Héctor Alejandro Quintanar
23/08/2024 - 12:05 am
Nunca hubo polarización
Hoy México no vive una polarización. Por el contrario. Vive un consenso inédito. Claudia Sheinbaum triunfó con una holgura histórica de 36 millones de votos, 20 millones de ventaja sobre el segundo lugar, y en una proporción de 60 por ciento contra 27 de la minoría más grande.
De 2018 a hoy, uno de los estribillos más recurrentes en el discurso público es que México vive una polarización de la cual el responsable es el Presidente López Obrador. La idea implícita en esta tesis es que el país se encuentra, paradójicamente, en un desencuentro, donde dos bandos simétricos, de un tamaño parecido pero ideas radicalmente distintas, mantienen un conflicto irreductible donde es imposible llegar a consensos.
Y el gran autor de todo ello es el titular del ejecutivo, quien con una actitud rijosa, según piensan los quejosos de la polarización, se dedica a insultar a todos sus adversarios, cosa que hace que éstos se atrincheren en su postura irreductible, mientras que los fanáticos del gobierno repiten y comparten, como criaturas amaestradas, las consignas, descalificaciones y odios enceguecidos del Presidente.
Esta tesis es la que machaconamente se ha puesto en el discurso público, acompañada de grotescas lamentaciones sobre cómo México se encuentra en un fango ideológico que ha separado familias, amigos, colegas; con el eterno coro de que todo se reduce a que en la Presidencia gobierna no sólo un demagogo tiránico, sino también un resentido añejo, que, por lo acendrado de sus frustraciones, sabe muy bien cómo manipular a quienes también las padecen.
Y así, desde hace seis años, persiste este discurso opositor, mismo que para comprobar sus dichos recurre a mantras curiosos: le da un poderío omnipotente y omnipresente a la conferencia matutina de López Obrador, o menudea ejemplos de evidencias, entre comillas, convenientes, aunque muchas veces estén fuera de contexto o de plano distorsionadas. Pero quizá hay que recurrir a esos prejuicios porque recurrir a los hechos sería infructuoso. Porque hay que decirlo con claridad, desde 2018, el país no está polarizado. Van aquí algunos elementos puntuales para acreditar este dicho.
1.- En primera instancia, para que haya una polarización política se requieren dos polos más o menos simétricos en tamaño y margen de maniobra. Y no hay hoy, ni en 2018, dos bandos antagónicos de esas características. López Obrador ganó la Presidencia con el 53 por ciento de los votos, mientras que su siguiente competidor apenas rebasó el 20 por ciento y el tercero el 16. Ni siquiera sumados el segundo y tercer lugar podrían hacer un tamaño similar al del primero. La fuerza de López Obrador significaba una proporción de más de dos por uno ante su principal rival. Esas minorías, en una democracia, son absolutamente respetables, pero es un error completo asumirlas como polos, porque para ello requerirían un tamaño más o menos similar al del partido gobernante.
2.- A esa brecha numérica, se suma una brecha ideológica. López Obrador ganó con el 53 por ciento de los votos, pero a los pocos meses de su mandato, sobre todo tras las acciones contra el huachicol y el arranque de programas sociales, su aprobación osciló en 2019 entre el 70 y 80 por ciento; cifra que, pese a todo, no varió demasiado en el devenir del sexenio y, en sus momentos más complicados, arañaba sin embargo el buen respaldo del 60 por ciento. Así, debe decirse con claridad, en promedio, el sexenio de López Obrador fue escenario de una corriente social que aprobaba su gestión, mientras un grupo que medía menos de la mitad, lo desaprobaba. De nuevo, todo grupo minoritario en una democracia es importante y legítimo, pero no son legítimas sus ínfulas de grandeza como para pensar que desde su limitado margen de maniobra, producto de la justicia de las urnas y de la válida opinión ciudadana, quiera imponer su visión u obstaculizar la de quien sí se ganó los medios representativos para echar a andar su proyecto por medios institucionales.
3.- Lo que sí parece haber en México en un sector de la comentocracia, no es una polarización sino una maniqueización. Es decir, la noción de que es imposible eximirse de dos bandos en disputa, el bueno y el de los malos, y donde es imposible hallar matices en el análisis político. Pero eso no es responsabilidad del Presidente sino de la poca sustancia intelectual de los comentócratas.
4.- Resultaría risible, si no fuera preocupante, cómo hay comentaristas, analistas y presuntos intelectuales, convencidos de que el responsable de esa maniqueización es el Presidente López Obrador porque, según ellos, “insulta a todo mundo” desde el, entre comillas, púlpito Presidencial. En primera instancia, hay que atender a los hechos: la famosa mañanera del Presidente, esa malévola tarima del poder estatal omnímodo… sólo la ve, en promedio, medio millón de personas. De ahí habría que pasar a lo obvio: todas esas personas tienen una individualidad y una concepción del mundo preexistentes, mismas que harán que no interpreten exactamente lo mismo de lo que ven y escuchan.
5.- Pero hay algo más grave, y es la burbuja de ignorancia, o de abierta estulticia, en la que estos comentócratas han vivido en los últimos años. Van unos ejemplos que son históricos y no anecdóticos. En 2006, por primera vez en la historia de México, el PAN se atrevió a hacer una campaña sucia oficial en la contienda Presidencial. Esto no significa que ese tipo de propaganda ilegal del pánico no existiera antes, pero Acción Nacional fue el primer partido que se atrevió a sacar eso de las vías clandestinas o de la línea editorial de medios afines, para hacerla su discurso oficial, y de ese modo, institucionalizar su odio, con una propaganda del ”peligro para México” de corte fascistoide.
Asimismo, Vicente Fox fue el primer Presidente en la historia de la transición a la democracia, que abiertamente se atrevió a insultar no sólo a un adversario político, López Obrador, sino también a sus simpatizantes, cuando en julio de 2006 ante las legítimas dudas de los resultados electorales, Fox llamó “renegados” a los votantes de la entonces coalición por el Bien de todos. Zedillo, Salinas, De la Madrid y anexos también fueron prepotentes, pero, así sea por demagogia, cuidaron las formas de no insultar en público a la gente. Fox fue el primero que no lo hizo.
El sucesor espurio de Fox, Calderón, por cierto, secundó esta grotesca práctica de insultar al votante cuando alguna vez llamó “pejechairos” a los votantes del tabasqueño, mientras que desde su secretaría de gobernación, se lanzó la campaña por internet más sucia y cara de la historia hasta entonces, donde de 2006 a 2012 se enviaron correos electrónicos por millones y masivamente cuyo contenido era, sin más, basura fascista contra López Obrador, a quien llamaban “pejendejo”, mesías macuspano, “omiador”, vertían insultos escatológicos, le inventaban enfermedades o le deseaban la muerte, mientras a sus simpatizantes los llamaban fanáticos, gatos, nacos, y demás bajezas.
En una cosa parecida, la comentocracia de derechas recurrió también a esta inédita canallada de insultar a los militantes o votantes del movimiento encabezado por López Obrador con generalizaciones abusivas y carentes de sustento. Diego Fernández de Cevallos los llamó “súbditos de un orate”. Isabel Turrent los llamó “feligresía irracional”. Enrique Krauze desde 2008 los llamó “medida de la miseria humana”. De nuevo Vicente Fox pero ya en 2018 los llamó “Perrada”. Ricardo Alemán los llamó “legión de idiotas” mientras que es frecuente que otros comentócratas, como el cartonista Calderón de Reforma, acusen que en 2018 hubo “treinta millones de ingenuos”, cuando no un insulto.
Esta inercia de tratar de destruir al adversario político con campañas fascistoides, que fueron las más caras de la historia y las más prolongadas; y esta inercia de agredir con burdos insultos maniqueos a sectores mayoritarios de la población, por parte de presidentes o comentaristas, no tienen precedentes, y, a la fecha, no tienen equivalentes.
6.- De López Obrador puede incomodar la impericia con que toca temas en su discurso, o lo burdo con que desmiente a sus rivales. Pero en su trato a los adversarios de abajo su discurso es consistente. En toda su carrera política, nunca se le va a encontrar un insulto a un priista y panista de a pie. Por el contrario, hay sobradas expresiones donde señala que sus arengas y sus insultos son “para los priistas y panistas de arriba, pero no a los de abajo”, a los que, por el contrario, siempre ha invitado a unirse a su causa.
Tampoco vamos a encontrar a analistas políticos de las izquierdas haciendo generalizaciones abusivas contra los votantes de Anaya, Meade, Gálvez o quien sea. Ni menos aún vamos a encontrar campañas mediáticas de miles de millones de pesos y emitidas por años, para decir que Peña Nieto, Fox, Calderón o quien sea son un peligro para México, o que son mesías de Atlacomulco, o cosas parecidas.
Así, se debe decir que, con base en los datos y la historia, el verdadero discurso maniqueo, excluyente, agresivo, fascistoide y anulador del debate viene de las derechas. Y eso no empezó en 2018, sino que lleva lustros. Y, más agravante, ese discurso excluyente y antidemocrático, ha ido acompañado de acciones autoritarias que sí han puesto en riesgo la democracia, como el desafuero, el fraude de 2006 o desplantes de prepotencia o represión.
Hoy México no vive una polarización. Por el contrario. Vive un consenso inédito. Claudia Sheinbaum triunfó con una holgura histórica de 36 millones de votos, 20 millones de ventaja sobre el segundo lugar, y en una proporción de 60 por ciento contra 27 de la minoría más grande, en una votación que arrasó en todos los sectores, por género, edad, ingreso o escolaridad.
Nadie puede negar la legitimidad democrática de cualquier minoría. Pero ésta nunca debe olvidar dos cuestiones: la primera es que si tiene ese tamaño es por resultado de las urnas. Y la segunda es que, en una democracia, las minorías pueden aspirar a ser mayorías, cuando logren convencer a los electores del proyecto que ostentan.
Pero el discurso de la mal llamada polarización ha servido estos seis años para una cosa: que los comentócratas e integrantes de esa minoría se insuflen un tamaño artificial que no ostentan, al hacerse pasar por un grupo simétrico al del polo que ganó el poder. Más que preocuparse por una supuesta sobrerrepresentación legislativa del adversario, esa oposición debería preocuparse por esa sobrevaloración de sí misma, al autopercibirse más grande, más brillante y más competente de lo que ha demostrado ser como gobernante, como analista y como atrayente de votantes.
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