COLUMNISTA INVITADA | Las historias de Lucia Berlin, una escritura trepidante. Escribe: Lydia Davis

23/07/2016 - 12:03 am
Lucia Berlin, el secreto mejor guardado de la literatura estadounidense contemporánea. Foto: Especial
Lucia Berlin, el secreto mejor guardado de la literatura estadounidense contemporánea. Foto: Especial

Tras años de injusto olvido, Alfaguara se suma al fenómeno editorial producido por el redescubrimiento de Lucia Berlin, (1936-2004) el secreto mejor guardado de la literatura estadounidense, una auténtica revolución literaria. En este texto que funge como prólogo de Manual para mujeres de la limpieza, la gran cuentista estadounidense Lydia Davis le hace una gran justicia. Luego de leer esta columna, querrás salir a comprar urgente el libro de Lucia Berlin.

Por Lydia Davis

Ciudad de México, 23 de julio (Sin Embargo).- Las historias de Lucia Berlin son eléctricas, vibran y chisporrotean como unos cables pelados al tocarse. Y la mente del lector, seducida, fascinada, recibe la descarga, las sinapsis se disparan. Así nos gusta estar cuando leemos: con el cerebro en funcionamiento, sintiendo latir el corazón.

Parte de la chispa de la prosa de Lucia está en el ritmo: a veces fluido y tranquilo, equilibrado, espontáneo y fácil; y a veces entrecortado, telegráfico, veloz. Parte está en su concreción al nombrar las cosas: Piggly Wiggly (un supermercado), Maravilla de Frijoles con Salchichas (una extraña creación culinaria), medias Big Mama (una manera de insinuar la corpulencia de la narradora). Está en el diálogo. ¿Qué son esas exclamaciones? “Por los clavos de Cristo” “¡Y a mí que me zurzan!” La caracterización: la jefa de las telefonistas de la centralita dice que sabe cuándo se acerca el final de la jornada por el comportamiento de Thelma: “Se te tuerce la peluca y empiezas a decir groserías”.

Y luego está la lengua en sí, palabra por palabra. Lucia Berlin siempre está escuchando, oyendo. Palpamos su sensibilidad a los sonidos del lenguaje y saboreamos también el ritmo de las sílabas o la perfecta coincidencia entre sonido y significado. Una telefonista enfadada se mueve “tratando sus cosas a porrazos y bofetadas”. En otra historia, Berlin evoca los graznidos de los “cuervos desgarbados, chillones”. En una carta que me escribió desde Colorado en 2000, “Ramas cargadas de nieve se quiebran y crujen sobre mi tejado y el viento estremece las paredes. Acogedor, sin embargo, como estar en un barco recio, una gabarra o un remolcador”.

Sus historias también están llenas de sorpresas: frases inesperadas, observaciones sagaces, giros imprevistos en el curso de los acontecimientos, humor... Como en “Hasta la vista”, donde la narradora, que está viviendo en México y habla sobre todo en español, comenta con un poso de tristeza: “Por supuesto que aquí también soy yo misma y tengo una nueva familia, nuevos gatos, nuevas bromas... pero sigo tratando de recordar quién era en inglés”.

En “Panteón de Dolores”, la narradora, de niña, debe lidiar con una madre difícil (como sucederá en varios relatos más):

Una noche, después de que se marchara Byron, mi madre entró al cuarto donde dormíamos las dos. Siguió bebiendo y llorando y garabateando, literalmente garabateando, en su diario.

—Eh, ¿estás bien? —le pregunté al fin, y me dio una bofetada.

En “Querida Conchi”, la narradora es una universitaria mordaz, inteligente:

Mi compañera de habitación, Ella [...]. Ojalá nos lleváramos mejor. Su madre le manda compresas por correo desde Oklahoma todos los meses. Estudia arte dramático. Por favor, ¿cómo va a interpretar a Lady Macbeth si hace aspavientos por un poco de sangre?

O quizá la sorpresa surja de un símil. Y sus historias abundan en símiles. En “Manual para mujeres de la limpieza”, escribe: “Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue”.

Salta directamente a otra comparación, más sorprendente aún: “Él era como el vertedero de Berkeley”.

Y es tan lírica describiendo un vertedero (sea en Berkeley o en Chile) como al describir un prado de flores silvestres:

Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.

Anclando siempre las historias en un mundo real y tangible hallamos esa misma imaginería concreta, física: los camiones “retumban”, el polvo sale en “vaharadas”. A veces se trata de imágenes bellas, otras veces no son bellas pero sí intensamente palpables: experimentamos cada uno de los relatos no solo con el intelecto y el corazón, sino también a través de los sentidos. El olor de la profesora de Historia, su sudor y su ropa enmohecida, en “Buenos y malos”. O, en otro cuento, “el asfalto se hundía bajo mis pies [...] olor a polvo y salvia”. Las grullas levantan el vuelo “con el rumor de una baraja de naipes”. “Polvo de caliche y adelfas.” Los “girasoles silvestres y hierba morada” en otra de las historias; y unos álamos plantados años atrás, en tiempos mejores, crecen entre las chabolas del arrabal. Lucia siempre observaba, aunque fuera desde una ventana (cuando empezó a costarle moverse): en esa misma carta que me escribió en el año 2000, las urracas “caen como bombas» sobre la pulpa de la manzana: «rápidos destellos de cobalto y negro contra la nieve.

Una descripción puede arrancar con notas románticas —“la parroquia de Veracruz, palmeras, farolillos a la luz de la luna”—, pero el romanticismo queda truncado, como en la vida real, por el detalle realista flaubertiano, gracias a su afinada observación: “perros y gatos entre los zapatos relucientes de la gente que baila”. La capacidad de una escritora para plasmar el mundo resulta más evidente aun cuando su mirada abarca lo cotidiano junto a lo extraordinario, la vulgaridad y la fealdad junto a la belleza.

Lucia —o, más concretamente, una de sus narradoras— atribuye a su madre ese talento para observar:

Hemos recordado tus bromas y tu forma de mirar, sin que nunca se te escapara nada. Eso nos lo diste. La mirada.

No el don de escuchar, en cambio. Nos concedías cinco minutos, quizá, para explicarte algo y luego decías: “Basta”.

Un manual lleno de frescura y delirio. Foto: Especial
Un manual lleno de frescura y delirio. Foto: Especial

La madre se quedaba en su habitación bebiendo. El abuelo se quedaba en su habitación bebiendo. La niña, desde el porche donde dormía, los oía beber por separado, cada uno con su botella. En la historia, pero quizá también en la realidad; o la historia es una exageración de la realidad, percibida con tanta agudeza y tan divertida, que a pesar de sentir dolor, hallamos ese placer paradójico en el modo en que está contada y el placer supera el dolor.

Lucia Berlin basó muchos de sus relatos en sucesos de su propia vida. Uno de sus hijos dijo, después de que muriera: “Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco”.

LA NARRACIÓN DE LA PROPIA VIDA: AUTOFICCIÓN

Aunque la gente habla, como si fuera algo nuevo, de esa modalidad literaria que en Francia se denominó “autoficción”, la narración de la propia vida, tomada sin modificar apenas la realidad, seleccionada y narrada con criterio y vocación artística, creo que es eso o una versión de eso, lo que Lucia Berlin ha hecho desde el principio, ya en la década de 1960. Su hijo luego añadió: “Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando poco a poco, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta”.

Por supuesto que en aras del equilibrio, o del color, cambiaba lo que creía oportuno al dotar de forma sus relatos: detalles de los sucesos y las descripciones, la cronología. Reconocía su tendencia a exagerar. Una de sus narradoras dice: “Exagero mucho y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento”.

Inventaba, desde luego. Alastair Johnston, sin ir más lejos, editor de una de sus primeras antologías, relata la siguiente conversación:

Me encanta esta descripción de tu tía en el aeropuerto, cuando dices que te hundiste en su corpachón como en una poltrona”. Lucia contestó: “La verdad es... que nadie vino a buscarme. Se me ocurrió esa imagen el otro día y, como estaba escribiendo este relato, la encajé ahí”.

Algunas de sus historias, de hecho, eran inventadas de principio a fin, como ella misma explica en una entrevista. Uno no podía pensar que la conocía solo por haber leído sus relatos.

Tuvo una vida intensa y agitada, de la que extrajo un material pintoresco, dramático y variado para sus relatos. Vivió con su familia en distintos lugares durante la infancia y la juventud, al dictado de las obligaciones de su padre: sus puestos de trabajo cuando Lucia era pequeña, luego su marcha al frente durante la Segunda Guerra Mundial y de nuevo su empleo cuando volvió de la guerra. Así, Lucia nació en Alaska y pasó sus primeros años en asentamientos mineros en el oeste de Estados Unidos; luego vivió con la familia de su madre en El Paso, durante la ausencia de su padre; después la trasladaron a Chile, a un estilo de vida muy diferente, de riqueza y privilegios, que se plasma en sus historias sobre una chica adolescente en Santiago, sobre el colegio católico donde estudió, sobre la agitación política, clubes náuticos, modistas, arrabales, revolución. De adulta siguió llevando una vida agitada, geográficamente: vivió en México, Arizona, Nuevo México, Nueva York... Uno de sus hijos recuerda que de niño se mudaban más o menos cada nueve meses. Más adelante se instaló en Boulder, Colorado, donde se dedicó a dar clases y por último se trasladó más cerca de sus hijos, a Los Ángeles.

Escribe sobre sus hijos —tuvo cuatro— y los distintos trabajos que desempeñó para sacarlos adelante, a menudo sola. O, más bien, escribe acerca de una mujer con cuatro hijos, con trabajos similares a los que ella hacía: mujer de la limpieza, enfermera en Urgencias, recepcionista en hospitales, telefonista en la centralita de un hospital, profesora.

Vivió en tantos sitios, pasó por tantas experiencias que bastarían para llenar varias vidas. La mayoría de nosotros hemos conocido en carne propia cosas parecidas, al menos en parte: hijos con problemas o malos tratos en la infancia o una apasionada historia de amor, batallas contra la adicción, una enfermedad delicada o una discapacidad, un vínculo inesperado con un hermano o un trabajo tedioso, compañeros de trabajo difíciles, un jefe exigente o un amigo falso, por no mencionar el asombro ante la presencia del mundo natural: ganado hundido hasta la canilla en las flores escarlatas del pincel indio, un prado de bonetes azules, una violeta de damasco que crece en el callejón detrás de un hospital. Porque hemos pasado por algunas de esas experiencias o hemos vivido otras parecidas, nos dejamos llevar por ella sin apartarnos de su lado.

Realmente suceden cosas en los relatos: a alguien le arrancan de una sola vez todos los dientes de la boca; una niña acaba expulsada del colegio por golpear a una monja; un viejo muere en una cabaña en lo alto de una montaña y sus cabras y su perro mueren también acurrucados a su lado en la cama; despiden a la profesora de historia de los jerséis mohosos por ser comunista: “... no hizo falta más. Tres palabras a mi padre. La despidieron ese mismo fin de semana y nunca volvimos a verla”.

¿Será por eso por lo que resulta casi imposible abandonar una historia de Lucia Berlin una vez empiezas? ¿Será porque no dejan de suceder cosas? ¿Será también por la voz que narra, tan atrayente, tan cercana? ¿Junto con la economía, el ritmo, las imágenes, la lucidez? Estas historias te hacen olvidar lo que estabas haciendo, dónde estás, incluso quién eres.

“Esperen —empieza un relato—. Déjenme explicar...”. Es una voz próxima a la de Lucia, aunque nunca idéntica. Su ingenio y su ironía fluyen a lo largo de sus historias, como también se desbordan en sus cartas: «Está tomando la medicación —me explicó una vez, en 2002, acerca de una amiga—, ¡y vaya diferencia! ¿Qué hacía la gente antes del Prozac? Apalear a los caballos, supongo”.

Apalear a los caballos. ¿De dónde sacaba esas cosas? Quizá el pasado seguía tan vivo para ella como lo estaban otras culturas, otras lenguas, la política, las flaquezas humanas; su abanico de referencias es tan rico, incluso exótico, que las telefonistas de la centralita se inclinan hacia los clavijeros como lecheras al ordeñar sus vacas; o una amiga abre la puerta con “su pelo negro [...] recogido con rulos metálicos, como un tocado de kabuki”.

El pasado... Leí este pasaje de “Hasta la vista” varias veces, con fruición, con asombro, antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo Lucia.

Una noche hacía un frío espantoso, Ben y Keith estaban durmiendo conmigo, con los monos de la nieve puestos. Los postigos batían con el viento, postigos tan viejos como Herman Melville. Era domingo, así que no había coches. Abajo en las calles pasaba el fabricante de velas, con un carro tirado por un caballo. Clop, clop. La gélida aguanieve siseaba contra las ventanas y Max llamó. Hola, dijo. Estoy abajo en la esquina, en una cabina de teléfono. Llegó con rosas, una botella de brandy y cuatro billetes para Acapulco. Desperté a los chicos y nos fuimos.

Entonces vivían en la parte baja de Manhattan, en una época en que la calefacción se apagaba al final de la jornada laboral, si vivías en un desván de alguno de los talleres o las fábricas de la zona. Tal vez los postigos realmente fueran tan viejos como Herman Melville, por­que en algunas zonas de Manhattan había edificios industriales construidos en 1860; todavía los hay, pero menos. Aunque podría ser que estuviera exagerando otra vez: una bella exageración, en tal caso, un bello floreo. Luego sigue: “Era domingo, así que no había coches”. La frase sonaba realista, así que a continuación el fabricante de velas y el carro tirado por un caballo me despistaron; lo creí y lo acepté y solo después de volver a leerlo pensé que Lucia debía de haber saltado hacia atrás sin esfuerzo a la época de Melville, nuevamente. También el “clop, clop” es un rasgo muy suyo: sin desperdiciar palabras, añadir un detalle en su forma más esencial. El siseo del aguanieve me metió allí dentro, entre aquellas paredes y luego la acción se aceleraba y de pronto estábamos camino a Acapulco.

Es una escritura trepidante.

Otro relato empieza con una de esas frases declarativas y directas que fácilmente imagino sacada de la propia vida de Berlin: “Llevo años trabajando en hospitales y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace. Por eso los ignoro cuando llaman por el interfono”. Me recuerda a las historias de William Carlos Williams cuando escribía como el médico de familia que era: sin rodeos, con franqueza, exponiendo en detalle las patologías y el tratamiento, la objetividad de sus explicaciones. Más aún que en Williams, Lucia veía en Chéjov (otro médico) un modelo y un maestro. De hecho, en una carta a Stephen Emerson afirma que lo que da vida al trabajo de ambos es ese desapego clínico, combinado con la compasión. Luego destaca también el uso que ambos hacen del detalle específico y su economía: “No se escriben palabras de más”. Desapego, compasión, detalle específico, economía: parece que estamos en camino de identificar algunos de los rasgos más importantes de la buena escritura. Y aun así, siempre hay un poco más que decir.

¿CÓMO LO CONSIGUE LUCIA BERLIN?

¿Cómo lo consigue ella? Quizá porque nunca sabemos muy bien qué viene a continuación. Nada es previsible. Y aun así a la vez todo es sumamente natural, verosímil, fiel a nuestras expectativas psicológicas y emocionales.

Al final de “Doctor H. A. Moynihan”, la madre parece enternecerse un poco con su padre, un viejo alcohólico, cruel e intolerante: “Ha hecho un buen trabajo —dijo mi madre”. Estamos a punto de terminar la historia y pensamos (adiestrados por años de experiencia leyendo historias) que ahora la madre transigirá, que una familia problemática puede reconciliarse, al menos por un tiempo. Sin embargo, cuando la hija le pregunta: “Ya no lo odias, ¿a que no, mamá?”, la respuesta, de una honestidad descarnada y en cierto modo satisfactoria, es: “Ah, sí... No te quepa duda”.

Berlin es implacable, no se anda con contemplaciones y aun así la brutalidad de la vida siempre queda atenuada por su compasión ante la fragilidad humana, por la inteligencia y la agudeza de esa voz narrativa y su fino sentido del humor.

En un cuento titulado “Silencio”, la narradora dice: “No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”. (Aunque algunas cosas, añade, simplemente no tenían nada de divertido.)

A veces es humor de grano grueso, como en “Atracción sexual”, donde la bonita prima Bella Lynn toma un avión con la ilusión de hacer carrera en Hollywood y lleva un sujetador hinchable para realzar el busto, pero cuando el avión alcanza la altitud de crucero, el sujetador explota.

Normalmente el humor es más sutil, una parte natural de la conversación narrativa; como cuando habla de la dificultad de comprar bebidas alcohólicas en Boulder: “Las licorerías son pesadillas mastodónticas del tamaño de unos grandes almacenes. Podrías morir de delírium trémens antes de encontrar el pasillo del Jim Beam”. A continuación nos informa que “la mejor ciudad es Albuquerque, donde las licorerías disponen de ventanillas para comprar desde el coche, así que ni siquiera te has de quitar el pijama”.

Como en la vida misma, en medio de la tragedia puede aparecer la nota cómica: la hermana menor, que se está muriendo de cáncer, se lamenta: “¡Nunca volveré a ver un burro!”. Y aunque al final las dos hermanas no pueden parar de reír, esa conmovedora exclamación hace mella. La muerte ha cobrado inmediatez: no más burros, no más de tantas otras cosas.

¿Adquirió esa fantástica habilidad para contar una historia de los cuentistas con los que se crió? ¿O siempre se sintió atraída por las personas que contaban historias, las buscó, aprendió de ellas? Ambas cosas, sin duda. Lucia estaba dotada de un talento natural para la forma, la estructura de un relato. ¿Natural? A lo que me refiero es a que cualquiera de sus relatos posee una estructura equilibrada, sólida y aun así crea una poderosa ilusión de naturalidad al pasar de un tema a otro, o, en algunos casos, del presente al pasado. Incluso dentro de una misma frase, como a continuación:

Seguí trabajando mecánicamente frente a mi escritorio, contestando llamadas, pidiendo oxígeno y técnicos de laboratorio, mientras me dejaba arrastrar por cálidas olas de sauce blanco, enredaderas de caracolillo y charcas de truchas. Las poleas y los volquetes de la mina por la noche, después de las primeras nieves. El cielo estrellado como el encaje de la reina Ana.

Sobre el desarrollo de sus relatos, Alastair Johnston explica sagaz mente: “La escritura de Lucia Berlin era catártica, pero en lugar de desembocar en una epifanía, opta por evocar el punto culminante de una manera más circunspecta, dejar que el lector lo intuya. Como dijo Gloria Frym en American Book Review, “lo soslayaba, lo eludía, de modo que el momento se revelara por sí mismo”.

Y luego, sus finales. En tantas de sus historias, zas, el final llega de golpe, sorprendente y aun así inevitable, el desenlace orgánico del material narrativo. En “Mamá”, la hermana más joven encuentra el modo de reconciliarse, al fin, con la madre difícil, pero las últimas palabras de la hermana mayor, la narradora —hablando ya consigo misma o con nosotros—, nos toman desprevenidos. “Yo... no tengo compasión”

EL GERMEN DE UNA HISTORIA DE LUCIA BERLIN

¿Cuál era el germen de una historia, en el caso de Lucia Berlin? Johnston ofrece una posible respuesta: “Partía de algo tan simple como la línea de una mandíbula o una mimosa amarilla”. Ella misma añadió: “Pero la imagen ha de conectar con una experiencia intensa concreta”. En una carta a August Kleinzahler, describe cómo sigue adelante a partir de ahí: “De pronto despego y entonces es simplemente como escribirte a ti ahora, solo que más legible...”. Una parte de su mente, al mismo tiempo, debe mantener siempre el control sobre la forma y la secuencia de la historiay sobre el desenlace.

Lucia decía que la historia debía ser real, sea cual fuera el sentido que eso tuviera para ella. Creo que se refería a que no fuera artificiosa, ni trivial, ni superflua: debía salir de dentro, tener peso emocional. A un alumno suyo le comentó que la historia que había escrito era demasiado ingeniosa: no trates de ser ingenioso, le dijo. En una ocasión Lucia compuso en una linotipia uno de sus propios relatos y después de tres días de trabajo volvió a fundir los moldes, porque la historia, dijo, era “falsa”.

¿Y QUÉ HAY DE LA DIFICULTAD DEL MATERIAL (REAL)?

“Silencio” es un relato en el que Lucia habla de algunos de los mismos sucesos reales que también le menciona brevemente a Kleinzahler, en una especie de taquigrafía torturada: “Lucha con esperanza devastadora”. En el relato, el tío de la narradora, John, que es alcohólico, conduce borracho con su sobrina en la camioneta. Arrolla a un niño y a un perro y el perro queda malherido, pero no se detiene a socorrerlos. Lucia Berlin le dice a Kleinzahler, a propósito del incidente: “La desilusión cuando arrolló al chico y al perro para mí fue espantosa”. En el relato, al trasladar esa vivencia a la ficción, ese incidente y ese dolor son los mismos, pero sesgados por cierta intención subyacente. La narradora conoce a John en otro momento de la vida, cuando está felizmente casado y es un hombre afable, cordial y que ya no bebe. Sus últimas palabras, en el relato, son: “Por supuesto a esas alturas yo ya había comprendido todas las razones por las que no pudo parar la camioneta, porque para entonces era alcohólica”.

Sobre cómo tratar el material difícil, Lucia comenta: “De algún modo debe producirse una mínima alteración de la realidad. Una transformación, no una distorsión de la verdad. El relato mismo deviene la verdad, no solo para quien escribe, también para quien lee. En cualquier texto bien escrito lo que nos emociona no es identificarnos con una situación, sino reconocer esa verdad”.

Una transformación, no una distorsión de la verdad.

Hace más de treinta años que sigo la obra de Lucia Berlin, desde que compré el fino volumen color crema de tapa blanda que publicó Turtle Island en 1981 con el título Angel’s Laundromat. Cuando apareció su tercera antología ya había tenido la ocasión de conocerla personalmente, a cierta distancia, aunque no recuerdo cómo. En la página de guarda del precioso Safe & Sound (Poltroon Press, 1988) conservo su dedicatoria. Nunca llegamos a encontrarnos cara a cara.

Con el tiempo sus publicaciones salieron del mundo de las pequeñas editoriales para entrar en el mundo de las editoriales medianas, primero con Black Sparrow y más adelante Godine. Una de sus colecciones ganó el American Book Award, pero aun con ese reconocimiento seguía sin encontrar el amplio público lector que a esas alturas merecía.

Siempre me había quedado la idea de que en otro relato suyo aparecía una madre con sus hijos recogiendo los primeros espárragos silvestres de la primavera, pero por ahora solo la he encontrado en otra carta que me escribió en el 2000. Previamente yo le había enviado una descripción que hace Proust de los espárragos. Ella contestaba así:

Los únicos que he visto son los silvestres, finos y verdes como lápices de colores. En Nuevo México, cuando vivíamos a las afueras de Albuquerque, cerca del río. Un día de primavera aparecían de pronto entre la maleza de la alameda. De un palmo más o me nos, la altura ideal para cortarlos. Mis cuatro hijos y yo recogíamos docenas, mientras la abuela Price y sus chicos hacían una batida río abajo y los Waggoner río arriba. Al parecer nadie los veía cuando empezaban a despuntar, solo cuando los brotes alcanzaban la altura perfecta. Uno de los niños venía corriendo y gritaba: “¡Espárragos!”, justo en el mismo momento que alguien debía de dar la voz de aviso en casa de los Price y de los Waggoner.

Siempre he tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano suben, como la nata montada y acaban por cosechar el reconocimiento que se les debe: se hablará de su obra, se los citará, se comentarán en clase, se llevarán a escena, al cine, se les pondrá música a sus textos, se recogerán en antologías. Quizá con el presente volumen Lucia Berlin empiece a recibir la atención que merece.

Podría citar casi cualquier fragmento de cualquiera de las historias de Lucia Berlin, por pura contemplación, por puro goce, pero aquí va un último predilecto:

¿Qué es el matrimonio, a fin de cuentas? Nunca lo he sabido muy bien. Y ahora es la muerte lo que no entiendo. L. B.

Lydia Davis, una de las mejores cuentistas estadounidenses de la actualidad. Foto: efe
Lydia Davis, una de las mejores cuentistas estadounidenses de la actualidad. Foto: efe

¿Quién es Lydia Davis? (Northampton, Massachussets, 1947) publicó en el 2011 sus Cuentos completos (Seix Barral), en versión del poeta y narrador Justo Navarro, que aparecieron en inglés en el 2009. Lydia Davis –la primera esposa de Paul Auster y madre de su primer hijo, Daniel Auster- ha traducido a su lengua a autores tan significativos como Flaubert, Proust, Maurice Blanchot o Michel Leiris.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video