Sandra Lorenzano
23/04/2023 - 12:03 am
Farenheit y las memorias hermanas
“Pareciera que la intolerancia, la violencia y la censura han sido una constante a lo largo de la historia: que la gente no lea, no escriba, no piense”.
En pocos días, el 10 de mayo, se cumplirán 90 años de la gran quema de libros realizada por los nazis. Era el año 1933 y el nacionalsocialismo se iba consolidando como una fuerza cada vez más excluyente y violenta. En la llamada “Acción contra el Espíritu antialemán”, los partidarios de Adolf Hitler destruyeron miles de obras. Alrededor de 70 mil personas acompañaron a los jóvenes universitarios que llevaron en carretillas unos 20 mil libros hasta la Opernplatz de Berlín.
Escenas similares se repitieron en otras ciudades alemanas. Allí ardieron las obras de autores “nocivos para Alemania”: socialistas, comunistas, pacifistas y judíos. Entre otros fueron destruidos los libros de: Thomas Mann, Albert Einstein, Stefan Zweig, Ernest Hemingway, Sigmund Freud, Bertolt Brecht, Karl Marx, Vladimir Lenin, León Trotsky, Rosa Luxemburg, Marcel Proust y March Bloch. Las obras de Hellen Keller, famosa escritora estadounidense, fueron quemadas por tratarse de una autora ciega y sorda.
“Donde se queman libros se termina quemando también a la gente”, había dicho Heinrich Heine en el siglo XIX. Él, uno de los máximos representantes del romanticismo, ya había conocido un siglo antes la violencia por su origen judío, y debió exiliarse en Francia. El llamado “Holocausto de libros” de 1933 fue el preámbulo y el anuncio del asesinato de más de 6 millones de personas en los campos de concentración nazis.
Algo similar hizo Torquemada en la España de Isabel La Católica. El primer Inquisidor General de Castilla y Aragón organizaba quemas de libros, especialmente el Talmud judío y literatura árabe, en su monasterio de San Esteban de Salamanca, ritual “de purificación” que combinaba con la quema de herejes.
Y ya de este lado del mundo, en Yucatán y en 1562, Fray Diego de Landa ordenó la incineración de códices mayas, por considerarlos muestra de la idolatría indígena. Su ejemplo fue repetido por otros tantos religiosos, como bien sabemos.
Pareciera que la intolerancia, la violencia y la censura han sido una constante a lo largo de la historia: que la gente no lea, no escriba, no piense.
Como dice el francés Christian Salmon, fundador del Parlamento Internacional de Escritores, en su libro Tumba de la ficción:
“Desde la fatwa contra Salman Rushdie, los asesinatos de escritores han proliferado en Irán, Argelia, Afganistán y Egipto. Pero la censura también ha ido adquiriendo formas menos identificables que instalan por doquier el reino de lo homogéneo. La ficción representa una amenaza para el mundo, y el mundo trata de conjurarla. Es una lucha desigual, que acaba a menudo en hospitales psiquiátricos, en enfermedad (o en exilios, agrego yo): Gógol quema sus cuartillas y muere; Flaubert, furioso, se adormece; Broch renuncia a escribir; Kafka calla; Danilo Kis paga cara su ironía.”
Sumo a dos mujeres a esta lista de Salmon; sabemos que podrían ser muchas más: Alfonsina Storni, entrando al mar, agobiada por el cáncer, pero sobre todo por una sociedad que no le perdonaba haber elegido ser madre soltera, o dedicarse a la poesía viniendo de los grupos migratorios más pobres. Y pienso en la excepcional poeta Alda Merini recorriendo salas de psiquiatría italianas, siempre con un cigarro entre los dedos, siempre con la mirada un poco ida y el verso a flor de piel.
A pesar de todo, la palabra literaria, la palabra poética, renace una y otra vez.
Vuelvo a uno de mis autores de cabecera: Walter Benjamin. Hoy no hablaré, como otras veces, del Ángelus Novus y su rostro de horror antes esas ruinas que llamamos progreso, como lo dice en la IX Tesis de Filosofía de la Historia. Ni me detendré en ese excepcional texto que se llama “El narrador”. O sí, pero sólo un momento porque ¿cómo no mencionar ese párrafo desgarrador -y que yo recuerdo siempre en la interpretación que propone Wim Wenders en la maravillosa película “Las alas del deseo” (o “El cielo sobre Berlín”), uno de mis talismanes en la vida-? Allí es el griego Homero quien habla; en la mirada de Wenders es un viejo que está solo y perdido en la ciudad herida por un muro y dice:
“El mundo parece perderse en la penumbra, pero yo narro como al inicio (…) Mis protagonistas ya no son los guerreros y reyes sino las cosas de la paz (…). Pero nadie ha logrado aún entonar una epopeya de la paz. ¿Qué tiene la paz como para no entusiasmar a la larga y que casi no se pueda narrar sobre ella?”
Pareciera no haber más lugar para la poesía, ni para el canto, ni para los lazos que tejen las palabras. Y sin embargo… imagino a Walter Benjamin, el filósofo nacido bajo el signo de Saturno, como decía Susan Sontag, atravesando Europa, para huir de los SS, abrazando su escaso equipaje: una pequeña maletacon la obra que estaba escribiendo, justamente las “Tesis de filosofía de la historia”. ¿Intuía que sería la última? Hanna Arendt le escribió a Gershom Scholem para contarle que su común amigo estaba muy angustiado ante lo que el futuro pudiera depararle.
En una hermosa novela llamada Yo nunca te prometí la eternidad, de Tununa Mercado, publicada en 2005, el protagonista niño -Pedro, Pierre- se cruza, en su huida del horror nazi, con el filósofo alemán. O tal vez se haya cruzado. O la autora cree que pudo haberse cruzado con ese hombre que pocas semanas después se suicidaría en una pensión de Portbou, en el Pirineo catalán: un judío berlinés, coleccionista y melancólico, un filósofo que nos enseñó a ver en un cuadro de Paul Klee, la expresión angustiada del Ángel de la historia.
Permítanme unir así diversos exilios, diversas geografías, diversas épocas, pero el mismo horror, la misma violencia marcando las vidas, las mismas heridas tatuadas en la piel de varias generaciones. De la Alemania de Hitler a la a la dictadura argentina, de la Francia de Vichy al bombardeo en La Moneda.
De uno y otro lado del Atlántico se prohibieron libros y se asesinó gente. De uno y otro lado del Atlántico seguimos buscando a nuestros desaparecidos porque quisiéramos -como escribe Raúl Zurita- besar sus huesos amados.[1]
“Donde se queman libros se termina quemando también a la gente”. El 29 de abril de 1976, miles de libros apilados en el Tercer Cuerpo del Ejército, en Córdoba, Argentina, fueron quemados por orden del genocida Luciano Benjamín Menéndez. Ardieron así las páginas escritas por los asesinados Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Haroldo Conti; más las obras de Cortázar, Griselda Gambaro, Osvaldo Bayer, David viñas, Noé Jitrik, Elsa Isabel Bornemann, Nicolás Casullo, Luisa Valenzuela, Álvaro Yunque, Manuel Puig, Aníbal Ponce, por mencionar sólo algunos de los argentinos, y por supuesto, Eduardo Galeano, Paulo Freire, Pablo Neruda, el recientemente desaparecido Pablo González Casanova, entre muchísimos otros, más todos los que ya habían sido condenados por el nazismo.
Hoy, a pocos días de recordar aquel 10 de mayo de 1933, llegan noticias de la brutal censura en Estados Unidos.
Según la Asociación Estadounidense de Bibliotecas, 2022 fue el año en que más reclamaciones se recibieron para prohibir libros. Los grupos conservadores objetaron el año pasado más de 2,500 títulos, por temas vinculados sobre todo a cuestiones raciales y a la comunidad LGBT. Un retroceso brutal en los derechos democráticos.
Hoy, 23 de abril, día del libro, tengo frente a mí un viejo ejemplar de Farenheit 451. Publicado en 1953, veinte años después del “Holocausto de libros”, ¡qué deprimentemente actual resulta! Me gustaría decir que este ejemplar fue de mis padres, luego mío y hoy está en la biblioteca de mi hija. Me gustaría decir que en las páginas ajadas leo la lectura de mi madre y de mi padre, como mi hija lee la mía. Lecturas superpuestas y amorosas. Pero no: somos parte de las estirpes que han debido esconder sus propios libros para salvar la vida, de quienes han debido dejar atrás el hogar apenas con lo puesto. O quizás podría confesar que este ejemplar de Ray Bradbury lo compré en alguna librería de viejo de la calle Donceles, de nuestro jodido y entrañable D.F.” (Miguel Bonasso dixit)[2] porque a quienes hemos debido abandonar los objetos de la memoria, aquellos que habían acompañado nuestra vida, nos gusta adoptar otras memorias similares, memorias hermanas, encontradas en las mesas de saldos en las librerías de segunda (tercera o cuarta) mano. Quiero pensar que al leer estos libros les hacemos un guiño a aquellos otros que han sido obligados a perderse en la negra espalda del tiempo. Es nuestro modo de entonar una nueva epopeya de paz.
[1] Raúl Zurita, “Un minuto de silencio”, en El País, 20 de abril de 2023.
https://elpais.com/chile/2023-04-21/un-minuto-de-silencio.html
[2] Miguel Bonasso, La memoria en donde ardía, Buenos Aires, Editorial Contrapunto, 1990.
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