle a los demás pobres sobre tu situación. No ocultarlo como lo hace la clase media con las tarjetas de débito. Indignarse no puede ser un sentimiento en absoluta soledad. Necesita la muchedumbre extrema y ese cauce fue econtrándose con cada nueva elección fraudulenta. Se relacionó la indignación con la acción política y se conformó esta nueva mayoría calificada en el país.
Esos son algunos de los pequeños cambios que han hecho su aparición en estos seis años de gobierno del obradorismo. Me faltaría agregar otro: la disminución de la tolerancia hacia ciertas expresiones de prepotencia o superioridad. Lo he observado en el día a día: cómo muchos estamos indispuestos a tolerar, a dejar pasar, a barrer bajo la alfombra, las actutudes de la prepotencia de clase en filas, oficinas de gobierno, en el tráfico. Son las pequeñas modulaciones que va teniendo la conformidad o la paciencia con quien se siente superior o más autorizado que los demás. Esto apunta a que una parte, la de la minoría raquítica, empiece a modular sus referencias a los demás como “nacos”, “prietos”, o “chairos”. Su ansiedad de ser relegados se hará más presente en tanto los demás nos podremos relajar de tanto insulto que hemos aguantado durante varias décadas.
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