Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
23/10/2023 - 12:04 am
«Eso no se toca»
“Los ‘agentes del lenguaje único’, como los llama Bak, acuñan nuevos términos, neologismos con terminaciones «cultas» [-cracia, -nomics, -cidio], supuestamente ingeniosos, con los que adornan los encabezados de sus columnas pero a los que no hacen circular más allá -palabras de un sólo uso-. Califican las decisiones de Gobierno como ‘ocurrencias’ y la militancia en un proyecto como ‘religión’. Los simpatizantes del Presidente son ‘feligreses’ y lo que él hace al dar su conferencia matutina es ‘predicar’, porque nada de lo que se hace en el obradorismo se explica para ellos como actos racionales”.
El INE no se toca. El Poder Judicial no se toca. La Suprema Corte no se toca. Xóchitl Gálvez no se toca. Las consignas de los opositores al proyecto gobernante no se parecen a las demandas clásicas de las luchas sociales contra los aparatos estatales, y en cambio se asemejan a las órdenes que los adultos, enfadados y sin ganas de explicar, les dan a los niños: «deja», «no toques», «no interrumpas». ¿Por qué no dicen, explícitamente, qué es eso que quieren que quede intocado? Porque probablemente no saben qué es lo que no quieren que cambie o, si lo saben, no saben cómo defenderlo. La consigna “no se toca” sintetiza bien el espíritu conservador, el que quiere -con razones o sin ellas- mantener las cosas como están, conservarlas.
Y lo demandan como quien le habla a un niño porque, en el imaginario de esos actores, el Gobierno y la masa que lo respalda son infantes. Me atrevo a rescatar, como nota curiosa, la etimología de esa palabra, sabiendo que poco tiene que ver ya con su significado: infans, el que no habla, el que no entiende y no se da a entender. Al Gobierno y su afán llamado “de transformación” hay que hacerles entender con consignas simples: «eso, aquello, no se toca».
«Se quieren quedar con el Poder Judicial», se oye en varias mesas de análisis. La manera de formularlo es reveladora, no de lo que el obradorismo planea para ese tercer poder, sino de lo que los opositores al obradorismo creen que debe o no debe hacerse con él. Cuando dicen «se quieren quedar con él», piensa uno primero: ¿Quiénes? ¿El Presidente? No parece, porque el vaticinio está en plural. ¿El Presidente y su círculo cercano? Imposible, porque el Presidente, en su concepción, es un presidencialista y eso implica que no comparte el poder ni lo reparte entre sus allegados. ¿El Presidente y la gente, su pueblo, la masa que lo apoya? Eso parece. Esos son los que, cuando no quieren destruir las instituciones, se quieren quedar con ellas. Y dicen que «se lo quieren quedar», como si se tratara de un juego en el que un jugador caprichoso quiere arrebatarles a los otros jugadores lo que no es suyo, porque así lo conciben: el Poder Judicial es ese reducto -acaso el último- que, a pesar de ser uno de los tres poderes del Estado, no está en las manos de la gente, no es de la gente, sino de una élite a la que sienten que pertenecen.
¿Cómo le habla la oposición al obradorismo? ¿Cómo habla del obradorismo esa oposición? No es ociosa la pregunta, porque en las palabras y las frases que se eligen -los discursos- se asoman las creencias, las presuposiciones, lo que se da por sentado, lo que se dice sin decir, parafraseando a Oswald Ducrot -y también a mi colega Graciela Fernández-. Hablar no es codificar un mensaje en unos signos que nuestro interlocutor recibe y decodifica. Esa metáfora hace tiempo está rebasada. Hablar se parece más a poner en acción un fino mecanismo de inferencias. De lo que queremos decir, codificamos acaso la mitad. La otra mitad, dejamos que nuestro interlocutor la infiera a partir de unas premisas compartidas y un camino aceptado para generar otras nuevas. Además de lo que queremos decir, está todo aquello que no queremos decir -o que ni sabemos que creemos-: los prejuicios, las premisas ocultas, lo que damos por hecho sin darnos cuenta.
Como para todo hay un oficio, hay uno para quien se dedica a develar esta información disimulada, a transformar lo implícito en explícito, alguien que pone a la vista de todos lo que siempre estuvo frente a todos, pero oculto tras palabras. Ese oficio no tiene nombre -algunos dirán que es el de un filósofo analítico, un crítico del discurso o un analista político-, pero es el oficio de David Bak Geler, escritor y profesor de la Universidad de Guadalajara. Durante los últimos años se ha dado a la laboriosa tarea -a ratos, me imagino, francamente aborrecible- de leer cientos de columnas de El Reforma, El Universal, Proceso, El Financiero y otros medios, para encontrar no sólo lo que los comentaristas dicen del Presidente y su proyecto, sino cómo lo dicen -y a partir de ahí analizar qué implica eso acerca de la manera en la que ven, con más desprecio que entendimiento, el momento político que vivimos. Esas observaciones quedan recogidas en su libro Ternuritas: el linchamiento lingüístico de AMLO, publicado por la editorial Chamuco.
Los “agentes del lenguaje único”, como los llama Bak, acuñan nuevos términos, neologismos con terminaciones «cultas» (-cracia, -nomics, -cidio), supuestamente ingeniosos, con los que adornan los encabezados de sus columnas pero a los que no hacen circular más allá -palabras de un sólo uso-. Califican las decisiones de Gobierno como “ocurrencias” y la militancia en un proyecto como “religión”. Los simpatizantes del Presidente son “feligreses” y lo que él hace al dar su conferencia matutina es “predicar”, porque nada de lo que se hace en el obradorismo se explica para ellos como actos racionales. Los detractores de AMLO son grandes monolingües: no creen en la existencia de distintas formas de habla, válidas y adecuadas para diversas situaciones, sino que dictan que todo aquello que no se asemeje a la manera de hablar de ellos es errado o ignorante. Y el habla del tabasqueño, ciertamente, no se parece a la de ellos, ni en sus sonidos, ni en sus contenidos, ni en sus efectos. Tampoco la del resto del país. Consultan el diccionario, no para recorrer con gozo el laberinto de sentido de las palabras, sino para dar por terminadas las conversaciones y otorgarles a sus consignas, dice Bak, “el espaldarazo de la autoridad con la que desean ser identificados”. Tratan al diccionario como a un árbitro, pero uno que siempre está de su lado. Imitan prácticas lingüísticas y vocabularios de otras sociedades, y “se deslindan de los de los hablantes mexicanos, por considerarlos inferiores a los de aquellos pueblos civilizados con los que buscan ser identificados”. Ya había publicado su libro David cuando circuló en Internet una joya: Lorenzo Córdova diciendo que no hay que llamarles “mañaneras” a las conferencias matutinas del Presidente, para no usar la manera de hablar del poderoso, dice, antes de cerrar tajante su afirmación con la expresión «by the way», como si ese cambio de código, como le llaman los sociolingüistas, no fuera delator de la propia conducta de sumisión al lenguaje “del poderoso” de la que él dice estar a salvo.
El libro de Bak Geler se compone de 20 ensayos con los que se examina la disputa entre el AMLO comunicador y sus adversarios comentaristas. Además de presentar un análisis rigurosamente documentado en cientos de fuentes -entre columnas, mesas de opinión y las conferencias matutinas del Presidente-, conforma un registro invaluable de los tiempos que corren, una verdadera etnografía de la comunicación en tiempos de la 4T. Pienso que, en el futuro, encontraremos este libro y le agradeceremos a David haber tenido la paciencia, la entereza y la dedicación para recorrer todas esas expresiones, analizarlas y ponerles un orden.
El análisis que ofrece este libro nos hace entender el fondo de nuestra disputa política actual. Lo que se refleja en esta adversarialidad entre los discursos del Presidente y los de sus detractore es un contraste que Chomsky describió desde hace tiempo. No se trata, como piensan algunos, de una simple oposición entre izquierda y derecha. Aunque esa distinción no deja de tener vigencia, cada vez dibuja menos claramente los lindes entre posturas políticas, en parte debido a la afortunada buena prensa que ha adquirido el término “izquierda”, que ha motivado, por un lado, que se autoadscriban a ella entes impensados, como Claudio X., Xóchitl Gálvez y Santiago Creel, y, por otro, que emerjan los llamados “cadeneros”, que desde una altísima moral pública dictaminan quiénes sí, y quiénes no pertenecen a ese espectro político (al que desde luego ellos sí pertenecen, y el Presidente y sus simpatizantes no pertenecen). Las categorías de izquierda y derecha, entonces, no son inválidas, pero por lo pronto en el debate público son poco útiles. La distinción más útil, la que mejor retrata los polos de nuestras disputas diarias está entre dos puntos de vista que explico a continuación. Uno de ellos lo describe Chomsky como el de quienes piensan que “sólo una pequeña élite especializada, la comunidad intelectual (…) puede entender los intereses comunes, aquello que nos importa a todos, y que estas cosas eluden al público general” (Chomsky, Media Control, p. 16). El resto, las mayorías, desde este punto de vista son “un rebaño aturdido de cuyos tropiezos y gruñidos debemos protegernos” (ibid). Para la democracia liberal, los intelectuales y especialistas, dice Chomsky “tienen la función ejecutiva: ellos planean, deciden y entienden los intereses comunes. El rebaño aturdido también tiene una función: la función de espectadores”. La lógica detrás de todo esto -el principio moral, incluso, que lo sustenta- es que “las masas son demasiado estúpidas para entender las cosas. Si tratan de participar en sus propios asuntos, sólo van a causar problemas”. Este punto de vista, que para Chomsky recorre desde las democracias liberales hasta ciertos tipos de marxismo, es el que se refleja en esas consignas que describíamos al inicio: «esto no se toca, las instituciones las manejamos nosotros». Hay una premisa oculta, dice Chomsky, y es que esa élite de especialistas llegó al lugar donde está sirviendo a una élite todavía menor que es la de la gente con poder real. Pero eso se mantiene en secreto (de ahí, pienso, la sacrosanta “neutralidad” que se arrogan los comentaristas, que no es otra cosa que el ocultamiento de los intereses a los que sirven).
El otro punto de vista es, pues el contrario. El de quienes no le tienen miedo a la gente común. La imagen de “el pueblo sabio” no es sólo una consigna romántica, sino la aceptación franca de que la gente común sabe lo que quiere, no porque tenga acceso a un conocimiento esotérico, sino porque sus intereses, sus deseos y necesidades son la parte central de ese conocimiento mismo. El pueblo sabe lo que quiere porque eso que quiere es lo que hay que saber.
La idea de que las masas pueden conducir sus destinos porque sus destinos no les son ajenos, y que los líderes políticos están ahí para escuchar las demandas, atenderlas y ejecutar la voluntad de las mayorías, es una idea de democracia radicalmente distinta a la anterior. A la democracia liberal y a cierta izquierda ilustrada esta idea les espanta, porque conciben a las masas como tiranos (de ahí su pleitesía por los organismos “contramayoritarios” y el miedo de que las masas “se queden” con algo que piensan suyo).
Para quienes estudiamos el lenguaje, esta idea no es nueva. Es la idea de que lo que estudiamos no es un cuerpo de reglas dictado desde arriba y transmitido desde los reservados espacios de las aulas, sino aquello que la gente, los hablantes comunes y corrientes saben y ejecutan en sus prácticas comunicativas diarias. No hay nada mejor repartido en este mundo que el conocimiento que los hablantes tienen de su lengua, porque de eso está hecha: la lengua es lo que los hablantes saben -y que se refleja en lo que los hablantes dicen y no dicen-. El conocimiento exclusivo de los dictados de la “autoridad” lingüística tiene otro nombre: le llamamos “norma”, y conforma un universo pequeñísimo, una cabeza de alfiler en la vastedad de la expresión que facilita el lenguaje natural.
Los agentes del lenguaje único, como los llama Bak, son auténticos monolingües políticos. Monolingües y monodialectales. No entienden, ni les interesa entender, la multiplicidad de formas de expresión que tenemos los actores políticos comunes, la gente. Avalan sus posturas blandiendo una supuesta autoridad lingüística que les fue conferida por sus años de educación y sus títulos universitarios. Desde esa tribuna, desprecian la manera común de pensar y expresarse de los demás. Las contorsiones argumentales que dan para hacerlo quedan plasmadas, explicadas y evidenciadas en este libro, magistralmente ilustrado por Hernández y Rapé. Cierro diciendo que, como se imaginarán, no se trata de un libro cómico. Pero, como siempre que nos ponen la realidad en la cara, en cada capítulo hay buenas razones para echarse a reír.
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