Houellebecq meets Schopenhauer: el gran iconoclasta de las letras francesas se cruza con el gran pesimista de la filosofía alemana.
Ciudad de México, 23 de junio (Sin Embargo).-Todo empezó en la década de los ochenta, cuando un Houellebecq veinteañero se topó por azar en una biblioteca parisina con un libro de aforismos de Schopenhauer y tuvo una revelación: descubrió en él a un alma gemela, un álter ego del pasado, un maestro. Descubrió a alguien que le hizo sentirse menos solo. Y esa admiración acabó desembocando en este libro, una suerte de diálogo entre dos personas separadas por el tiempo pero unidas por la fiereza del pensamiento; dos voces indómitas, a contracorriente, de un pesimismo lúcido e incómodo. Houellebecq elabora una perspicaz lectura de la obra del filósofo alemán que acaba funcionando como un juego de espejos. Y así, Houellebecq ilumina a Schopenhauer y Schopenhauer ilumina a Houellebecq.
Prefacio y un capítulo del libro En presencia de Schopenhauer, de Michel Houellebecq, con autorización de Anagrama
PREFACIO. HISTORIA DE UNA REVOLUCIÓN
Cuando Michel Houellebecq emprendió en 2005 esta labor de traducción y comentario de la obra de Schopenhauer –una tarea tan ardua como inesperada y que demuestra su profunda admiración–, acababa de concluir la escritura de La posibilidad de una isla. Durante unas semanas se consagró a este nuevo proyecto con la intención, en un primer momento, de convertirlo en un libro; luego, enseguida, lo abandonó. Sin embargo, durante ese tiempo tradujo y comentó una treintena de pasajes extraídos de El mundo como voluntad y representación y de Aforismos sobre la sabiduría de la vida, las dos obras más célebres de Schopenhauer (1788- 1860). La primera, el libro capital del filósofo, es asimismo la obra de una vida: el joven Schopenhauer, que acababa de leer su tesis, trabajó en ella intensamente de 1814 a 1818, y en 1819 ya se publicó una primera versión; pero, a medida que introducía sin cesar nuevos añadidos, la obra se iba ampliando en ediciones sucesivas hasta convertirse en el imponente volumen, a menudo editado en varios tomos, que conocemos en la actualidad. Sin embargo, Schopenhauer solo obtendría finalmente –muy tarde ya– el reconocimiento público que siempre había esperado con la publicación de Parerga y Paralipómena (1851), una recopilación de diversos ensayos –entre los que se cuentan los Aforismos sobre la sabiduría de la vida– que abordan aspectos esenciales de su doctrina. “Comienza la comedia de mi fama”, dijo entonces, “con mi cabeza ya gris”.
Sin embargo, En presencia de Schopenhauer no es únicamente una labor de comentario: es también el relato de un encuentro. Hacia los veinticinco o veintisiete años –lo que sitúa la escena en la primera mitad de los años ochenta– Michel Houellebecq tomó prestado de una biblioteca, al parecer por casualidad Aforismos sobre la sabiduría de la vida. “En esa época ya conocía a Baudelaire, Dostoievski, Lautréamont y Verlaine, a casi todos los románticos; y mucha ciencia ficción. Había leído la Biblia, los Pensamientos de Pascal, Ciudad de Clifford D. Simak y La montaña mágica. Escribía poemas; ya tenía la impresión de releer, en lugar de leer; creía haber concluido por lo menos un ciclo en mi descubrimiento de la literatura. Y entonces, en unos minutos, todo se tambaleó.” Fue una verdadera conmoción y, presa de un afán febril, el joven recorrió París hasta dar con un ejemplar de El mundo como voluntad y representación, convertido súbitamente en “el libro más importante del mundo”; y esta nueva lectura, dice, también lo “cambió todo”.
Un autor es ante todo “un ser humano, presente en sus libros”, afirma François, el narrador de Sumisión, y “solo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación con un amigo”.
Sin duda Michel Houellebecq experimentó esa misteriosa e impactante sensación al descubrir la obra de Schopenhauer; sin duda, también, al lanzarse a la redacción de este texto significativamente titulado En presencia de Schopenhauer quiso compartir con sus lectores ese encuentro capital. La fuerza de la revelación que suscitó en él esa lectura está relacionada, a buen seguro, con la conmoción que procura el reconocimiento de un álter ego con el que uno sabe desde el primer momento que se instaurará una larga camaradería. Schopenhauer, el experto en sufrimiento, el pesimista radical, el misántropo solitario, resulta ser una lectura “reconfortante” para Michel Houellebecq: uno se siente menos solo en compañía de otra persona. E incluso cabe preguntarse: ¿era ya schopenhaueriano Michel Houellebecq antes de su lectura de Schopenhauer o fue esa lectura la que le hizo tal como le conocemos? ¿Estaba ya fundamentalmente “no reconciliado” (con el mundo, los hombres, la vida) o fue Schopenhauer quien sembró la semilla del conflicto? ¿Houellebecq ya prefería los perros a los seres humanos o, como en otros aspectos, hay que ver en ello la influencia de Arthur? Es obvio que no tiene mayor importancia: ahí nos adentramos en los secretos de las relaciones de pareja duraderas. Lo que sí es seguro, por el contrario, es que en 1991, el año en que ven la luz las primeras publicaciones firmadas por Michel Houellebecq, Schopenhauer está por todas partes: desde el título (enormemente schopenhaueriano) de su ensayo sobre Lovecraft, Contra el mundo, contra la vida, hasta la primera frase de Sobrevivir, “el mundo es un sufrimiento desplegado”, que recuerda mucho al axioma schopenhaueriano según el cual “toda vida es sufrimiento”; e incluso en estos sorprendentes versos de su primer poemario, La búsqueda de la felicidad:
Quiero pensar en ti, Arthur Schopenhauer,
Yo te amo y veo en el reflejo de los cristales,
El mundo no tiene salida y yo soy un viejo payaso.
Hace frío. Hace mucho frío. Adiós Tierra
Y aunque ese encuentro pueda parecer un flechazo, tiene también toda la apariencia de una revolución; ya que la filosofía de Schopenhauer, cuya ambición es desarrollar un “único pensamiento” capaz de dar cuenta de la realidad en toda su complejidad, a Michel Houellebecq le parece de inmediato un formidable operador de verdad. Schopenhauer le abre los ojos y aprende a contemplar el mundo en sí mismo, es decir, enteramente movido por el “deseo de vivir” ciego y sin fin que es la esencia de todas las cosas, desde la materia inerte hasta los hombres, pasando por las plantas y los animales. En Schopenhauer, esa “voluntad” ajena al principio de razón es la base del carácter absurdo y trágico de toda existencia, en la que los sufrimientos son inevitables (puesto que “todo querer surge de la necesidad, o sea, de la carencia, es decir, del sufrimiento”) y, a su vez, no tienen justificación. Esa voluntad explica también el legendario pesimismo del autor. Un pesimismo radical, por descontado; pero un pesimismo roborativo, ya que según Michel Houellebecq “el desencanto no es malo”.
Y, como afirma Nietzsche en la tercera de sus Consideraciones intempestivas, Schopenhauer resulta ser el mejor “educador”. Su habla puede compararse, afirma Nietzsche, con la del padre que instruye a su hijo: es una “forma de expresarse honesta, ruda y cordial, ante un oyente que escucha con amor”.La obra de Schopenhauer es una escuela moral que insufla al lector las cualidades de la lealtad, la serenidad y la constancia que caracterizan a su autor y es también, siempre según Nietzsche, una lección de estilo (porque moral y estilo son las dos caras de una misma moneda): “El alma de Schopenhauer, ruda y un poco salvaje, enseña no tanto a añorar como a rechazar la flexibilidad y la gracia cortesana de los buenos escritores franceses.” ¿Se aplicó Nietzsche la lección? Michel Houellebecq sí, a buen seguro, y no es casualidad que les recuerde con tesón a quienes eternamente le reprochan su falta de estilo la famosa frase de Schopenhauer: “La primera –y casi condición de un buen estilo es tener algo que decir.”
Como demuestra rotundamente Michel Onfray, toda la obra del escritor podría leerse a través del filtro de la filosofía de Schopenhauer. Idéntica evidencia del sufrimiento, idéntico pesimismo, idéntica concepción del estilo, pero también idéntica concesión de una importancia central a la compasión como fundamento general de la ética; idéntico carácter salvador de la contemplación estética; idéntica imposibilidad de “adherir” al mundo… Y al constatar esa influencia no sorprende que Michel Houellebecq conciba de entrada En presencia de Schopenhauer como un homenaje para demostrar “a través de algunos de mis pasajes favoritos, por qué la actitud intelectual de Schopenhauer me sigue pareciendo un modelo para cualquier filósofo venidero; y también por qué, aunque se pueda estar en desacuerdo con él, solo cabe mostrarle una profunda gratitud”.
Sin embargo, la empresa –esa es su fuerza y su mayor interés– revela que Michel Houellebecq no se limita a ese proyecto: a lo largo de los comentarios precisos, a veces difíciles, de los fragmentos que se toma la molestia de traducir él mismo, la obra de Schopenhauer no se le aparece como una lección paciente y admirablemente asimilada, y menos aún como un modelo, sino como una formidable máquina para pensar. Poco a poco, el análisis se emancipa de la lectura del texto al pie de la letra y se esboza una interrogación sobre los problemas planteados por el gore y la representación de la pornografía en el arte, y también una crítica de las filosofías del absurdo o reflexiones sobre la emergencia de la poesía urbana, sobre las mutaciones del arte del siglo XX o sobre la “tragedia de la banalidad” que está “por escribir”… Este ejercicio intensamente personal (todo en él es singularmente houellebecquiano, incluso esa nota 44 en la que compara la “vida de los nómadas”, provocada por la “necesidad”, con la “vida del turista”, provocada por el “aburrimiento”) deja traslucir un ejercicio de pensamiento y abre nuevos horizontes: sin duda no es casualidad que En presencia de Schopenhauer sea inmediatamente anterior a El mapa y el territorio, que es quizá la novela más schopenhaueriana de todas las de Houellebecq.
Las historias de amor suelen acabar mal, y Michel Houellebecq afirma haberse alejado de Schopenhauer “unos diez años” después de haberlo descubierto. Otro encuentro, el de Auguste Comte, le obliga, dice, a hacerse positivista “con un entusiasmo desengañado”:¡ una adhesión racional (por descontado), fría, desprovista de la apasionada exaltación que acompañó el descubrimiento de Schopenhauer. El artículo titulado “Aproximaciones al desarraigo”, aparecido en 1993, debe de ser de esa época. En el mismo, Houellebecq presenta a Schopenhauer superado por aquello en lo que se negaba a creer y que se halla, por el contrario, en el núcleo de la doctrina positivista: el movimiento de la Historia.
La revelación que Schopenhauer había hecho sobre el mundo, “que por una parte existía como voluntad (como deseo, como impulso vital), y por otra era percibido como representación (neutro, inocente y puramente objetivo en sí, y por lo tanto susceptible de reconstrucción estética)» en la actualidad parece haber fracasado, dice. Esa revelación que Schopenhauer creía definitiva ha sido refutada por la “lógica del supermercado” que prevalece en el liberalismo contemporáneo: en lugar de “la fuerza orgánica y total, tercamente empeñada en su cumplimiento, que sugiere la palabra “voluntad”” el hombre contemporáneo ya solo conoce una “dispersión de los sentidos” y “cierta depresión del querer”; en cuanto a la representación, “profundamente infectada por el sentido”, invadida por perpetuos sentidos figurados, ha “perdido por completo la inocencia”, minando a la vez “la actividad artística y filosófica” incluso como posibilidad de comunicación entre los hombres. Nos adentramos así “en una atmósfera malsana, trucada, profundamente insignificante”. Por ello, la Historia no nos habrá salvado del pesimismo, ni por asomo: al demoler los pilares de la filosofía schopenhaueriana solo agrava su constatación. ¿Y ha anulado con ello su validez? Para responder a esa pregunta, basta leer la solución preconizada por Michel Houellebecq al final del artículo: “Cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado.” Suspensión del querer, conciencia de la distancia, práctica activa del desfase: Schopenhauer, ahora y siempre. Agathe Novak-Lechevalier
¡SAL DE LA INFANCIA, AMIGO, DESPIERTA!
Nuestras vidas se desarrollan en el espacio, y el tiempo no es más que un accesorio, un residuo. Aunque conservo un recuerdo fotográfico, inútilmente nítido, de los sitios donde han tenido lugar los acontecimientos de mi vida, solo consigo situarlos en el tiempo mediante laboriosos cotejos aproximativos. Así, cuando tomé prestado Aforismos sobre la sabiduría de la vida de la biblioteca municipal del distrito VII (más precisamente del anexo del barrio de Latour-Maubourg), debía de tener veintiséis años, aunque quizá tuviera veinticinco o veintisiete. Sea como fuere, era muy tarde para un descubrimiento tan formidable. En esa época ya conocía a Baudelaire, Dostoievski, Lautréamont y Verlaine, a casi todos los románticos; y mucha ciencia ficción. Había leído la Biblia, los Pensamientos de Pascal, Ciudad de Clifford D. Simak y La montaña mágica. Escribía poemas; ya tenía la impresión de releer, en lugar de leer; creía haber concluido por lo menos un ciclo en mi descubrimiento de la literatura. Y entonces, en unos minutos, todo se tambaleó.
Al cabo de dos semanas de búsqueda logré procurarme El mundo como voluntad y representación de una estantería de la librería de las Presses Universitaires de France, en el boulevard Saint-Michel; en aquellos tiempos, el libro solo se encontraba de segunda mano (durante meses manifesté mi sorpresa en voz alta, y debí de compartirla con decenas de personas: estábamos en París, una de las principales capitales europeas, ¡y el libro más importante del mundo ni siquiera se había reeditado!). En filosofía, me había quedado en Nietzsche; en la constatación de un fracaso, de hecho. Su filosofía me parecía inmoral y repulsiva, pero su poderío intelectual me impresionaba. Me hubiera gustado destruir el nietzscheísmo y dispersar sus cimientos, pero no sabía cómo hacerlo; intelectualmente, estaba derrotado. No hace falta decir que la lectura de Schopenhauer, en eso también, lo cambió todo. Al pobre Nietzsche ni siquiera le guardo rencor; sencillamente tuvo la mala suerte de aparecer después de Schopenhauer, al igual que en el terreno musical tuvo la desgracia de cruzarse con Wagner.
Mi segunda conmoción filosófica fue el descubrimiento de Auguste Comte, diez años más tarde, que me llevó en una dirección radicalmente opuesta; es difícil imaginar dos mentes más distintas. Si Comte hubiera conocido a Schopenhauer, es probable que solo hubiera visto en él a un metafísico, un representante del pasado (estimable sin duda, en la estela del “metafísico más importante”, léase Kant; pero a fin de cuentas un representante del pasado). Si Schopenhauer hubiera conocido a Comte, es probable que no se hubiera tomado muy en serio sus especulaciones. Entre paréntesis, los dos hombres eran contemporáneos (1788-1860 en el caso de Schopenhauer, 1798-1860 en el de Comte); a menudo siento la tentación de concluir que, en el plano intelectual, no ha ocurrido nada desde 1860. Y, por supuesto, es un fastidio vivir en una época de mediocres; sobre todo cuando uno se siente incapaz de elevar el nivel. Sin duda no produciré ninguna idea filosófica nueva; creo que, a mi edad, ya hubiera dado alguna señal de ello: pero estoy bastante seguro de que produciría mejores novelas si el pensamiento, a mi alrededor, fuese un poco más rico.
Entre Schopenhauer y Comte, al final me acabé decantando, y progresivamente, con un entusiasmo desengañado, me he vuelto positivista; al mismo tiempo, pues, he dejado de ser schopenhaueriano. A pesar de ello, releo poco a Comte y nunca con un placer simple, inmediato, más bien con ese placer algo perverso (y violento, una vez se le toma el gusto) que a menudo se siente con las rarezas estilísticas de los lunáticos, mientras que, a mi entender, no hay ningún filósofo cuya lectura sea tan inmediatamente agradable y reconfortante como la de Arthur Schopenhauer. No se trata del “arte de escribir” ni de chorradas por el estilo; se trata de las condiciones previas que cualquiera debería poder suscribir antes de tener la osadía de ofrecer su pensamiento a la atención del público. En su tercera Condición intempestiva, redactada poco antes de la abjuración, Nietzsche alaba la profunda honestidad de Schopenhauer, su probidad y su rectitud; elogia generosamente su tono, esa especie de ruda sencillez que despierta el desprecio hacia los elegantes y los estilistas. Ese es, ampliado, el objeto de este libro: me propongo tratar de demostrar, a través de algunos de mis pasajes favoritos, por qué la actitud intelectual de Schopenhauer me sigue pareciendo un modelo para cualquier filósofo venidero; y también por qué, aunque se pueda estar en desacuerdo con él, solo cabe mostrarle una profunda gratitud. Por qué, citando de nuevo a Nietzsche, “el hecho de que semejante hombre haya escrito aumenta el gozo de vivir sobre la Tierra”.
Michel Houellebecq (1958) es poeta, ensayista y novelista, “la primera star literaria desde Sartre”, según se escribió en Le Nouvel Observateur. Su primera novela, Ampliación del campo de batalla (1994), ganó el Premio Flore. En mayo de 1998 recibió el Premio Nacional de las Letras, otorgado por el Ministerio de Cultura francés. Su segunda novela, Las partículas elementales (Premio Novembre, Premio de los Lectores de Les Inrockuptibles y mejor libro del año según la revista Lire), fue muy celebrada y polémica, así como Plataforma. Obtuvo el Premio Goncourt con El mapa y el territorio, que se tradujo en 36 países, y ha abordado el espinoso tema de la islamización de la sociedad europea en Sumisión. Las cinco novelas han sido publicadas por Anagrama, al igual que Lanzarote, El mundo como supermercado, Enemigos públicos (con Bernard-Henri Lévy), Intervenciones y los libros de poemas Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad y Renacimiento(reunidos en el tomo Poesía) y Configuración de la última orilla.