Francisco Ortiz Pinchetti
24/04/2020 - 12:04 am
La función de las terrazas
La función de las terrazas en estos días, digo yo, se vuelve fundamental si somos capaces de darle la verdadera utilidad que tienen, porque en alguna manera nos permiten convivir sin estorbar, disfrutar sin mal gastar, divertirnos sin explicar, reír sin sonrojarnos, sobrevivir sin marcar el 911. Lástima de veras que yo no tenga una terraza. Válgame.
Cuando terminé de escuchar el sermón de hace dos días sobre la falta de profesionalismo de los periodistas mexicanos y de saber que únicamente tres articulistas de este país inmenso, tres, se salvan de semejante descalificación presidencial, porque opinan bien del Pontífice, opté por apagar y desenchufar todo aparato electrónico que me pudiera conectar con el exterior. Ya era demasiado.
Entonces reanudé mi excursión a través de las montañas, valles y cañadas que conforman el paisaje de mi refugio personal en busca de algún acicate que me permitiera seguir afrontando mi desventura con alguna dignidad. Logré sortear alteros de libros y revistas viejas y me sumergí entre documentos inservibles llenos de sellos y papeles amarillentos, originales de muchos de mis reportajes escritos todavía a máquina.
Hurgué también en la gran caja de cartón en la que conservo mi colección completita de Revista de Revistas de los años en que trabajé ahí bajo la dirección de Vicente Leñero y repasé uno a uno los siete tomos fotográficos sobre las grandes pinacotecas del mundo, espléndidos.
De pronto me topé con un libro delgadito y en una edición rústica de Editoras los Miércoles (2016). Recordé de inmediato que había sido un regalo de mi querida y admirada Ana Cecilia Terrazas, colega en los tiempos de Proceso y amiga de siempre, a quien le agradecí durante semanas enteras el agasajo indescriptible que me significó la lectura de ese volumen escrito por un sicólogo social metido a magistral cronista de lo nimio y lo cotidiano llamado Pablo Fernández Christlieb. Su título: La función de las terrazas.
Vale la pena, en serio.
El volumen incluye medio centenar de ensayos breves sobre cuestiones aparentemente intrascendentes y disímbolas como la ropa vieja, el Metro, el barrio, los sangrones, el periódico, los oficinistas, la gente del domingo o los aviones, escritos todos ellos con un humor agudo y un estilo simple, llano, sin pretensiones.
El primer texto, que da título al compendio, es precisamente el referido a las terrazas, lo que resulta absolutamente oportuno en estos días de cuarentena y encierro domiciliario debido a la pandemia del terrible coronavirus causante del COVID-19.
Fue un hallazgo afortunado, por Dios.
Y es que, hoy, tener una terraza es la posibilidad de mirar al mundo desde la intimidad, refugiado en el anonimato para poderse no solo entretener sino divertir con lo que ocurre o no ocurre allá afuera, en los vericuetos del parque, entre los estantes repletos de la tiendita de la esquina, en las aceras desiertas que de pronto son mancilladas por algún grupito de irresponsables que camina en plena chorcha como si la contingencia no existiera.
Las terrazas, nos dice de entrada Fernández Christlieb, son un sitio que solamente son capaces de construir las sociedades civilizadas, sean pobres o ricas, atrasadas o avanzadas, simples o complejas, porque su función es la de proveer tranquilidad, elevar la inteligencia del ciudadano y otorgarle felicidad aunque sea por un ratito, mientras no llueve, por ejemplo.
Y también, agrega, porque quien está sentado en una terraza no puede hacerle daño al mundo: ni compite, ni sobresale, ni estorba, y además porque para lograr la existencia de una terraza hay que realizar la difícil tarea de dejarla como está, esto es, resistir la tentación incivilizada de mejorarla, que es como la echan a perder.
Asegura que los seres civilizados son aquellos ciudadanos que saben hacer de cualquier espacio su terraza. De una bardita, de la banca de un parabús, de la suela de sus zapatos. Como los desempleados que, esos sí asoleados por la vida, paradójicamente buscan una sombrita para ver pasar el día y esperar a que el tiempo cambie y les den trabajo.
Aclara luego el autor, y me encanta, que una terraza no es un espacio, sino un lugar, y un lugar siempre es una forma de pensamiento: No se piensa lo mismo en una terraza que en una sala de sesiones, en una huelga que en un pasillo. “Desde una terraza, la vida, importante como es, aparece con la cualidad de sus nimiedades, que son lo más sólido que tiene, y por lo tanto, para de veras querer una realidad mejor, un futuro mejor, habría que dejar de obedecer a la ridiculez de las regulaciones del mercado y empezar a adentrarse en la seriedad de las nimiedades, en la razón de las nimiedades, en la utopía de las nimiedades”, pone el también profesor universitario.
En suma, concluye Fernández Christlib en su mini ensayo, la función de las terrazas es producir tiempo ocioso, que es el mejor estado del tiempo y por eso mismo no se da en maceta.
Cierto.
La función de las terrazas en estos días, digo yo, se vuelve fundamental si somos capaces de darle la verdadera utilidad que tienen, porque en alguna manera nos permiten convivir sin estorbar, disfrutar sin mal gastar, divertirnos sin explicar, reír sin sonrojarnos, sobrevivir sin marcar el 911. Lástima de veras que yo no tenga una terraza. Válgame.
@fopinchetti
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