Julieta Cardona
24/06/2018 - 12:00 am
Cómo se supone que te olvide al día siguiente
Me mirabas con deseo. Siempre me miraste con deseo. Y cuando estábamos cerca –bien cerquita– abrías tanto los ojos que lo único que se me ocurría era usar tus lagrimales como tobogán para llegar a tus adentros. Andar por tus paredes, treparte las venas, llegarte por todas partes y entonces vernos. Ver también de pronto mi cara de gorila lastimado: ¿verdad que desde adentro también me miro muerta de amor? Luego hacías un café que si no te quemaba la lengua, lo repetías. Yo te decía Oye amor pero qué va, recalienta la taza así nomás, pero tú me lanzabas la mirada –quizá– más matona del mundo, como si hubiera cometido, qué sé yo, un pecado nuevo. Yo amaba esa rabieta tuya, tan tonta y desperdiciada. Para ti era tan serio: con calma te dirigías al jardín y regabas el café tibio en las flores, luego volvías y, minuciosa, ponías la tetera al fuego y acomodabas también el resto de las cosas. O cómo se supone que haga a un lado tu cama negra sin sábanas, toda negra: ese pedazo de cielo. Despertábamos con la cabeza en todas direcciones porque, quien sabe, nunca se nos ocurrió tener una brújula cuando nos hacíamos cosas.
Me mirabas con deseo. Siempre me miraste con deseo. Y cuando estábamos cerca –bien cerquita– abrías tanto los ojos que lo único que se me ocurría era usar tus lagrimales como tobogán para llegar a tus adentros. Andar por tus paredes, treparte las venas, llegarte por todas partes y entonces vernos. Ver también de pronto mi cara de gorila lastimado: ¿verdad que desde adentro también me miro muerta de amor? Luego hacías un café que si no te quemaba la lengua, lo repetías. Yo te decía Oye amor pero qué va, recalienta la taza así nomás, pero tú me lanzabas la mirada –quizá– más matona del mundo, como si hubiera cometido, qué sé yo, un pecado nuevo. Yo amaba esa rabieta tuya, tan tonta y desperdiciada. Para ti era tan serio: con calma te dirigías al jardín y regabas el café tibio en las flores, luego volvías y, minuciosa, ponías la tetera al fuego y acomodabas también el resto de las cosas. O cómo se supone que haga a un lado tu cama negra sin sábanas, toda negra: ese pedazo de cielo. Despertábamos con la cabeza en todas direcciones porque, quien sabe, nunca se nos ocurrió tener una brújula cuando nos hacíamos cosas.
Bestias que dormían enrolladas.
Eso éramos.
Yo adoraba tus pelos castaños, tus vellos castaños, como extraídos de las entrañas de las cáscaras de macadamia. Y, bueno, que al final de lo nuestro –de nosotras, pues– llegabas tarde al trabajo porque no sabíamos cómo dejarnos después de las siete y porque nuestras mañanas ya eran pocas; entrabas a tu oficina y le decías a tu jefe cualquier tontería: se me jodió esto, quiero llorar lo otro. Entonces salirme de ti por donde entré. Resbalar hasta el espacio que queda entre nuestras narices cuando estamos a punto de darnos la boca,
y
qué sé
yo:
vivir ahí.
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