No se acaba la lluvia, no se acaba, aunque dábamos el patio por seco y el pasto por regado, y ahora se nos sobrepasa la sed, se nos sobre hierve la leche, tiemblan los perros y las columnas no sostienen al resto de los huesos porque no hay letras que cuenten las historias, y así se van los días, se nos van, a mí y a mis palabras de humo, de bosque deforestado, de parches en las rodillas. Se van hasta llegar a la década en que todo parece demasiado tarde y lo demás demasiado temprano, en que ya no me morí joven pero ya no me nada joven, en la cumbre de la montaña a la que luché tanto por llegar para entender que ahora quizá la bajada sea más fácil, pero hacia abajo, hacia el principio que comparte escenario con el fin, hacia la música más suave y las danzas más tranquilas, hacia el acabar de cumplir los sueños viejos y no gastar tiempo en soñarse unos nuevos, hacia las rutinas cansinas y los pequeños malestares.
Se filtra el agua sucia por cualquier rendija que creíamos sellada, por las ventanas que en las noches de viento aúllan cuando pasa el viento, pidiendo ser abiertas del todo, o cerradas del todo, algo que no sea el limbo del no asumirse, de las diversiones que ya no divierten y son indejables porque despedirse significa hacer cuentas y perder. La humedad levanta las pinturas y retuerce las duelas, los zapatos que afuera corren se tropiezan en lo que llamábamos hogar y con cada tormenta hay menos piso que pisar y más burbujas de aire, hogar de insectos diminutos, de recuerdos insalubres. Nuestras prendas favoritas, las de tela más piel que tela, las de décadas de abrazos y fotografías, no se han secado desde hace años: cuelgan como caras largas, como arruga de hombre viejo que no quiere levantarse, y cuando sequen serán de la talla anterior, más grande o más pequeña, pero anterior, y pensaremos: algo está mal y mejor la lavamos de nuevo y le echamos más suavizante, todo el suavizante, a ver si se le quitan las rocas que se atoran en el cerebro al intentar ponérsela, a ver si se le cae la tierra de cuando sí viajaba, a ver si se le despegan las costras que le cuelgan a la altura del pecho, las navajas que raspan el cuello pero poquito, apenas poquito, de lo oxidadas.
Es una trampa, todo esto: los caminos, las huellas que en verdad no se quedan, las ilusiones de árboles con marcas de iniciales, de amores viejos que creemos fantasmas voladores pero que se fueron hace mucho dejando nuestras sábanas llenas de huecos sin ojos. Es una trampa, todo lo demás, el mirarse de frente o el mirar hacia el mismo lado cuando los ojos no miran más que a la misma piel, no distinguen más que al color de uno mismo. Ayer, hoy, pasado mañana, sólo porque avanzó el sol y giró la tierra que nos dicen que gira y qué pasa si hoy no danzó el sol, y sólo llovió, y la tierra se hundió un poco más en sí misma, hacia la lava que cancela ciudades y nos deja cenizas, y qué pasa si nuestros manantiales sólo son agua filtrada por las medias sucias de alguien, y si nuestro horno quema todos los panes y nuestras manos no aprenden a zurcirse las heridas y nuestros paraguas dejan pasar toda la lluvia porque, en realidad, somos nosotros los que estamos lloviéndonos, una tarde triste, sobre los propios pies…