El autor rememora los días en que se refugiaba en los cafés para escribir hasta la madrugada, tiempo en que llegaban los borrachos y las prostitutas. "Caminar la ciudad a esa hora era contemplarla con otros ojos. [...] En la noche hay un montón de espectáculos singulares", afirma.
Acerca de la reedición de un libro que publicó por primera vez en 1996, Eduardo afirma que es más complicado recopilar cuentos que hacer una novela. "El cuento es una labor de relojería. La novela, si no queda justa, el lector no lo advierte", asegura.
Ciudad de México, 23 de noviembre (SinEmbargo).- Dentro del Vips el ambiente es tranquilo, apacible. El cuchicheo de los parroquianos, en su mayoría personas de la tercera edad, permanece suave, cubriendo apenas la voz cavernosa de Eduardo Antonio Parra. Sentado frente a una taza de café, humeante, que la mesera se empeña en llenar una y otra vez, Parra recuerda que en un escenario como éste, escribió sus primeros cuentos.
“Cuando era estudiante de letras me iba a los cafés que abrían toda la noche. Ahí empecé a escribir. Dejé de hacerlo cuando prohibieron fumar, pero yo era feliz escribiendo en las barras del Vips. Incluso cuando me mudé a la Ciudad de México pasé varios años escribiendo en el Vips de Miguel Ángel de Quevedo”, cuenta.
–¿Y el ruido de los comensales no te distraía?
–Desde que iba, en mis épocas de estudiante, me acostumbré a abstraerme por completo.
El pretexto de nuestra conversación es la reedición de Los límites de la noche (Ediciones Era, 2019), su primer libro de relatos, mismo que asaltó con violencia las mesas de novedades en 1996. Un libro breve, pero sanguinario, que se lee con el mismo sosiego cruel con el que el protagonista de su cuento El pozo, incluido en ese volumen, cuenta la historia de su infortunio.
“Rara vez se ha escrito con tanta sensibilidad y destreza sobre la vida que llevamos cuando los demás apagan las luces; sobre las esperanzas y los terrores de la noche”, escriben los editores en la cuarta de forros.
Es un mediodía soleado de septiembre, pero le pido a Eduardo Antonio Parra abstraerse del ruido, del clima, para hablar de literatura, de la cuentística mexicana actual y de sus obsesiones: la noche y los personajes límite.
–¡Dale! –responde.
Y así se inicia la charla.
***
–¿Qué inspiró Los límites de la noche?
–La verdad en esas épocas yo no estaba escribiendo un libro, sino cuentos aislados. En aquel entonces, era integrante de “El Panteón”, un taller literario en el que también estaban Rubén Soto, Hugo Valdés, David Toscana y Ramón López Castro. Nos reunimos una vez por semana durante 7 u 8 años. Todos los miércoles leíamos el trabajo de otro y lo comentábamos. Siempre he dicho que ahí, casi todos, aprendimos a escribir, salvo -quizá- Hugo Valdés, que era el único que tenía libros publicados.
Empecé, en el taller, con una novela, que abandoné como a las 500 páginas. Me dije: “Se me está alargando mucho, así que tengo que poner el freno”. Y por esa razón brinqué al terreno más corto. Así empecé a escribir los cuentos de Los límites de la noche. No hubo algo concreto que los inspirara, sino que era lo que, en ese entonces, a los 27, 28 y 29 años, traía en la cabeza. Hasta cierto punto, la unidad de los cuentos es algo casual, aunque creo que también es el reflejo fiel de mis obsesiones.
En esa época Hugo Valdés y David Toscana terminaron una novela. Y yo los acompañé a un viaje al DF en busca de editor. Fuimos con varios y, en esa, me aprendí el camino.
Me dije: “A ver, tengo varios cuentos. Veré si puedo armar un libro”. Descubrí que todos ocurrían en la noche y que, alguna vez, alguien me había dicho que los protagonistas de mis cuentos eran personajes límite. Así surgió el título.
El cuento más antiguo es Cómo se pasa la vida, es el segundo texto que escribí, y luego El pozo, que es el tercero. Este último surgió de una historia que me contó mi abuela materna, que era de Tlahualilo, Durango. Y ella contaba que, de niña, se topaba seguido en el pueblo con un tipo que estaba todo malhecho, que le daba miedo. Cuando preguntó lo que le había ocurrido a aquel hombre, le contaron que se había caído en un pozo en el desierto y que había durado ahí 28 días. Desde el momento que mi abuela me contó la historia, me dije: “Un día voy a contarla”.
–¿Qué autores te acompañaron mientras escribías el libro?
–Siempre he sido muy desordenado en mis lecturas. Me acuerdo de que traía en la cabeza, muy fuerte, a Juan Goytisolo. Su novela Señas de identidad fue, para mí, una cátedra de estructuras narrativas. Otro que traía fuerte era un escritor que ya nadie lee: Luis Martín Santos, con su novela Tiempo de silencio. Obvio a José Revueltas, a quien siempre regreso. Otro que agarraba durísimo, en esa época, era Juan García Ponce. Si bien no se nota en mi estilo, quizá sí en los temas, como el erotismo. Por supuesto también leía a Juan Rulfo.
–¿Qué significaba, en aquel entonces, la noche para ti?
–La noche era libertad, pero también soledad, de alguna manera. Recuerdo que me iba al Vips del centro de Monterrey toda la noche, pues yo me quedaba en una sección, que luego cerraban, pero las meseras me permitían quedarme ahí porque ya me conocían. Llegaba a las 10 de la noche y me iba a las 7 de la mañana.
Había otro café que se llamaba Fastory, que estaba frente a la Central de Autobuses, y ese me gustaba mucho porque veías llegar a los diferentes grupos de clientes: a las 2 de la mañana llegaban los que andaban de fiesta y, luego, las prostitutas. Hice amistad con algunos que iban todas las noches y me contaban un montón de historias. Había veces que me daba flojera esperarme hasta que pasaran los camiones, así que me regresaba a pie. Caminar la ciudad a esa hora era contemplarla con otros ojos. Por lo regular, estaba bastante sola. Una vez me pasé como una hora viendo a un gato gigantesco cazar una rata gigantesca. Era como una batalla épica. La rata estaba enloquecida hasta que la mató y la despellejó. En la noche, en ese entonces, había un montón de espectáculos singulares.
–Los límites de la noche, respecto a la violencia que retrata, sigue siendo vigente…
–Cuando escribí el libro, Monterrey era una ciudad muy pagada de sí misma, muy orgullosa de su seguridad. “Aquí no pasa nada, todos somos trabajadores”, es lo que más solías escuchar. En aquel entonces, trabajaba como editor de nota roja y me decía: “¡Ah, chinga! A poco no ven lo que pasa aquí”. Esa experiencia me ayudó a ver el otro lado de Monterrey. Bastaba con ver la mirada de las personas que merodeaban la Central de Autobuses, esa ira contenida, para decir: “Aquí algo está a punto de explotar”.
Era una ciudad demasiado piramidal, demasiado vertical. Los empresarios, los capitanes de la industria, que eran líderes de opinión, dictaban la idiosincrasia de Monterrey. Y la gente de a pie, de los estratos más bajos, imitaba esa idiosincrasia. Era terrible. Platicabas con un obrero sobre la vida y repetía las palabras del líder de los industriales. Pensaba: “Aquí no hay un pensamiento libre”. Siempre creí que tanta presión y rigidez terminaría por estallar. Y estalló.
–Al releer Los límites de la noche me llamó la atención la dedicatoria de El cazador a Julián Herbert, quien en 1996 apenas tenía un par de libros publicados…
–Julián estaba bien chiquillo. Yo lo conocí cuando él tenía 20 años, quizá, en la presentación de un libro de Hugo Valdés. Julián era alumno de Hugo y lo invitó a presentar el libro en Saltillo. Ese día, Julián llevaba una libreta, en la que escribió a mano el texto que leyó en la presentación. Cuando terminó de leer, me dije: “¡Ay, güey! Este chavo está bien cabrón”.
Luego yo saqué una plaqueta con 3 cuentos, y lo invité a presentarlos. Julián elogió los cuentos. Y dijo: “A la hora de leer El juramento, sentí como si lo hubieran escrito para mí”. Entonces cuando iba a salir este libro, me dije: “Ahora sí te voy a dedicar uno, cabrón, pero que te va a gustar más. Y le dediqué El cazador”.
–En ese sentido, ¿qué opinión te merece la llamada literatura del norte?, ¿qué es lo hermana a los autores?
–Lo que hermana a la literatura del norte es el ligero aire de violencia en muchos autores, pero cada uno ha explorado vetas distintas. Los integrantes de “El Panteón” nos sentábamos a discutir sobre los temas que los autores chilangos exploraban.
Y nos decíamos: “Está bien, güey, pero estamos hasta los huevos de historias personales, de historias psicológicas, de cabrones deprimidos, de historias que transcurren dentro de un departamento”. Entonces, nos propusimos salir a la calle, sacar a los personajes, mostrar la ciudad, el paisaje.
En el fondo, teníamos una fuerte envidia, pues la Ciudad de México tenía una dignidad literaria construida por varias generaciones. Había una intención de mostrar la ciudad para que quedara patente nuestra ciudad literaria.
–¿Qué opinas de que las editoriales no apuesten por los libros de cuento?
–Sin duda existe una dificultad para publicar cuento en México. Los cuentos no son un entrenamiento para escribir, luego, una novela, pero suele ocurrir que, de esa forma, empieza la carrera de muchos narradores jóvenes. Y, ante una industria que muestra desinterés en el género, salvo honrosas excepciones, como Era, Cal y Arena, Almadía y Sexto Piso, los autores noveles batallan mucho para encontrar espacios.
Enrique Serna, en un texto publicado en Letras Libres, escribió sobre el esfuerzo mental que exige el cuento, en contraste con la novela. Serna dice que la novela es una alberca en donde el lector sólo se esfuerza en la primera zambullida y luego nada de muertito; por el contrario, el libro de cuentos exige renovar el esfuerzo imaginativo al principio de cada texto… Esa también puede ser una de las razones por las cuales prevalece la novela sobre el cuento en el mercado editorial.
–¿Cuál es tu opinión de la cuentística actual?
–Si bien algunos autores jóvenes a quienes les importa más la trama que las técnicas narrativas, que no les interesa que sus historias signifiquen, considero que hay calidad en la cuentística actual. Josué Barrera, Hiram Ruvalcaba, Ave Barrera y Darío Zalapa son autores jóvenes talentosos. En cada generación siempre habrá una camada de autores que tienen la mira puesta en hacerse escritores de verdad.
–¿Y qué deficiencias encuentras en los concursos de cuento en los que participas como jurado?
–Muchos jóvenes creen que, al escribir cuento, están haciendo un guion en prosa. No hay una preparación real, un conocimiento real del género ni de la literatura. Eso es lo que me molesta. Lo veo en los cambios en el lenguaje.
Sé que el lenguaje es vivo, que se transforma, pero veo mucha impericia en el manejo del español. No tienen idea de la gramática y de la sintaxis: les vale madres. Y, por otro lado, me sorprende porque no leen absolutamente nada. Muchos de los escritores jóvenes de ahora, en vez de leer, consumen cantidades industriales de series de televisión, y creen que sólo ahí aprenderán narrativa.
–En el terreno de la literatura, escribiste un par de novelas (además de la que está a punto de salir de imprenta), pero también eres cuentista… ¿En qué género te sientes más cómodo?
–Ha sido más sencillo, para mí, escribir novela. El cuento es una labor de relojería. La novela, si no queda justa, los lectores no lo advierten. El cuento exige más.
García Márquez decía que se necesita el mismo impulso intelectual y emotivo, para iniciar un cuento que para iniciar una novela. Y a veces lograr ese impulso es lo más difícil. En una novela sólo se necesita de un impulso; en un libro de cuentos, se requieren de 15 impulsos así. De hecho, es mucho más difícil escribir un buen libro de cuentos que una buena novela. Si me obligaras a elegir entre ambos, diría que me siento más cómodo en el cuento.
–¿Quién es el cuentista mexicano que más te ha influenciado?
–Siempre ha sido difícil para mí responder esa pregunta. Creo que, para mí, son tres los cuentistas mexicanos insuperables: José Revueltas, Juan Rulfo e Inés Arredondo. A Inés Arredondo la descubrí tarde, cuando ya tenía dos libros publicados. Siempre me preguntan, ¿Revueltas o Rulfo? Y resulta que, si acabo de leer a Rulfo, digo que Rulfo; si acabo de releer a Revueltas, digo Revueltas. A la distancia, creo que prefiero los cuentos de Revueltas.
–¿Volverías a escribir en un Vips?
–No creo. Ahora trabajo en casa, aunque me costó casi dos años adaptarme al cambio. Vivo solo, así que tengo un estudio en uno de los cuartos. Yo no escribo diario; no tengo disciplina. Nunca pude hacerme de esa disciplina que tiene Elmer Mendoza, que se levanta a las 5 de la mañana a escribir. Le doy vueltas a un tema y, de pronto, me invade la necesidad de escribir y ese impulso puede durarme meses.
Me pasó con un cuento. Pensé durante 7 años en la frase del título: “Nomas no me quiten lo poquito que traigo”. A esa frase quería hacerle un cuento. Y la traía y la traía y la traía en la cabeza y nomás no le encontraba la forma. Y el día que por fin encontré el camino, lo escribí de un tirón.
Yo puedo pasar meses sin escribir y luego dedicarme meses sólo a escribir. Antes escribía de noche, ahora lo hago de día. Ignacio Solares me dijo una vez: “Entonces tú te pones a escribir cuando te patea la musa”. Y pues sí, más o menos, así me pasa.