A pesar de que reniego y renegaré siempre del cliché del escritor deprimido que escribe de madrugada en una buhardilla pestilente rodeado de botellas vacías de whisky y ceniceros rebosantes, no puedo negar que cada cuanto tengo una crisis relacionada con mi trabajo, lo que soy, lo que espero ser, qué escribo, para quién, para qué. Estas crisis, a las que mi familia y mi pareja ya están acostumbrados, a mí, increíblemente, me siguen tomando por sorpresa por más puntuales que sean, y lo son: cada seis meses llegan las preguntas (“¿Sirvo? ¿No sirvo? ¿Qué es el éxito en la literatura? ¿Qué es una buena novela?”), las resoluciones (“Ahora sí voy a leer más. Ahora sí voy a ponerme un horario y escribir más. De este año no pasa que me lea El Quijote, no pasa. Y, también, voy a bajarle a los panes y las pastas”) y unos días de bloqueo literario, lágrimas, atracones, insomnio y letanías interminables que dosifico entre mi madre y mi novio, que me las aguantan. Yo escribo partiendo de preguntas, o sea, no desde lo que sé, que es demasiado poco, sino desde lo que quiero saber. ¿Quiero la inmortalidad? Escribamos de vampiros y averigüémoslo. ¿Qué debería hacerse contra el acoso escolar? Transportémonos ahí y veamos. Y así vivo, también: lanzo las preguntas al universo y espero que las respuestas lleguen de alguna manera mágica: en un sueño, una canción, un libro o una galleta de la suerte. Siempre llegan, si uno sabe escuchar. Si uno quiere escuchar.
En esta ocasión las epifanías de las que me alimento llegaron con mi visita a la Feria del Libro de Panamá. Ya había comenzado a detectar un patrón en mi ánimo durante este tipo de eventos, un sube y baja emocional que tiene algo de Alicia en el País de las Maravillas: me encojo y me agrando, me encojo y me agrando. Me encojo cuando me presentan a una María, y resulta ser María Dueñas, o cuando una mujer pequeñita y de expresión absolutamente determinada se presenta como Wendy. Wendy Guerra. Luego me tropiezo en el ascensor con Gioconda Belli, decido no fangirlear, y acabo cenando en un restaurante chino con ella y otros escritores famosos que sí tienen página en Wikipedia. Hablan de otros escritores, de libros que no he leído, de editores que no conozco y situaciones mundiales acerca de las que no tengo ninguna opinión demasiado estudiada. Me encojo. Soy una escritora de literatura juvenil que jamás será leída por los Grandes Críticos Literarios, que seguramente no tendrá premios “importantes” ni doctorados honoris causa en ninguna Sorbona jamás. No soy dramática: el camino que le falta recorrer a la literatura juvenil en México todavía es largo. Me encojo. Vuelven a mí los estigmas del género que me eligió y que tantas satisfacciones me ha dado, y me tambaleo. ¿Escribo algo importante, he tocado a alguien, valen mis letras lo mismo? Avanzo detrás de todos y no abro la boca pensando que yo, con mi poquísima experiencia, no tengo nada que decir. Me sale ese “respeto a los mayores” ancestral que, a mi edad, no tiene razón de ser. De cuando en cuando hago algún comentario gracioso, luego me tomo una copa de vino y lanzo las mencionadas preguntas al universo.
En esta ocasión, Guerra, la novelista cubana, me ayudó en la redacción de la epifanía cuando en el trayecto del aeropuerto al hotel, mientras yo la envidiaba por haber escrito un libro que ha sido traducido a docenas de idiomas y leído alrededor del mundo, un libro elogiado por Los Críticos, me dijo que escribir para jóvenes es algo que siempre ha querido hacer, pero que cada quién escribe lo que le toca escribir y eso no puede forzarse. No hay competencia porque nadie, jamás, está en igualdad de condiciones. En base a mi origen y experiencias personales hay algo que sólo yo puedo decir y mi deber es decirlo. Lo que pase después de que los glifos hayan abandonado mi boca, es otro asunto. Tengo algo que decir, tengo que hallar el mejor modo de decirlo: no hay más.
Después, el adorable e incansable promotor de la lectura, Benito Taibo, me dijo, después de que le compartiera mis eternas inseguridades y mientras los dos sudábamos la humedad de Panamá City: “Ya estás aquí. Ya llegaste”. Me agrando. Y dos segundos después, cuando vuelvo a quedarme sola, me encojo otra vez, pues, ¿dónde es aquí? ¿A dónde llegué? ¿Es mi aquí el mismo en que viven los escritores a los que admiro? ¿O eso es allá? Diablos, tengo que leer más, tengo que escribir más, tengo que subir de nivel, tengo que… necesito que… ¡necesito que me tomen en serio! Y luego: ¿necesito que me tomen en serio? ¿Quiénes?
Escribir es un trabajo solitario y la soledad es un semillero de inseguridad para algunos, de vanidad para otros. Cuando no confrontas tu reflejo en el espejo de nadie más, es muy fácil creer que no tiene imperfecciones. Al mismo tiempo, si sólo tus ojos ven tu rostro, la imagen pronto deja de tener sentido. Qué delicado balance: se tiene que escribir desde uno y para uno porque si piensas en un lector hipotético pierdes libertad y autenticidad. Al mismo tiempo, si escribes sólo para ti, corres el riesgo de ser autocomplaciente y perder la oportunidad de crecer y dialogar. No compartir las letras es encerrar al cachorro en casa para que no vaya a pasarle nada, para que nadie opine acerca de sus manchas, si son bonitas o feas. Es válido. Por supuesto que es válido. Pero uno quiere pasear al cachorro. Quiere que todos lo acaricien, que todos se enamoren, que todos se saquen selfies con él porque es la cosa más bonita que han visto en su vida. Entonces, ¿qué? Y ¿qué cuando vas al parque y están ahí todos esos amos, tan ufanos con sus perros de concurso, ya premiados, ya elogiados, ya públicamente perfectos, y tú tienes un cachorrito vulnerable, de raza indefinida, juguetón pero que sigue mordiendo los zapatos?
Iba por ahí, enredada como un signo de interrogación mal trazado, sudada, dudosa, más encogida que antes, caminando por la feria. Cuántos libros importantes, cuánta literatura seria, cuánto autor que ya llegó y puede caminar engrandecido con desparpajo, sin cuestionarse a cada paso y a cada párrafo si está donde tiene que estar. Mi más reciente novela habla de la búsqueda de la identidad en la adolescencia, y la premisa es que uno no debe arrancarse pedazos para encajar en el rompecabezas de alguien más. Sé tú mismo y clama tu lugar en este mundo. Cree en ti, encuentra lo que te apasiona y camina en esa dirección aunque la montaña parezca imposiblemente distante. Eso es lo que estoy “vendiendo”, y ¿qué van a pensar mis lectores si se enteran de lo insegura que me siento, de lo vulnerable que soy, todo el tiempo? ¿Cómo puedo empoderar a los chicos, contagiarlos, convencerlos de que sean pacientes, de que van a llegar al otro lado del puente, de que van a toparse con almas afines? ¿Cómo si yo ando por acá tambaleándome como a los 14 años? Qué, ¿no he aprendido nada? Más preguntas lanzadas al universo y en eso, una galletita de la suerte: una chica que se me acerca con una pluma y mi libro de bullying entre las manos y me pide que le escriba un mensaje a la Anais del futuro, a la que ya superado el dolor. Se le llenan los ojos de lágrimas y se encoge. Me encojo con ella porque soy ella, y nos abrazamos. Sólo hay un lugar al que se puede llegar y para cuando nos soltamos, húmedas y llorosas, lo he entendido. Le beso la frente y escribo en la primera hoja de su libro, con mi letra horrible, que sólo puede ser mía: “Ya llegaste”.