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Julieta Cardona

24/06/2017 - 12:00 am

Nota al pie (plano medio)

Soy homosexual. Mujer. Pécora. Hace años, una señora en su crisis de mediana edad, me gritó que era una pecadora de mierda.

Plano medio de cómic, imagen tomada de Google.
Plano medio de cómic, imagen tomada de Google.

Soy homosexual. Mujer. Pécora. Hace años, una señora en su crisis de mediana edad, me gritó que era una pecadora de mierda. No le dije nada porque quién no es un pecador de mierda, pero me lo dijo porque iba tomada de la mano de otra mujer. Soy, también, cobarde. Debí, qué sé yo, de gritarle cualquier cosa: “la mierda eres tú”, por lo menos, pero no, agaché la cabeza y apreté la mano bien fuerte a quien me diera el peor sexo oral de mi vida. Pobre de mi amor, la tuve ahí abajo hasta que se le durmió la lengua. Soy egoísta. Esperanzada. Crédula. Y a pesar del mal sexo me enamoré de ella: mi amor la recorría completa con la desvergüenza de un caballo salvaje. Luego pasa, supongo, que a quienes queremos tragarnos el presente de una relación jodida se nos atranca el freno. Mi pobre amor ya no era mío, era de otra. Entonces fui, altiva esta vez, adonde la cara de su amante. Y el mismo cielo que mi pobre amor me había dado, me lo arranqué y lo aventé a sus pies, hecho mierda quién sabe en cuántos pedazos. ¿Será que a ti también te queda?, le pregunté con el alma ya cansada. Mi amor se desboca. Corre con más de mil pies y no tiene cabeza. Pero cuando perdí a mi pobre amor supe que podía perder, vaya, cualquier cosa. La fe. Soy hereje. A mí una bestia me gobierna las entrañas.

Soy, también, impredecible. La suerte me puso a un hombre para recordarme que me equivocaré todos los días. A él la vida le dolía y a mí me dolía él. A él le gustaba mi cabello y a mí me gustaba él. Comenzó a salir con una muchacha más grande, más fuerte, más morena, más pécora, más tosca y más esperanzada. Con una apóstata. Bueno, el primer día que los vi juntos se me botaron los ojos. Yo lo quería y él a ella. Soy, también, celosa. Impositiva. Mis celos huelen, hieden, duelen, y vuelan: tienen alas. Por eso me rapé y aventé mechones al cielo esperando que un cabello se convirtiera en la pluma más ligera y que se metiera en su nariz le raspara la garganta y bajara directo a picarle los huesos qué sé yo del esternón cuando estuviera con ella y que se acordara de mí cuando la plumilla le rascara el corazón. Porto rabia. Amo con las vísceras. Mi amor es de sangre.

Soy solitaria. Hablo sola cuando echo de menos a mis muertos. Los nombro y les pregunto un montón de cosas cuando me vienen a los sueños: ¿cómo somos cuando no existimos?, ¿los árboles se mueven más cuando no hay viento?, ¿el universo me respira los pies?, ¿soy yo la piedra que me saco del zapato y lanzo al fondo del río?, ¿por qué será que me siento cómoda en la sombra y aún así sigo sintiendo frío?, ¿mi amor es de calcio, tiene osteoporosis?

Soy, también, de agua. Una llorona. Me gusta el mar. Me gusta ser el pelo que se mete en la nariz de la nariz de la nariz y nunca baja a ninguna garganta porque es inmenso y aunque pasaran tres siglos yo seguiría nadando en la nariz. Amo el mar. Me gusta cómo se cuela y aligera. Una vez soñé, también, que un bebé sucio e indefenso me regalaba, parado en la superficie del océano, la sensibilidad y el llanto profundo cuando me abrazaba: ¿era yo?

Soy nómada. Si pudiera, viviría en el cielo. Ahí, sumida entre luz y estrellas. Dejaría caer, desde allá arriba, toda mi vanidad para que fuera tragada por la tierra. Toda mi barbarie y mis intenciones malsanas. Luego resbalaría hasta las nubes, caería con la lluvia y talaría mi árbol torcido. Y aquí abajo, entre ciclones y noches largas, pediría perdón. Si pudiera, me mudaría a las pelusas de nieve que se escapan del cielo. Ahí adentro congelaría mi orgullo y mi amor incisivo para que, ya hechos agua, fueran regados en tierra erosionada. Ahí, enredada en el viento y convirtiéndome en un pedacito de hielo, pediría perdón.

(…)

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